José María Del Castillo y Rada (1776 – 1835) – El hacendista de la Colombia emancipada – Un hombre de contrastes
Mauricio A. Plazas Vega.
Mauricio A. Plazas Vega.
Con motivo de la Emancipación, en lo que atañe a la hacienda pública, surgieron en la llamada Gran Colombia dos tendencias opuestas: una, abogaba por la subsistencia del régimen tributario colonial de manera que no se causaran traumatismos en los inicios de la República; otra, latente en los partícipes del liberalismo clásico, sostenían que era necesario liberar al país de un sistema que, como el colonial, era notoriamente injusto y obstaculizaba en realidad el ejercicio de las libertades económicas y de empresa.
CASTILLO Y RADA siguió la segunda de esas lineas, respaldó la reforma al régimen colonial y dedicó su mayor esfuerzo a su aplicación efectiva, en medio de grandes dificultades. En últimas, como aquí se hará ver, la reforma aprobada por el Congreso de Cúcuta, con grandes innovaciones, solo rigió cerca de un lustro y resultó necesario, en lo fundamental, retomar los tributos y las instituciones de hacienda virreinales y mantenerlos hasta mediados del siglo XIX[2]. Empero, más allá de los avatares que tuvo que afrontar en su condición de Ministro de Hacienda de Colombia, tanto en lo que tiene que ver con la vuelta hacia atrás del ordenamiento tributario como con las enormes falencias del Estado para controlar los flagelos del contrabando, la evasión fiscal, la desobediencia ciudadana y la indolencia de los más pudientes, muchos de ellos rehacios a cumplir sus obligaciones impositivas, el legado de DEL CASTILLO Y RADA, plasmado en sus Memorias de hacienda de 1821, 1823 y 1827 y en su activa labor en torno a las normas sobre Hacienda Pública aprobadas en el Congreso de la Villa del Rosario de Cúcuta, de 1821, se proyectó, y aún hoy se proyecta, en la sistemática conformación del sistema tributario del país.
DEL CASTILLO fue siempre consciente de los grandes obstáculos que tuvo que afrontar para defender sus ideas en materia tributaria y así lo puso de presente en sus Memorias de Hacienda: no solo se trataba de edificar un nuevo Estado, con un nuevo sistema fiscal, sino que tan agobiante labor concurría con la necesidad de financiar la prosecución de la guerra libertadora y atender los ingentes gastos que implicaba. La nueva República, además, resultó sensiblemente afectada por el contrabando y la evasión fiscal, flagelos que ya estaban entronizados durante la dominación española, no contó con vías eficaces de fiscalización y control y sufrió las consecuencias de la imposibilidad de estructurar una administración que pudiera tener proyecciones sobre las regiones más apartadas y lejanas de la capital.[3] Todo ello, en el ámbito del centralismo que adoptó la Constitución de Cúcuta de 1821, y prohijó el mismo DEL CASTILLO Y RADA, como en general quienes siguieron esa tendencia trazada por el Libertador; un centralismo, desde Bogotá, que dificultó la efectividad de las disposiciones del Estado, en grado sumo, especialmente en materias tan sensibles como la hacienda pública y la tributación.
Como clásico que era en su formación, DEL CASTILLO Y RADA consideraba los impuestos como una carga, como un mal necesario, así fuera en condición de “precio” o de “prima de seguros”.
CASTILLO Y RADA defendió la moderación de los impuestos, cuestionó enfáticamente el diezmo como un tributo pernicioso, que no tenía verdadera justificación, “un tributo monstruoso al que están afectas, en beneficio del Clero, todas las tierras de la República”, un impuesto “injusto e insoportable”[4] y, como era de esperarse, fue tildado, por ese motivo, de ateo e impío[5]; fue partidario de la eliminación gradual de los impuestos a las exportaciones, cuestionó sin ambages la tributación indirecta y avaló la propuesta, del hacendista, jurista y político venezolano PEDRO GUAL, de un impuesto directo sobre la renta, que fue objeto de recurrentes rechazos visibles desde el momento mismo en que la presentó oficialmente, en su condición de diputado en el Congreso de Cúcuta[6], pero, finalmente, fue aprobada mediante la ley del 30 de septiembre de 1821. Una propuesta, y en definitiva una ley, para la que GUAL, quien vivió y se formó en temáticas económicas en Estados Unidos, tuvo como referente lo que había aprendido sobre los planteamientos norteamericanos e ingleses en esa materia. Bueno es recordar que, además, el mismo GUAL fue quien promovió en el Congreso de Cúcuta las restantes medidas que apoyó DEL CASTILLO como Ministro de Hacienda. GUAL, como DEL CASTILLO, fue diputado en el Congreso por la provincia de Cartagena.
