Uriel A. Cárdenas A
Profesor de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos
A mis estudiantes
A los jóvenes
I
En 1929 Bertrand Russell escribió un documento que tituló: Sobre el Cinismo de la juventud actual. Descaro, desvergüenza e insolencia pudieron ser elementos detectados por su sabia sensibilidad a las situaciones humanas.
¿Cómo hacer visible la causa de tan delicada condición de los jóvenes de los años treinta? La pregunta fue oportunidad para el rastreo de los motivos que llevaron a la pérdida de múltiples ideales, utopías o, por lo menos, referentes a seguir. Estos fueron: religión, patriotismo, progreso, belleza y verdad. Sobre cada uno, se ofrecen en el documento “condiciones intelectuales y sociales” que favorecen su comprensión y su relación con las causas del cinismo juvenil.
Sin detrimento de la invitación a leer el texto, pertinente para iluminar nuestra situación actual, solo recojo la sentencia que resume sus planteamientos en cada caso, así:
1. Los jóvenes, “al subordinar a Dios a las necesidades de la vida sublunar, arrojan sospechas sobre la verdad de su fe”. Es esta una primera causa del cinismo que surge y acrecienta, cuando la escenografía de la existencia no se configura más allá de las propias temporalidad y espacialidad humanas.
2. Respecto del patriotismo “Los jóvenes inteligentes, son incapaces de aceptarlo como un ideal adecuado; perciben que todo está muy bien por lo que se refiera a las naciones oprimidas, pero que tan pronto como una nación oprimida consiga su libertad, el nacionalismo que fue heroico se vuelve opresivo”. Hacia finales del siglo XIX ya se habían definido diferentes Estados, pero pronto en Europa se interrumpió tal creación con los dolorosos acontecimientos ocasionados por los regímenes estalinista, nazista, fascista y franquista, y lo propio en América Latina con las dictaduras militares. Una segunda causa del cinismo.
3. Se propicia, también para los jóvenes, una tercera causa del cinismo: la relacionada con la imagen de que “el progreso que puede medirse da necesariamente en las cosas sin importancia”. La cosificación de la existencia, su cuantificación y abundancia de artefactos poco necesarios resultan en un derrotero sospechoso o, al menos en oportunidad para aplazamiento de algo con mayor significancia.
4. En cuarto lugar, la belleza parece asunto de tiempos remotos pues “la mayor parte de los artistas parecen inspirados por cierta especie de rabia contra el mundo, de modo que prefieren producir una significativa inquietud más bien que proporcionar una serena satisfacción”. Una idea que posteriormente permitirá a Lipovetsky situar “el imperio de lo efímero”, que instaura la moda como referente inaplazable de la cultura de masas y el espectáculo como único objetivo de la acción juvenil.
5. Finalmente, “en los tiempos pasados era posible adorar la verdad”; […] pero, para lo tiempos del texto en referencia, “es difícil adorar una verdad meramente relativa y humana”. Si a pesar de serios y cuidadosos estudios, y de manifestación de evidencias, se hace de la relatividad algo más que una esfera de la ciencia física y se traslada a todos los órdenes de la vida: el conocimiento, los sentimientos, las pasiones y los dolores, el ´terraplanismo´ de nuestros días se hace tercamente defendible a pesar de toda evidencia soportada.
La alusión Russelliana del cinismo, por el rechazo a los convencionalismos y a la moral comúnmente admitida, que no a las prácticas descaradas, impúdicas y deshonestas que merecen general desaprobación, ha venido acortando límites al punto de ser una única acepción en la que se mezclan sus significados. Entonces, una juventud expuesta a una conflagración generalizada que dejó en el campo de batalla a millones de jóvenes europeos y, por si fuera poco, un segundo embate, más demencial y sangriento que involucró otras latitudes, otras poblaciones, otras culturas, configuran un mundo de la individualización y un galopante mundo inequitativo que sacrifica, con todo y eufemismos, libertades, derechos, espacios vitales y formas de expresión creativas.
II
En 2019, lejos de Inglaterra -90 años después de la publicación del documento comentado- en la ciudad de Wuhan, se presentó el origen de una pandemia llamada COVID-19. El mundo entero se ve abocado, desde ese momento, a un virus desconocido, a una enfermedad generalizada y a la muerte en numerosa cuantía.
