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Los Imperios, el nacionalismo y la leyenda negra

Mauricio Botero Montoya

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La palabra Imperio tiene hoy la connotación de imposición por la fuerza, ninguna potencia la emplea para nombrarse a sí misma, como lo hacía el Romano, sin empacho alguno.

La palabra ocupa poco espacio en los diccionarios. Recién los historiadores comenzaron a precisarla. Una definición aproximada es la de, Estados sometidos a una soberanía común.

Los mega imperios que han controlado más del millón de kilómetros cuadrados, apenas sobrepasan el número de 70. (Peter Turchin). El ¿por qué un pueblo y no otro llega a serlo?, nos remite a la teoría del caos. Es un vórtice de energía que no obedece a un claro designio humano. No se sabe qué fuerzas subyacentes lo hacen posible, y es tan impredecible como una borrasca en la naturaleza.

Un Imperio perdura de las alianzas con los pueblos afines que se benefician de él, y se debilita si esa comunidad de intereses se rompe. Cuando se trata de una potencia que privilegia la fuerza sobre las alianzas, no califica como imperio según la notable filóloga, exprofesora de Harvard, María Elvira Roca.
Los imperios más benignos “generadores” suelen tener fronteras con diversos tipos de pueblos sedentarios y/o nómades, con los que aprenden a convivir. Practican así el sistema de alianzas.

Otros llaman a las potencias agresivas, el caso del británico, Imperios predadores, sin cuya expulsión en el siglo XVIII, Estados Unidos habría corrido la suerte de sometimiento que tuvo la India o Pakistán. Lo ocurrido en Australia ilustra el tipo de colonización inglesa: Al llegar a Australia en 1770 la declararon “terra nullius”–es decir, sin habitantes humanos, y procedieron a exterminarlos. La asociación geográfica inglesa calculó que había en realidad 900.000 personas nativas, Oficialmente las definieron como “fieras para cazar”. Pocos sobrevivieron. Por contraste, bajo el Imperio Español (desde el siglo XVI) la iglesia católica había dictaminado que los aborígenes tenían alma. En consecuencia, creó El Consejo y la ley de Indias.

Tras años de investigar dice Roca: “Puede el lector fatigar las leyes británicas y las actas parlamentarias. En vano. No encontrará leyes sobre el trato debido a los indígenas en los territorios que se iban conquistando en Norteamérica o planes para su integración. Simplemente no existen. Nadie se plantea (los clérigos tampoco) que tengan alma, o que necesiten atención hospitalaria o que se pueda pactar con ellos”. (Ob.cit pág. 322). La colonia holandesa en Manhattan pagaba a los colonos por cada cuero cabelludo aborigen, mientras los más prácticos pilgrims, puritanos ingleses, vendían a los indios como esclavos.

Ese método aceptado de gobierno creo tal problema demográfico que las 13 colonias no lograron poblar sino una mínima extensión.  Estados Unidos debió primero independizarse para llegar a abarcar el resto del territorio. Sin ello no habría alcanzado su potencialidad generadora que lo convirtió en Imperio. Como se mantuvo el idioma inglés, resulta un lugar común creer que Estados Unidos es una prolongación de Inglaterra. Es la falacia del, Post hoc ergo propter hoc, “después del hecho luego proviene del hecho”: El gallo canta antes del alba, luego su canto hace que salga el sol.

Estados Unidos se forjó como mezcla compleja de anteriores colonos entre ellos franceses, españoles, africanos esclavizados, remanentes indígenas. Y de colonos ingleses perseguidos en su país por ser calvinistas (no anglicanos). Soñaban con un país de libertad, y por la dolorosa experiencia padecida, desconfiaban de la autoridad, de la intolerancia. El común denominador de esa variedad era no querer ser como Inglaterra. Ese sentimiento se cuajó, luego, en su gran Constitución:   Republica no monarquía, separación de iglesia y estado, defensa de la libertad personal incluso con las armas. Absoluta libertad de opinión. En suma, la antítesis del régimen inglés. Y la Republica (su Constitución no la llama “democracia”) concuerda con la definición ideal de Tocqueville, “La republica es la acción lenta y tranquila sobre sí misma.” (ob. cit. Lucien Jaume.). Si bien Tocqueville “desconfiaba del apetito sin fin de los capitanes de la industria y teme ese futuro.” (Ibíd.)

En Hispanoamérica el clero católico no estaba supeditado, como en Inglaterra, al monarca. Cuando el cura de Las Casas denunció la violencia de los conquistadores la respuesta fue nombrarlo ¡Obispo! Algo impensable bajo dominios protestantes. En este siglo, el primer ministro inglés Tony Blair se convirtió al catolicismo.  Como él designaba a los obispos anglicanos, debió esperar a renunciar al cargo. Empero eso no se toma como discriminación… Se trata de un prejuicio tácito, aceptable e inconsciente. ( Roca, ob. cit.)

