Un maestro así no se olvida
Enrique Serrano
Álvaro Pablo fue un maestro único. Y se dice fácil ser maestro, pero el secreto está oculto, y con los años se va perdiendo entre los rasgos de un pasado que de modo misterioso se deforma y se aleja. Nadie tiene la fórmula, y cuando se conquista, con harta frecuencia se duda acerca de si esa es en verdad la forma correcta de acercarse a los muchachos que constituyen la promesa del futuro.
Fue alumno de una escuela de maestros orales hace tiempo agotada, y alcanzó con su estilo el milagro de la enseñanza, el secreto misterio del aprendizaje, de la asimilación de un estilo, de una actitud, de unos rasgos del alma. Poseedor de un espíritu que quiere revisar con cuidado el no ofender, pero al tiempo servir a la verdad. Eludiendo todo aquello que nos hace perder el impulso de la sabiduría, ya que no solo del conocimiento. Sabía que es muy difícil estar en lo cierto, y más aún, permanecer en lo cierto.
Lo había intuido desde que era un niño, en medio de su familia tan peculiar, fruto de esa Bogotá ya casi olvidada- pero muy formadora- que fue esa de los años cincuenta y sesenta. En ese mundo todavía provinciano, sólo unas pocas personas tenían una autentica visión del mundo amplia y abarcante, y se preocupaban a través de sus autores y sus lecturas, por ir llegando a afincar ese conocimiento. Ese es el secreto que Álvaro Pablo Ortiz como aprendiz y como tímido profesor, ha dejado a nosotros sobre nuestro país, sus embozados protagonistas y las etapas de su desarrollo. Sobre ese mundo en el que el viejo y denso tejido rural se rompió, y nos dejó habitando en un universo desenfrenado de ciudad y sus complicaciones, que sin embargo es el nuestro.
Álvaro Pablo fue alumno y maestro la vez, una de esas pocas personas siempre dispuestas a invertir su tiempo y esfuerzo en el desentrañamiento de miserias y de trampas que la vida y los seres suelen ponerse en frente, para caer en ellas fatalmente, una y otra vez, como pueriles aprendices. Nunca dio nada por sabido para siempre. Nunca claudicó ante la soberbia del saber, que es tan perniciosa. Una suerte de Marco Aurelio o Séneca del siglo XX, traído hasta nosotros por el destino venturoso. El Alma recelosa de la gente no podrá del todo contra esa fe sincera que sabe lo que sabe y ha aprendido a enseñarlo, y a comunicarlo con gracia y eficacia.
Un personaje: sin duda. Respetable, austero, pero lleno de enjundia, de una pasión contenida y digna, sin dejar de ser por ello menos avasallante. Determinado, pero también benévolo, firme en le cumplimiento del deber. Un maestro que jamás temió ser confrontado por sus alumnos, y que siempre supo que ellos tienen su propia vida y -por tanto- su propio criterio. ¿De qué serviría ser un buen maestro que, por vanidad, menospreciara a sus estudiantes?
Creyó en ellos, con denuedo, sabiendo que, en medio del vendaval de su juventud, en sus mentes se fermentan los saberes y las acciones- y, por tanto- también los logros y las virtudes del futuro. Formarlos de verdad, para que lleven puesta la visera que permite aprender sin tregua nuevas premisas acerca de un mundo incierto. Para que no cedan ante el desaliento, el fatalismo o la indolencia. O la autocomplacencia, inicua y banal. Peligros que se ciernen en contra de la honesta voluntad de comprender, como diría Spinoza, pero que son susceptibles de ser derrotados y puestos al servicio de metas más nobles.
¿Cuántas veces discurrimos acerca de que -aunque el mundo es un enigma-hay ciertas trazas que nos permiten tener certeza de que vislumbramos un trozo del camino cierto, y que podemos confiar en que ese tramo será promisorio, para no caer en la desesperanza, ni en la derrelicta nave del relativismo?