La presencia del fenómeno biológico suscitó, como siempre ha sucedido en la historia con un hecho novedoso, varias apreciaciones: para algunos optimistas el fenómeno novedoso exige una salida por construcción de una vacuna que bien puede derivar del afortunado desarrollo científico y tecnológico; para otros, más bien se trata de una mentira, consecuencia del decir mediático emparentado con intereses políticos de la “teoría del complot”; para unos más, el hecho corresponde a una cuidadosa estrategia de las farmacéuticas que podrían encontrar en el suceso una oportunidad para un amplio crecimiento financiero no programado. Cada una de estas perspectivas ameritaría un tratamiento particular, que no es del caso para este texto, no obstante, la realidad de la enfermedad es situación ineludible.
Si ya Russell mostraba que para los jóvenes “no queda nada digno de atención bajo la luna curiosa”, lo que magistralmente sintetiza el cinismo que lo alarma, me permito pensar en una dimensión aún más desconcertante cuando lo que está en juego es un sentimiento mayor: la desesperanza.
¿Qué quisieron decir mis estudiantes, algunos claro, cuando dijeron en los dos semestres inmediatamente anteriores: “tenemos desesperanza profe”?
¿Cuáles son las causas de esta desesperanza?
La desesperanza es algo más que un sentir momentáneo. Es el traslado de una circunstancia emotiva a una percepción de permanente oscuridad incluso sobre posibles, aunque tenues, rayos de luz de un día siguiente; es el absurdo y la inviabilidad de la acción; es el nadaísmo que imposibilita toda escritura; es el triunfo de la sombra sobre el objeto iluminado; es la imposibilidad del recorrido pues no hay uno tal que se pueda construir al andar; es la negación de toda posibilidad; es el doloroso sarcasmo que atenta contra la vida; es el deseo que no desea.
Las causas de ella, al menos desde mi apreciación, son todas las palabras, las acciones, las decisiones y las voluntades de la cultura del maltrato a la vida, por resistirme a decir: la cultura de la muerte, cada vez más incrustada en nuestra sociedad colombiana.
Claro, estamos lejos de un similar trasfondo como el que alentó los pensamientos del filósofo inglés. El nuestro, corresponde a una historia suficientemente corta, de un poco más de doscientos años si hacemos cuentas desde 1810, cuya más reciente constitución data de 1991. En esta última se instaura una esperanza democrática que pone en marcha la letra de una sociedad de derecho y se enuncia el compromiso con evitar el abuso de autoridad de los gobernantes (y sus instancias concomitantes), se subraya la pluralidad y la multiplicidad, se adopta el compromiso con los principios fundamentales de la vida, de la igualdad, de la libertad ciudadana (de culto, de expresión, de reunión, de movilidad, etc.), se precisan los alcances y los límites de los tres poderes y se respalda el sufragio universal. Todo ello configura el más reciente triunfo de los jóvenes de los años 90, una ilusión de país, una ventana que alienta sueños de un pueblo y se hace referencia, al menos como posibilidad, una decisión en ley de tal sistema de gobierno.
Sin embargo, en adelante, a pesar de limitadas acciones de afortunada implementación, se dinamita la palabra, sancionada legalmente, por muchos frentes: la voluntad, la decisión, la imposición, la fuerza, es desgano, la tradición y el abandono. En el transcurrir de treinta años desde la instauración de nuestra constitución esta no ha sido, en sentido riguroso, cumplida en lo fundamental. Más bien se ha violado en diferentes momentos, de variadas maneras, generalmente mediante una conducta non sancta de múltiples gobernantes y ciudadanos. Una idea de Estado de derecho, incluyente y equitativo, al menos como pretensión, pronto se fue al vacío. Un reconocimiento y valoración de la multiplicidad y la pluralidad de modos de vida fue manoseada en unos casos y, en la mayoría, maltratada, desconocida o ignorada. Probablemente los jóvenes refieren motivos detrás de tan dolorosa expresión: “tenemos desesperanza profe”
- Las causas que llevaron al conflicto armado más largo de la historia reciente en nuestro país no han sido superadas y más bien se profundizan por reiterada indiferencia gubernamental.
- El incumplimiento de lo acordado es práctica ética pero también profundamente política. Los acuerdos de Paz firmados en 2016 son letra muerta para los gobiernos de turno.
- El “vencimiento de términos” se convirtió en continua expresión que manifiesta cínicamente el incumplimiento de la justicia, la evitación de esta, la traición de su importancia social.