La característica del Imperio generador, Romano, Ruso, el de Estados Unidos, y el Español, es la acción expansiva con violencia sí, pero acompañada también del consenso entre los pueblos que lo constituyen. Esos Imperios reproducen sus instituciones, su tecnología (que nunca es “neutra”) y sus valores en los países conquistados. Sin duda usaron la fuerza, pero de cualidad distinta a la de una potencia predadora. Buscan convencer y convertirse en un referente. Aun así, esos imperios crean resistencia a la vez que admiración. Según Cahill: Roma ofrecía la romanización a quien quisiera recibirla y algunas veces, cómo ocurrió con los judíos, quisiéranla o no. Por lo general, sin embargo, todo el mundo se moría por ser romano.

Como solía decir Teodorico, un campechano Rey Ostrogodo “un godo que tenga los medios querrá ser romano; sólo un romano pobre quisiera ser como un godo.” (ob. cit. De cómo los irlandeses salvaron la civilización.
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En el auge imperial las fuerzas de unión, centrípetas, predominan en la consolidación del gran conglomerado.
Las fuerzas centrifugas, localismo, tribalismo y nacionalismo, empiezan a prevalecer paulatina, pero con insistencia, en su ocaso. Tribus invasoras en el caso de Roma (Francos, Lombardos, Godos), o príncipes protestantes en el caso del imperio español. Lo que condenó, dicho sea de paso, a Alemania a estar atomizada en principados atrasados durante varios siglos. Y el nuevo intento de reunificación europea solo llegaría en el siglo XX.

Estados Unidos en su auge de inicios de ese mismo siglo construyó el Canal de Panamá que unió a dos hemisferios e impactó al mundo. Un siglo después (quizás en su ocaso) promete erigir un miserable muro para apartarse del resto de américa latina. Su actual gobierno cree que eso garantiza ¡volver a la grandeza!
Llegada cierta edad los Imperios implosionan, caen sobre sí mismos. Sus antiguos aliados se hunden con ellos. Aunque llamen independencia a esa calamidad.

El nacionalismo, en su forma agresiva explota el instinto de territorialidad de los primates, se hace contra alguien. Es el germen de una guerra perpetua Ad-extra, y, si no hay enemigo exterior, Ad-intra en busca de un “enemigo” próximo. Disuelve la unidad en beneficio de dominadores locales, en oposición a lo universal de un horizonte menos clientelar.

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La caída de Roma generó el feudalismo que es, en lo político, el sometimiento a la voluntad del jefe local, a un horizonte muy limitado.

Los imperios generadores suelen participar de cierto ethos común: 1) globalizan de súbito, aceleradamente y rompen estructuras de poder a donde llegan. 2) Tienen como núcleo constitutivo una muy fuerte religiosidad inicial.3) promueven la meritocracia, premian los logros sin discriminación. 4)Suelen ser autocríticos de sus acciones cuyos resultados asumen.5) Procuran cierta tolerancia en busca de un modus operandi común, en un mercado global, moneda e idioma, y promueven la aceptación de normas de justicia universales frente a las decisiones localistas. 6) La potencia dominante se constituye en gran gendarme, sin lo cual el ordo imperial se acaba. Impone treguas pacificadoras entre gentes lejanas entre sí y defiende a estados pequeños de vecinos más peligrosos que ellos mismos como imperio.7) Aunque sean relativamente benévolos, fatalmente suscitan una relación de amor-odio con los aliados beneficiados, que de algún modo se han visto forzados a pertenecer a su órbita de influencia. Es la llamada “fobia al imperio” o imperiofobia sobre la cual María Elvira Roca, escribió un enjundioso libro (Editorial Siruela, 2017). Libro que está conmoviendo, a la academia europea.

Ella cita al facundo general romano Quinto Petulio quien, en el siglo I, en conflicto con los insurrectos Bátavos, les señaló cómo Roma los protegía de los despóticos tiranos locales y de invasores más crueles como los bárbaros bretones y germanos: “Ochocientos años de prosperidad y disciplina han consolidado esta máquina del imperio romano, el cual no puede ser destruido sin derribar también a aquellos que lo destruyan.”
 La paz, que siglos después se conquistó, duro casi doscientos años en todo el imperio Romano, se llamó paz “Augusta” en nombre de ese Emperador y sigue siendo un referente ideal.

El Imperio Español debió enfrentar los embates expansivos de los turcos contra Europa, mientras al mismo tiempo reprimía a los separatistas protestantes. Sin ese guardián la invasión turca habría cambiado el destino de Occidente, y para la cultura, por ejemplo, el Renacimiento italiano habría sido imposible.

Si miramos al surgimiento del imperio como un orden desconocido que pertenece al dominio de la teoría del Caos, lo cual parece cierto, una igual tolerancia deberá suscitarnos las rebeliones contra ese afán Imperial. Incluso si se reconoce que las naciones envidiosas del esplendor imperial estarían peor si ese foco de energía cesase.

Caída de Roma.
Al caer Roma se colapsa la continuidad del saber y su trasmisión, desaparecen conocimientos básicos de ingeniería, medicina, matemáticas e historia. Se pierde el rigor de la normatividad legal que sustenta la vida civilizada, y los grandes terratenientes se apoderaron de los edificios públicos para construir sus palacios particulares. Se impuso la ley del más fuerte.

