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El Rosario de Alberto Lleras

portada

Parte de las Memorias[1] de Alberto Lleras Camargo (1906-90) discurren en el Claustro del Rosario. En la adolescencia, que principiaba con el “acto ceremonioso” público y litúrgico de vestir los pantalones largos, heredados por “directa línea sucesoria, del hermano mayor o del padre”, ingresó el joven Lleras al Rosario. Vestía un traje gris cedido por su hermano Ernesto, aportando el propio candidato sus “enormes dientes, amarillos desde la adolescencia, dispersos y siempre visibles en involuntaria sonrisa, y un mechón de pelo liso sobre la frente”. “Entre la niebla de la alta mañana”, tomaba el tranvía para acudir a la clase de Lógica, a las siete. El catedrático era el Dr. Rengifo, “hombrecillo de una timidez casi rayana en el pánico ante la inmensa aula, repleta de estudiantes, que se prolongaba casi por cincuenta metros en el costado oriental del edificio, cuyas ventanas, siempre cerradas, daban a la carrera sexta”. A la llegada del profesor, el pasante anunciaba el inicio de la clase, a son de campana. Por la apuntada personalidad del catedrático, la lección padecía de anarquía y dispersión, al punto que se echaba de menos al Dr. Julián Restrepo Hernández[2], “abogado muy notable y profesor contencioso y difícil”.
 

Rengifo se graduó doctor en Filosofía con esta tesis (1906) y fue catedrático desde 1912.

 

 

Todavía eran tiempos de Carrasquilla, quien regentaba el Colegio “desde tiempo inmemorial”. El rector se paseaba por los corredores “aspirando el rapé que le ensuciaba la sotana y le provocaba formidables estornudos que se oían en todo el claustro, enjugados en un pañuelo rabo de gallo, de vivísimos colores. Fumaba cigarrillos Legitimidad, también con delectación, y las fuertes mejillas se ahuecaban hacia adentro en un esfuerzo por llenar bien los pulmones de humo”. No se apreciaba entonces lo perjudicial del hábito ni “se consideraba el fumar una sensualidad impropia de un santo”. El rector, en sus paseos, solía elegir un interlocutor y, cuando le tocó el turno a Lleras, hizo memoria de su tío catedrático, Lorenzo Lleras Triana, pero se le escapó el abuelo rector[3].

 

El Rosario significó para este alumno externo la entrada al mundo de las humanidades, mediante las lecciones de Lógica, Analogía latina y Retórica, que no conociera en la Escuela Ricaurte. La senda, con todo, no era llana ni pareja: la Retórica, en cabeza del cura Jiménez, conseguía “desanimar a los discípulos que tenían que aprender de memoria la Oda a la Zona Tórrida, de don Andrés Bello”; en cambio, las traducciones de clásicos latinos con Restrepo Millán “eran una mezcla casi sacrílega de palabras cruzadas y de inspiración, y ya no las olvidábamos jamás”.
 

El 1-2 del Rosario, en el mosaico de 1909.

 

 

De la vida de los internos del Rosario, apunta que la comunidad se dividía en convictores y colegiales, estos últimos con envidiables privilegios morales y físicos. De los carnales destaca la dieta, pues no padecía del racionamiento y monotonía ascética de la de los convictores. Se comía en el refectorio[4] y a desusadas horas coloniales: almuerzo a las diez y cena a las cuatro, en una mesa. Colegiales y bedeles, que vigilaban las horas de estudio y los dormitorios, comían en una mesa presidida por el vicerrector Jiménez y adornada por Los discípulos de Emaús, de Acevedo Bernal. En esas horas y tal vez para evitar que se criticara la comida, el joven Lleras cumplía la no menos estoica tarea de leerles a los comensales la Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada, del señor Groot, pasajes “tan correctos como pesadísimos, especialmente en esas circunstancias”. ¿Qué comían en esos tiempos? Pues más o menos lo mismo de ahora: “caldos de hierbas y raíces criollas, el arroz, los fríjoles y las papas eran la dura y parca dieta inmodificable”, más el “inexorable postre de trapiche con leche cuajada que cerraba siempre las dos comidas grandes, antes de la oración de gracias”.
 

El refectorio del Colegio, con la obra de Acevedo Bernal.