La contribución directa se reguló en función del sistema cedular, de manera que no gravaba el conjunto de las rentas de modo general e independientemente de su origen, sistema este que se conoce como de renta global, o sintético, sino de acuerdo con el sector o actividad que les daba origen, con incidencia diferente según las cédulas, sistema que se conoce como de renta cedular, o analítico.[7] Gravaba anualmente con el 10% las rentas producidas por la explotación de la tierra y el capital (renta agrícola, renta de propiedad inmobiliaria urbana, renta de propiedad mobiliaria, renta minera o industrial, renta de préstamos y depósitos y renta comercial), con el 12,5% las originadas por propiedades no enajenables o de manos muertas, con el 2% los sueldos o rentas personales que oscilaran entre $150 y $1.000 y con el 3% los superiores a $1.000. La misma ley estableció rentas presuntivas, ante las dificultades de control y fiscalización por parte de las inexpertas e insuficientes autoridades tributarias, así: i) Sobre el capital invertido en minería o manufacturas, el 5% anual; ii) Sobre el capital invertido en comercio, el 6%; y sobre la propiedad territorial, el 5%.
Memorias de Hacienda 1823 - 1826 - 1827 de Castillo y Rada
Salvedad hecha de los dos niveles tarifarios previstos para los sueldos o rentas personales que oscilaran entre $150 y$1.000 y los que superaran esa cantidad, no imperaba aún el paradigma de la progresividad sino el de la igualdad y, por tanto, mal se podía pretender que contemplara alícuotas progresivas a aplicar sobre la base gravable. El sistema que se dispuso era cedular, pero con una sola tarifa a aplicar sobre la base gravable correspondiente a cada cédula, esto es, con tarifa proporcional, no progresiva, como era lo acorde con el pensamiento liberal clásico, inspirado, como dice DUVERGER, en la igualdad y no en la igualación, en la concepción del impuesto como una carga, que debía operar en condiciones de justicia, y no como expresión del deber de contribuir, con fines redistributivos.[8]
DEL CASTILLO Y RADA avizoró con excesivo optimismo la perspectiva de recaudo de la llamada contribución directa y creyó que compensaría suficientemente la reducción de los recaudos que indefectiblemente tendría lugar como consecuencia de la reducción, y en buena medida eliminación, de la alcabala, dispuesta por la ley del 3 de octubre de 1821. Pero sus expectativas no se cumplieron, en buena parte, por la marcada resistencia al pago del tributo por parte de sus destinatarios económicos y finalmente fue suprimida, en 1826, por decisión del Libertador.[9] De hecho, él mismo advirtió las dificultades que para el recaudo entrañaba la ausencia de un catastro suficientemente sólido, que permitiera identificar plenamente a los contribuyentes, sus bienes y rentas y garantizar el control efectivo por parte del Estado.
Los términos en que avaló la imposición directa y cuestionó la indirecta, con ocasión de sus informes al Congreso como responsable de la hacienda pública, sus apreciaciones sobre la significativa reducción de la cobertura de la alcabala y su declarado respaldo a la ley que creó la llamada contribución directa son de sumo interés:
“Esta ley había fijado las esperanzas de los legisladores y del gobierno, y fue un motivo de consuelo para los hombres que aman sinceramente a su patria, y veían en ella el origen de su prosperidad. Las indirectas tienen el carácter de enfermedades ocultas; desconocidas pero mortales. Ellas son insensibles para los contribuyentes; pero estos viven estacionarios en su fortuna, sin prosperar, cuando no retroceden y corren todos los días al abismo de la pobreza; y ellas finalmente jamás han alcanzado a cubrir los gastos necesarios de una nación. Las directas guardan la debida proporción con las rentas, ganancias y salarios de los contribuyentes; y no son vejatorias en su exacción, ni cuestan tanto, ni requieren tantos empleados, y no entorpecen la acción del interés individual y dejan libre la industria de todos. Con estas consideraciones el Congreso constituyente, después de extinguir varias contribuciones ruinosas, decretó una directa sobre las rentas de ganancias de los ciudadanos”. [10]
Nos hace recordar, el destacado rosarista y hombre de Estado, el repudio generalizado a la imposición indirecta, que expresaron los revolucionarios franceses con ocasión de la caída del antiguo régimen; a tal punto, que, como se sabe, la Asamblea Nacional Francesa optó por abolirlos el 17 de julio de 1789.