- El incumplimiento de toda norma por indiferencia, atrevimiento o simple “cinismo”, roza con su misma construcción y es práctica de cada ciudadano tanto como de sus mismos creadores y vigilantes.
- La atención a los programas y no a las políticas es solo una excusa para mantener las cosas tal como están. Se evita lo fundamental y con ello se dedican tiempos y recursos a lo circunstancial, a lo inmediato, al interés particular.
- La capacidad para vender y venderse por alto, medio y bajo costo corresponde a cualquier esfera de la individualidad y de la institucionalidad. Todo tiene precio, todo se hace mercancía. Aquello denominado dignidad tiene su propio monto.
- Las acciones de agresión de fuerzas del orden destruyen cualquier encuentro y expresión políticas, triunfa los imaginarios sociales2 de un escenario de guerra permanente. La violencia en propia mano hace manifiesta una sociedad del desencuentro. Cado sujeto, cada banda se sujetos, ve al otro sujeto como enemigo y por ello no puede más que pretender eliminarlo, pues la definición así lo exige. Las historias de vida son historias de muerte, producto de múltiples violencias delirantes, en sus variados territorios en el mismo territorio. Los múltiples actores de tales violencias generan feminicidios a granel, violaciones a mujeres en cifras desbordantes y violaciones a menores de todos los años antes de la mayoría de edad, homicidios de defensores de paz y líderes de derechos humanos, masacres – entiéndase: homicidio intencional y de tres o más personas-, cuyos actores descuartizan haciendo gala de “casas de pique” y se juega con cuerpos y cabezas; fuerzas de todo tipo afianzan la destreza para causar el mayor dolor posible, cuerpos desvestidos y vueltos a vestir con ropas que no les pertenecen son ofrenda para reconocimiento militar, etc., etc., etc.
Lo saben los jóvenes; lo saben los mismos que afirman: "mucha gente en Colombia ya no tiene nada que perder, aparte de su vida”3. Se hace evidente para los jóvenes, como mayor realidad, el incumplimiento de las promesas de lo acordado en todos los órdenes de la existencia y se sublima una impronta de horror: el dolor y la muerte.
Por demás, formas líquidas tienden a eternizarse en desesperanzas, pero también en espejismos efímeros, que para conjurarse requieren de conjugaciones complejas y concurrentes de cosas odiadas y queridas, de saberes ancestrales y científicos, de emociones y tecnología, de conocimiento e intuición, de tiempos lineales y circulares, de creencias y nihilismos.
Los gobernantes, por generaciones, no comprenden el sentido de los estallidos sociales, al tiempo que las formas de imaginación, de creatividad y de arte aún no representan ideales libertarios.
Creo que entiendo la expresión de algunos de mis estudiantes: en este escenario parece que no es posible sentir, anticipar y decir otra cosa.
III
¿Hay acaso alguna salida para la desesperanza? Considero que sí. Júzguese como una ilusión sin asentamiento o un sueño sin condición de posibilidad real: la respuesta está por el lado de la educación. Claro, la “institución educativa” actual no es del todo útil para un efecto distinto al de la desesperanza, por su origen o realidad.
Ahora bien, puede sumarse positiva, pero luchando contra ella misma hasta que el arte, la ciencia y la cultura se la tomen y pueda parir un nuevo cronotopo que pueda alojar la vida natural y cultural en toda su diversidad. Necesitamos un currículo articulado al país que la Constitución de 1991 concibió. Un currículo que haga visible que “en la ciudad aprendí a ponerme la corbata y en el campo aprendí a ponerme las botas”, como dice el maestro de Tumaco Ángel Migdonio Palacio.
Ciertamente, la educación no es, respecto de sus consecuencias, la que presenta evidencias materiales inmediatas, como lo brindan la arquitectura, la economía o la medicina, pero, subrayo, estas misma dependen en mucho de la educación brindada.
La apuesta por la educación no puede desfallecer, incluso desde la resistencia que debe tomar cuando la violencia y la muerte dominan a una sociedad; es la construcción terca de una conciencia desgarrada de inevitable optimismo y nos convoca a plantear algunas posibilidades de país, que la errada política o la impositiva economía no han hecho sino desfigurar o imposibilitar.
