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Sobre vivir la experiencia y otros asuntos

Ismael Iriarte Ramírez

portada

Hace poco más de un mes tuve la oportunidad de asistir a un recital de Sting, leyenda del rock y uno de mis artistas favoritos, sin duda una experiencia que difícilmente tendría la oportunidad de repetir, lo que reclamaba la acción de todos los sentidos.

 

Sin embargo, llamó mi atención que muy pocos de los asistentes (cerca de 10000, según las cifras oficiales del remozado escenario capitalino en el que se desarrolló el concierto), parecían ser conscientes del privilegio que representaba la presencia del cantante británico y por el contrario estaban más interesados en capturar el momento para la posteridad.

Este comportamiento colectivo, cada vez más frecuente y dictatorial amenaza con destruir el valor de las experiencias y sustituirlo por un exiguo botín en forma de video de dudosa calidad, que más temprano que tarde irá a parar a las redes sociales como prueba irrefutable de la presencia en determinado espectáculo. Inexplicablemente la posibilidad de ser testigo de una exhibición única e irrepetible ha pasado a un segundo plano frente a estos testimonios, audiovisuales, impersonales y carentes de emoción, que en pocas horas pasarán al olvido.

Esta practica no es exclusiva de espectáculos musicales y es común verla en competiciones deportivas, viajes, reuniones familiares y hasta en rituales sagrados. La necesidad de garantizar la posteridad nos hace renunciar a la experiencia, lo que significa en esencia que preferimos afrontar la vida en forma de recuerdos que, como una realidad tangible y efímera, pero inigualable.

Atrapados en un comercial de televisión

He pasado la mayor parte de mi vida adulta bajo la inspiradora consigna de vivir la experiencia, sin embargo, en las últimas semanas he empezado a cuestionarme sobre la autenticidad de este postulado, que ha demostrado funcionar muy bien para las grandes marcas, pero que en la mayoría de los casos no es producto del ejercicio del libre albedrío que siempre perseguimos.

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No es casualidad que en las últimas décadas los esfuerzos de los equipos de marketing de las grandes compañías se hayan volcado en posicionar valores y experiencias en lugar de productos, lo que no es más que una efectiva fórmula para imponer hábitos de consumo disfrazados de vivencias. Entonces resulta válido preguntarse si ese viaje, esa rutina de ejercicios o ese pasatiempo adoptado recientemente es el resultado de una profunda convicción interior o de una tendencia de mercado.

No significa lo anterior que estemos condenados a habitar un mundo sin experiencias auténticas, pero sí constituye una advertencia de que tendremos que ir más a fondo para encontrarlas, pues en nuestros días parecen estar reducidas al ámbito de la intimidad y de la forma como interactuamos a solas frente a personas, lugares e incluso objetos.

Tal y como lo plantea Fernando Savater en su Ética de la urgencia en estos tiempos de exhibicionismo y vigilancia incesante la intimidad se ha convertido en una aventura, en una conquista. La búsqueda del espacio personal, la negociación de los momentos de privacidad o simplemente el esquivo silencio se convierten entonces en una experiencia memorable por excelencia, una que se encuentra a salvo, al menos en apariencia, del influjo de los comerciales de televisión, o más bien dicho, de YouTube.

Esta concepción reedita la anacrónica y romántica noción de la libertad, no entendida como el libertinaje o la anarquía que hacen carrera en nuestros días, sino emparentada con la voluntad y la autodeterminación, aunque esta en muchos casos se limite al soberano ejercicio de escoger el modelo que hemos de imitar.