Y ante su declarado entusiasmo por la imposición directa establecida por el Congreso de Cúcuta, resulta muy pertinente la observación del economista MANUEL R. EGAÑA, que trae a colación el hacendista e historiador colombiano ABEL CRUZ SANTOS al abordar el tema:
“En ninguna parte de la América habíase establecido en forma general y orgánica el impuesto sobre la renta, y en Europa solo lo habían hecho en Inglaterra, los ensayos de Pitt en 1799, y el de Addington en 1803, que estableció el impuesto dividido en fracciones”. [11]
Notoria decepción representó, para él, la eliminación de la contribución directa, y no tuvo ambages al manifestarlo así en sus Informes al Congreso, según se puede apreciar en sus Memorias de Hacienda (año 1827):
“Hízose creer al Libertador que la continuación de las contribuciones directas podía embarazar el restablecimiento de la paz pública, porque ciertos interesados en no contribuir y en que la clase pobre y laboriosa sostenga las cargas del Estado, tomaron empeño en persuadirlo, y en el concepto de que la suspensión del cobro produciría la calma, encargó al ejecutivo que la decretase como la decretó en efecto, sin que hasta ahora se haya visto restablecida la unidad de la República, ni la fuerza de las leyes”.[12]
Esa amarga reflexión de DEL CASTILLO Y RADA nos conduce, irremediablemente, a recordar que en la Francia de la toma de la Bastilla no hubo que esperar mucho tiempo para que, en el año VII de la revolución, reaparecieran los odiados impuestos indirectos. ORIA comentó esa realidad en términos que, seguramente, habrían coincidido con lo que pensaba al respecto el ilustre jurista del Rosario y se podrían acoger, según la costumbre que se impuso entre nosotros a partir del 20 de julio de 1810, como del año “XVII de nuestra revolución” (correspondiente al quinto, contado desde la entrada en vigencia de la ley de septiembre de 1821):
“Como los fantasmas de la conciencia en las antiguas fábulas morales, los impuestos sobre los consumos reaparecieron con extraordinaria prontitud, bajo el imperio de las necesidades financieras”.[13]
También en Colombia, en buena medida, los tributos indirectos del antiguo régimen, y de modo especial la alcabala, fueron eliminados en los albores de la República (1821) pero retornaron con inevitable prontitud (1826).
Un retorno lamentable, no exactamente porque la tributación fuera indirecta sino porque, en ausencia de la imposición directa, los más pudientes quedaban ampliamente favorecidos, como en su momento lo fueron los nobles y el Clero durante el antiguo régimen francés. No diría, nuestro Ministro de Hacienda, que el impuesto personal y directo era “un tributo atroz, digno de Robespierre” (“impôt atroce e digne de Robespierre”)[14], como sí se decía en la Francia que siguió al régimen del terror.
En sus Memorias de Hacienda, de 1823, específicamente en lo que concierne a la minimización de la alcabala, expresó con agudeza las bondades de esa determinación al anunciarlas como parte fundamental del objetivo de devolver la tranquilidad al pueblo y hacer real el reconocimiento por todos los sacrificios que entrañó la lucha por la emancipación:
“Tal fue su propósito cuando decretó liberar de la alcabala las producciones alimenticias e industriales, reduciendo este derecho al dos y medio por ciento sobre las mercancías extranjeras y a los bienes raíces; cuando extinguió el funesto estanco a los aguardientes y cuando dispuso la abolición del cruel tributo que pagaban los indígenas. Estos ramos hacían entrar, es verdad, algunos fondos en las arcas públicas: pero eran precio de sangre, lágrimas y miseria … El mayor de los crímenes del gobierno español fue, sin disputa, la imposición de estos tributos, porque con ellos quiso y logró contrariar la obra magnífica de la naturaleza: Con ellos hizo pobre la parte más rica de la tierra, el país en donde Dios derramó a manos llenas sus bendiciones”.[15]
Hoy, como es de todos conocido, ya se han estructurado muy razonables instrumentos para lograr investir de justicia a la imposición indirecta, sea mediante la exención, o la incidencia con menor tarifa o alícuota, respecto de los bienes y servicios que en mayor grado participan en los consumos de las personas de más bajos ingresos o recursos, sea porque, como acontece con las tendencias actuales, se diseñen sistemas de devolución o compensación en beneficio de la población vulnerable o reglas de tributación compensatoria a cargo de quienes, sin ninguna justificación, resulten favorecidos con las exenciones o tratamientos de favor.[16]
Importa destacar que más allá de sus preferencias por la tributación directa, DEL CASTILLO Y RADA tenía claro que el sistema tributario no se podía limitar a un solo tributo. Compartió las consideraciones del Congreso de Cúcuta y especialmente de Pedro Gual, sobre la importancia de eliminar la alcabala, o reducirla a su más mínima expresión; pero sabía, acaso porque así lo han demostrado la convivencia social y los crecientes niveles de gasto público a lo largo de la historia, que la aspiración a un impuesto único, justo y suficiente resultaba utópica. Por lo demás, ya en sus consideraciones sobre los diferentes tributos hizo particular énfasis en que la injusticia de los impuestos indirectos era manifiesta y ostensible cuando gravaban bienes de primera necesidad. Justamente por ese motivo se eliminaron, en su momento, las denominadas “sisas” sobre productos alimenticios de consumo popular, que se materializaban en la detracción, por parte del vendedor y con destino al Fisco, de parte de los productos vendidos.[17]