¿Ingenua y atrevida insensatez de estos jóvenes de más años?4 Tal vez sí, no importa. Es asunto de esa dignidad, tendiente a desaparecer, porque prefiere el esfuerzo -que no es dolor- del pensamiento a la inmediatez del resultado, que se enfrenta a la actitud de quien no entiende la pregunta y así y todo le ofrece respuesta; que se resiste a reducir la vida al pragmatismo y al utilitarismo capitalista contemporáneos, del cual es expresión el narcotráfico que nos anula, al tiempo que instaura la riqueza como deseada meta, obtenida por la competencia y el éxito “a codazo limpio”.
Del lado del documento de Russell, una sentencia para enfrentar el cinismo se conecta con nuestra idea: “educar a nuestros maestros”. De nuestro lado, eso mismo y ojalá en orden a una política derivada del diálogo nacional, amplia, incluyente, diversa, pero sistémica, y con carácter histórico y social. Además, el cumplimiento serio de quienes ya estamos en lo que llamaba un colega “el impudor de ser maestro”.
El asunto de la educación es el asunto de la vida. Esto puede significar al menos dos cosas: que se requiere vida para educar; que sin la primera no sería posible lo segundo, en una especie de relación causal. Lo paradójico del asunto es que hemos tenido vida y los efectos de cierta educación nos ha llevado a condenarla, a desaparecerla. Desde escuelas y universidades, y también más allá de ellas, hemos configurado una idea de sociedad sin relaciones sociales, más que las orientadas a la violación de los derechos de cada uno y de todos; al cumplimiento de normas ciudadanas sin importar las consecuencias; desde las prácticas sociales hemos marcado la distancia entre lo aprendemos y sabemos, y nuestras acciones y conductas.
Otro posible sentido hace referencia a que se educa en medio de la vida y no se educa para la vida, que es algo así como si esta fuera posterior a la escuela o el lugar del aprendizaje, como si antes de llegar a la escuela no hubiera vida y solo al salir de ella se vuelve a tener. Esta es una imagen de la escuela muerta. El estudio como vía para la comprensión tiene mayor sentido que el estudio para el trabajo, pero esto pasa por hacerse significativo, pertinente y adecuado y ello ocurre cuando está instaurada en la vida misma, con todos sus conflictos, en camino de la comprensión.
Educar desde la vida es hacer conciencia del conflicto indudable que se puede aprender a potenciar, es la vida en el centro del aprendizaje que no puede ser alarde de la privacidad sino reconocimiento de la alentadora relación con otros, como ya lo sabe y tal vez mejor el peor de los delincuentes -de corbata o de fusil.
Estando en la educación, no podemos renunciar a la responsabilidad de hacerla valer, para todos, como derecho.
Sí, desde ministerios y secretarias, y más allá de la sola dimensión formal, la educación es una acción humana con la cual posibilitamos dar sentido, antes que reducción al utilitarismo y al pragmatismo, es posible realizar algún país diferente, una sociedad diferente.
Claro que se presenta como más frágil quien se atreve a ofrecer el camino complejo de la educación para alertar a la idiotez de la fuerza, a la torpeza de la opulencia, a la presencia de la superstición, a la esquizofrenia de las armas. Pero de no ser por la defensa del espíritu que se proyecta, las balas acabarán más pronto que tarde toda ilusión.
Para ello, la lucha contra el dogmatismo, el autoritarismo y las dicotomías debe ser enfrentada sin cobardía. El dogmático como el autoritario no entiende de reflexión y pausa, el dicotómico desconoce toda complejidad porque privilegia los extremos, el autoritario elimina, hace imposiciones y exige obediencias ciegas.
La apuesta, ya enunciada seguramente, pero exigida de subrayarse en cada momento, es por una educación que supere la repetición como sinónimo de comprensión, elimine la idea de que la reiteración de una mentira como razón de su verdad, la anulación de toda acción de violencia por considerarla bárbara, la oposición permanente a la acción de poder enajenante. El asunto de la educación es de los saberes, de los conocimientos, de las artes, las ciencias, las disciplinas, las tradiciones y las novedades, de las producciones, de las creaciones, y el asunto más profundo de la educación tiene que ver con nuestro modo de estar en el mundo.
Es un asunto profundamente ético y político en el más amplio de los sentidos: la manera de construirnos humanamente de la mejor manera posible, que solo es desde y para nuestros propios tiempos y espacios, al tiempo de hacer de la tensión entre lo público y lo privado un escenario de encuentro y debate, de inquietud y ocurrencia, desde el difícil arte del diálogo. La apuesta por realizar una acción educativa, tendiente a una mayor horizontalidad, exige que todos los participantes del ejercicio educativo sean actores, cómplices, desarrolladores, impertinentes y evaluadores.