 

 

De sus condiscípulos convictores (o convictos), hace especial memoria de José Francisco Socarrás[5], cuyas “facciones finas y su piel oscura mostraban ascendencia de color, que por esa época era para la gente del interior cosa extraña, porque no teníamos ocasión de familiarizarnos con los compatriotas de las dos costas”, y cuya memoria fotográfica le permitía recitar páginas enteras de la Metafísica de Carrasquilla. Asimismo recuerda a Pablo Patiño Bernal, exseminarista “tal vez por una desviación de criterio sobre su vocación”, quien ya sabía tanto o más latín y filosofía que los profesores, ataviado de “gafas para la miopía, un gabán negro y largo y tenía un perezoso aire de eclesiástico que acentuaba su sabiduría y su desdén por nuestros esfuerzos en estas materias”. De los solaces non sanctos de los jóvenes de entonces, apenas diremos que tenían lugar los domingos, después de misa. Lo cual no significa que no se observara una disciplina severa y conventual: las Constituciones regían “hasta los gorriones tímidos que daban saltitos alrededor del diminuto jardín que circundaba la estatua de fray Cristóbal de Torres”. Las horas de estudio y de descanso se marcaban por “campanadas que dividían el tiempo en lapsos cortos, pero inflexibles”. A las cinco de la mañana bajaban los internos a la ducha, “por la escalera de Caldas, en cuyo descanso en otra placa aparecía, siniestra y deforme, la ‘Oh negra y larga partida’”. El contacto del agua helada “nos hacía saltar de dolor, como una azotaina[6] inclemente”, operación estimulante de que apenas revivían con panecillos y la tonificante agua de panela. Del desayuno al almuerzo, entre clase y clase, había la alternativa de mantenerse con el tráfico que mantenía el portero de “emparedados y bocadillos de guayaba”.
 

La mítica inscripción de Caldas. No sabemos el paradero de la placa ni del retrato.

 

 

Otro peldaño de la pirámide social del Rosario lo ocupaba el secretario, escogido entre los más distinguidos colegiales que estuvieran a punto de graduarse. Cuando Lleras, lo fueron Antonio Rocha y Carlos Lozano y Lozano; aquel “silencioso, un poco solemne, como un romano”, este “de una inquietud física y cierta incoherencia en la marcha, ambas graciosas y extrañas”. De Lozano destacaba los “grandes gestos de orador, y su voz vibraba como altísimo clarín de combate, tal vez demasiado cantante”, mientras que Rocha “hablaba también con acento oratorio vigoroso, pero en bajo sostenido que les daba especial dignidad a las palabras y a las sentencias de sus oraciones”; en fin, romántico el uno y neoclásico el otro.

 

Otro personaje que aparece en estas memorias es el catedrático Barriga Villalba, con quien la alquimia había cedido su lugar a la Química y “se seguían en los libros los oscuros procesos del carbono o de los metales en sus infinitas variedades y algebraicas descomposiciones”. Para sorpresa del propio memorialista, pudo obtener el cinco en dicho examen. No así en el de Metafísica. Cuando monseñor Carrasquilla, como último recurso para pasarlo, le solicitó “la definición de tiempo en santo Tomás”. Como no la supiera, el jurado decidió dejarlo aplazado, con un dos. Ello significó que Alberto Lleras nunca fue bachiller del Rosario ni siquiera ante las instancias de monseñor, cuando se paseaba “con la cabeza descubierta por la acera soleada de la calle catorce”, de que se acercara a cumplir el requisito. “Así mi carrera académica comenzó mal y la universidad oficial me cerró sus puertas”.
 

La calle catorce, en tiempos de Carrasquilla.

 

 

Lleras fue externo en 1922 y convictor en 1923.

 

[1] Lleras, A. (1997). Memorias. Bogotá: Banco de la República – El Áncora.

[2] Restrepo había llegado a la cátedra de Lógica en 1905. El resto de la biografía en Ortiz, Á. (2003). Historia de la Facultad de Filosofía y Letras. 1890-1930. Bogotá: Universidad del Rosario. Su hijo, José María Restrepo Millán, fue profesor de Latín de Lleras.

[3] Lorenzo María Lleras, quien ejerció la rectoría en el periodo 1843-45 (Lleras pone 1842-46, erradamente).

[4] “En las comunidades y en algunos colegios, habitación destinada para juntarse a comer”, según el Diccionario. El del Rosario quedaba en lo que hoy es el Teatrino.

[5] Socarrás también terminó el bachillerato en el Rosario, en los años 1922 y 23. Recuerda la lectura de Groot y a Lleras Camargo recitando su poesía La agonía de los faunos.

[6] Que también la sufrieron en el Rosario, y no hacía mucho...