Skip to main content

Las contorsiones de la infamia: el bogotazo visto desde la danza

Felipe Cardona

*Foto Archivo El Espectador: fuente del enlace aquí.

*Foto Archivo El Espectador: fuente del enlace aquí.

Apenas apagaron las luces en el Teatro Libélula Dorada, una trompeta soltó un alarido apocalíptico. Se abrió el telón y una melodía de notas arrebatadas se explayó sobre la atenta multitud. Muchos de los presentes resultaron aturdidos por este soplido desenfrenado, sin embargo, para el melómano este divino temblor era reconocible, se trataba de una limpia interpretación de Free jazz.
 
Más la densa melodía no era más que un presagio, un fogoso abrebocas para que, a través de un movimiento cadencioso y desvelado, una mujer se abriera paso desde uno de los costados hacia el centro del escenario. Su danza apresurada podría asemejarse al pulso de un verdugo o el aleteo desesperado de un pez en sus últimos instantes de vida. El rojo y exiguo vestido que envolvía su cuerpo sugería una altivez, un escaso pudor, y es que esta mujer representaba a una prostituta, pero no a cualquiera, sino a una vivaz meretriz de los viejos tiempos, esos tiempos que vieron caminar a Jorge Eliecer Gaitán entre sus calles.
 
Y es que la propuesta del grupo de danza contemporánea 48.9 Pasado Meridiano, dirigido por Marybel Acevedo desde hace varios años, es reconstruir precisamente la vida capitalina en la época del caudillo liberal.  La propuesta artística propone reconstruir la historia de su fatídico asesinato desde la atmósfera divergente de la danza. Una propuesta arriesgada, que entra en disputa con los relatos históricos tradicionales y propone una nueva forma de acercarnos a este hecho que partió en dos la historia de Bogotá.  
 
A través del lenguaje corporal, se devela el destino de cuatro personajes que tuvieron que enfrentar la tarde ignominiosa del 9 de abril de 1948. Cuatro historias de peso anecdótico, relatos que emergen del enlutado poso del olvido para darle una voz, o mejor una postura, a esos personajes que estuvieron presentes en estos momentos de convulsión pero que fueron sepultados en el anonimato.   
 
La primera historia es la de la joven prostituta, que el 9 de abril se encontraba en un café reconocido de la avenida Jiménez llamado el Gato Negro; frecuentado por tinterillos, poetas desaliñados y etílicos periodistas. Ya desde el mediodía el café estaba lleno porque es tradición del bogotano volcarse en la ebriedad desde tempranas horas y más si se pertenece a una profesión estrechamente ligada al arte de la charlatanería y la libación.
 
En un plano abierto, la muchacha baila seductoramente ante la mirada ensoñadora de un grupo de hombres que se levantan de sus mesas e intentan seguirla sin caer en el compás. De pronto un gato negro, encarnado en la figura cimbreante y elástica de una mujer, cruza entre las mesas del café dejando a su paso un halo de misterio, examinando con impresionante detenimiento a los indiferentes borrachines. Sin embargo, sólo la muchacha que baila se percata de esta pavorosa presencia y comienza a gritar desconsolada que será un día negro en la historia de Colombia.
 
Justo después del grito, escuchamos el sonido de las balas y las voces aterradas que anuncian la muerte del caudillo liberal. Entonces se desata el infierno y los iracundos ciudadanos empiezan a enfilarse en una suerte de coreografía siniestra. Aparecen en escena los emboladores, que se dejan seducir por el ritmo acelerado de una tambora caribeña que poco a poco los lleva a un estado de cólera. Con los cajones, estos personajes empiezan a golpear el piso que bien puede expresarse como una percusión que reclama venganza.
 
La habitual tranquilidad de la iglesia nos sirve de escenario para la segunda historia. Un cura que se da golpes de pecho y que se contorsiona como si fuera víctima de un profundo dolor, decide asomarse a la calle para percatarse de la conflagración que ha generado la caída de Gaitán. De pronto, una jauría de religiosos emerge de la oscuridad y lo cerca. El grupo que encierra al aterrado sacerdote parece un grupo de buitres que vuela en círculos alrededor de su presa.  Sin embargo, cuando presentimos lo peor, vemos como la cara del párroco se transforma, del miedo pasa a la tranquilidad, y de la calma pasa a hermanarse con esta diabólica congregación hasta convertirse en el líder de este delirio dionisiaco.    
 
En este punto es evidente la crítica contra el orden católico que plantea la obra.

El repentino arrebato de los religiosos nos hace pensar en una Iglesia, que lejos de llamar a la mesura, alienta a su pueblo hacía los excesos. Este llamado al arrebato encuentra su justificación en el anecdotario histórico donde los religiosos se convirtieron en furtivos francotiradores y paladines de la intolerancia política en los momentos de mayor convulsión.

La próxima escena se abre con un tañer de campanas en contrapunto a la ensordecedora estela del fuego que se desata en Bogotá. En escena aparece la protagonista de la tercera historia. Una mujer vestida con traje blanco que ha escapado desesperada del altar de alguna iglesia.  Parece un fantasma, y su movimiento casi imperceptible recibe los latigazos de un apenado violín que la sigue sin flaquear mientras camina buscando entre los escombros a su futuro esposo.
 
La historia que cierra el espectáculo es la historia de todo un pueblo, que no supo darse cuenta del vuelco que dieron hacia una nueva vida. Todos los personajes entran a escena bailando acaloradamente al ritmo de un vallenato, persiguen a un campesino que lleva una maleta llena de abrigos, y cuando lo alcanzan las ropas saltan por los aires. Las mujeres se pintoretean desmedidamente aparentando payasos y los hombres de cara sucia se visten con abrigos de lino francés sintiéndose impecables. La luz arremete sin darles tiempo de asimilarlo y el foco se apaga lentamente mostrando los rostros llenos de desasosiego. 
 
La obra termina, en los rostros del público se adivina una turbación. La danza ha cumplido, los artilugios del cuerpo han transformado la historia del bogotazo en un relato lleno de poesía capaz de hacer reflexionar al más incauto. En un espacio donde la voz no oficia y la fábula de los acontecimientos se esboza a través de las siluetas, nos encontramos con otra forma de entender de donde venimos y hacia donde vamos.