Podría decirse que esa fue la empresa que lo comprometió directamente durante toda su vida. No sólo el compromiso con la verdad que tenía firmemente pegado al cuerpo, sino el esfuerzo por desentrañar todo lo que hace de esa verdad que descubrimos algo difuso. Tratar de cazar todo aquello que nos desvía de lo importante, aquello que nos hace perder el tiempo y el esfuerzo intelectual, para dar cuenta de las cosas auténticas, centrales, importantes y claras a través de las cuales podemos definir nuestra vida, la totalidad de nuestra vida. La individual y la colectiva.
Por eso tenía discípulos que lo oían con avidez, que lo observaban y lo respetaban. Jóvenes que se quedaban pensando en sus argumentos, en el embrujo de sus palabras, en el énfasis misterioso que ponía en ciertas frases, en ciertos asuntos, en ciertos personajes de la vida colombiana. Un país, por demás, poco acostumbrado a verse confrontado seriamente.
Por 44 años fue profesor del Rosario. Una marca distintiva e indeleble para varias generaciones. Desde los años de Castro Silva y de Ovidio Oundjian, hasta el presente abigarrado y ominoso. Sabía que había que tomar el riesgo de afirmar, aun cuando uno suela equivocarse. Y reconocerlo generosamente, cuando así fuera justo. Un santo de la labor de enseñar, un verdadero mártir delas causas académicas. Y todo ello, suavemente, madrugando y tomando tinto, fumando como se solía antaño, con su estampa de rabino y su maleta, tan llenas de oculta alegría, de tesón y de orgullo.
Sus obsesiones contagiaban a sus alumnos, como debe ser en general con un buen maestro. Por eso los llevaba a afirmaciones imprevistas y sorprendentes sobre Bogotá, sobre Colombia, sobre el Rosario, su papel y su destino en nuestro país, sobre los innúmeros fracasos colectivos y los éxitos invisibles, sobre tantos asuntos que nos competen, aunque de buena fe no creamos que sea así. En un mundo que cambia tanto- y tan hondamente- hay que ser audaz, pero no insensato.
Conclusiones tajantes, a veces, apuntaladas sobre argumentos irrefutables-sobre tantos asuntos de nuestra vida colombiana, sobre todo aquello que entre nosotros ha sido pasado por alto, aquello que, a pesar de ser obvio, se olvida fácilmente. Su forma vehemente de hablar, su tono expeditivo y el énfasis que hacía en ciertas palabras muy sonoras, los silencios seguidos de ráfagas entusiastas, su risa contagiosa, la fuerza de la repetición y de la pausa que caracterizaban su estrategia retórica, siempre fueron magistrales precisamente porque no tenían nada de planeado o de impostado. Esa magnífica puesta en escena actoral, quedó grabada en la mente de quienes pudieron comprenderla y disfrutarla, y en los que sabían que participar de ella eran un privilegio y un honor.
Por eso, entre otras cosas, Álvaro Pablo ha dejado una huella imperecedera en la historia de la docencia del Rosario. Para muchos egresados, en eso consiste en verdad la formación que procura la Universidad. No porque los contenidos que presenta sean suficientes o providenciales, sino porque pone en movimiento a las mentes que luego los sabrán discernir.
Este artículo quiere explicar por qué y cómo no podremos olvidar lo que decía, y tampoco cómo lo decía. En la cultura oral de nuestro mundo hay varios misterios, y uno de ellos es como dejar una huella imborrable y contundente acerca de la experiencia y el saber que comunica un maestro. Y es en esta secreta naturaleza de lo sutil en donde radica el secreto de lo imborrable. En que no haya que repetirlo para recordarlo; en que una estampa del pasado nos provea de luz en el presente. Esa imagen nostálgica del profesor Álvaro Pablo, como la de la Luis Enrique Nieto, nos recuerda la gracia de un mundo en el que había un sentido por expresar y compartir, un mundo nuestro, entrañable, que claudica, como todos los mundos, pero que ilumina suavemente, y sabrá hacerlo siempre.