La acción educadora exige una puesta entre paréntesis, que no es aplazamiento, de actividades verticales irreflexivas. Ello significa acortar la brecha entre profesores y estudiantes, considerados a veces como combatientes de una lucha (algo más parecido a la guerra que a la acción de educar) y convoca distanciarse del ejercicio autoritario de la práctica docente.
Todos los involucrados en la acción educativa saben, desconocen, preguntan, suponen, pueden crear. Ser actor significa reconocerse como agente y, si no lo es de entrada, la dinámica educativa estará en la tarea de propiciarlo. Ya sabemos que asumiendo un rol decimos cosas que sin serlo no podrían aparecer. ¿Qué hemos de decir? Ser cómplice implica acciones solidarias en favor del acercamiento a diversos saberes, a sus conexiones con las maneras de ser y estar, de haberlas vivido o haberlas burlado. Desarrolladores, pues no hay saber acabado ni respuesta definitiva, lo que significa un enfrentamiento permanente con el dogmatismo y el dualismo. Impertinentes, pues sin la inquietud y el asombro no hay oportunidad de tránsito y sí permanente repetición hasta del sinsentido -cómo las capitales de los países y departamentos, o el azul del océano pacífico que no corresponde. Suponen, porque todos cargamos y mantenemos prejuicios, pero los podemos explicitar -pues eliminarlos es imposible. Potenciales creadores, porque una educación sin transformación es un catecismo de recetas o dogmas que imposibilita otras alternativas para saber y vivir.
Nadie sabe todo y nadie ignora todo, es una apuesta por el reconocimiento, la valoración crítica y la revisión. La virtud del diálogo: para transitar ideas, para sugerir y enfrentar problemas, para exponernos.
Educar es valorar las preguntas como fuente de indagación, ofrecer respuestas sin dogma, involucrar desde los cortos años un defensa de la construcción de sí mismo desde el encuentro con los demás.
Educar tiene que ver con hacer posible: colores de dignidad, sonidos de diferencia, texturas de coraje, sabores de deleite, sonidos de memoria y de historia, razones de comprensión, palabras de inclusión.
Si educamos en la vida comprendemos su difícil desenvolvimiento, aceptamos la tensión, valoramos el conflicto, pero nos distanciamos de la imposición de verdades que tiene carga de daño, no desconocemos la escucha, que es tanto como la exclusión del otro decir; renunciamos al bullying que tanta complacencia otorga, pero que es una acción de deterioro. Hay cercanía con “hacer doler la vida” cuando ofrecemos lo que vamos a incumplir y programamos eso que seguro no se puede realizar (por voluntad o por condición); maltratar la vida guarda relación con la hipocresía que es su antesala; silenciar o callar una voz contraria es solo oportunidad para la muerte.
Por frágil que parezca la apuesta, la educación crítica es contundente, no se alía con la mentira que traiciona, se enfrenta con la razón incluso ante aquel que carga el armamento, al juez que desdice de la justicia, al autoritario que hace gestos de demócrata.
Ahora, impactado por el rumbo de la humanidad con los efectos de una pandemia que puso al descubierto tres cosas al mismo tiempo: el valor y el significado de la ciencia y la tecnología, los límites de un capitalismo o neoliberalismo enloquecido, y la estupidez que genera la búsqueda del poder y su consecución, solo me atrevo a convocar las facultades humanas e institucionales que han dado lugar a alternativas de paz, comprensión y libertad. El documento del filósofo inglés termina con la siguiente sentencia: “Los dirigentes del mundo han sido siempre estúpidos, pero jamás en tiempos pasados los fueron tan poderosos como lo son ahora”. El asunto, no está en la estupidez, sino en la conjunción entre esta y el ejercicio del poder; lo peligroso, muy peligroso, se presenta cuando los dos aspectos se conjugan y hacemos caso omiso de sus múltiples evidencias o cohonestamos con sus peripecias. Por momentos nos hace manifiesto el sonreír sobre la estupidez del político, pero nos hace visible también el temor del autoritarismo. A lo mejor todos somos estúpidos precisamente por ser seres humanos, eso no es del todo negativo; pero ser estúpido y gobernar es una inconsistencia que no podemos permitir.
Jóvenes:
¡Por qué morir si no hemos muerto!