Oswald Spengler en “La decadencia de Occidente” ilustra como el pueblo romano fue perdiendo la memoria de ese esplendor, y retrocedió a formas deprimidas de vida. En pocas generaciones los descendientes de los que construyeron el complejo sistema de acueductos imperiales, los miraban perplejos, tratando de comprender para que podrían servir. Y procedían a demolerlos para construir sus viviendas…

El cristianismo, ya inserto en ese cuerpo moribundo, mantuvo la escritura, es decir la memoria. La iglesia que alcanzó a formarse, introyectó en su administración los principios del ordo romano en el periodo de consolidación entre Constantino y la caída de Roma. “Todas las ventajas del soporte de la organización se pierden con la caída del Imperio. No obstante, quedaban unas bases consolidadas y bien aprovechadas para la estructura eclesiástica, que serían de un valor incalculable (…) La organización territorial de la iglesia se crea sobre el esquema de la organización Imperial, creando una jerarquía análoga a la estatal. La civitas romana, la ciudad, fue la sede del obispo y el núcleo del nacimiento de la diócesis (…) calcadas de las provincias imperiales. Si pensamos que tan solo un siglo después los pueblos del norte caerán a sangre y fuego sobre el Imperio, no podremos dejar de reconocer la gran labor organizativa establecida en tan poco tiempo.” (Los cátaros, Jesús Mestre, ob. cit.).

En el proceso de atomización y barbarizacion feudal subsiguiente al colapso, dice Tomás Cahill:
“Se convirtió en tarea del obispo (con frecuencia la única persona que aun poseía libros y que excepto por sus escribas el único que sabía leer y escribir) la de “civilizar” al mandatario bárbaro, introducirlo del modo más diplomático posible a algunos principios elementales de justicia y buen gobierno.” (ob. cit. De cómo los irlandeses salvaron la civilización.)

El trabajo de siglos que costó a los monjes evangelizar a los invasores, en ese aun débil crisol, lo relata Indro Montanelli: “La gramática y la sintaxis eran sumarias y el esfuerzo para acostumbrar a aquella tosca gente, a dar una forma gráfica a su balbuceo gutural y un consecutio más o menos racional a su pensamiento tuvo que ser inmenso.” No en balde se llama Benedictina a esa época, y se encomia esa paciencia creadora que mira la historia Sub specie aeternitatis.

Sin eso es impredecible decir cuánto habría tardado Occidente en salir de esa oscura noche. Lo más probable es que habría quedado sometida a alguna potencia del Oriente próximo.
Los monjes que, con un propósito trascendente sabían leer y escribir, se esparcieron por la desolada Europa y ayudaron a salir del desastre. Eran por lo demás los únicos que tenían noticia de que había existido un gran imperio. Cuando los nuevos gobernantes bárbaros (omito las quisquillosas comillas) declaraban su voluntad al escribano, marcaban una equis, y al lado se aclaraba: “No sabe escribir por ser noble.”

Las ordenes monásticas construyeron escuelas, bibliotecas alejadas de los bárbaros que las usaban para hacer fuego. Y atizaron en sus templos la esperanza en una fe común, durante la época más aciaga de la civilización occidental. Apenas siglos después los reyes empezaron a colegir que las normas por las cuales se regían los monasterios y cenobios (que darían la pauta a las primeras constituciones políticas) no eran meros caprichos, resultaba evidente que la iglesia duraba mucho más que los reinos. Que “la mitra es más antigua que el cetro”.

El fin de un Imperio es apocalíptico. La memoria antigua de cada una de las antiguas religiones que sufrieron el suyo, sopesa el recuerdo de ese trágico imprevisto. Y, les dejó un déjá vu de probabilidad fatal en el sabio relente de su mirada. Mientras la actual cepa de progresismo ilustrado tácitamente omite ese recuerdo en su pre-supuesto lineal de un progreso indefinido. Pero ante la enormidad del riesgo, esa ignorancia no sirve de excusa.

El sustancioso avance técnico de los últimos siglos es apenas un localismo en el vasto tiempo histórico. Y no puede prescindir de esas experiencias. Pues, como diría Mallarmé, un golpe de dados no anula el azar.
En el caso de occidente la memoria de lo ocurrido fue el colapso de Roma. Y esa misma ciudad fue copada por el cristianismo como un símbolo que postula universalidad.

Y esto exige una extrapolación.

La Reforma Protestante.
El catolicismo no fue ni ha sido nacional, ni se sometió a la voluntad de gobierno local alguno, para validarse. Por el contrario, exaltó la “catolicidad” de la raíz griega: lo qué es común a todos.

En contraste el protestantismo del siglo XVI apuntaló los nacionalismos surgidos contra la unidad europea. Y que, so capa de diferencias religiosas, atacaron al imperio español. Fue la mayor expropiación histórica contra los bienes de la iglesia hecha por príncipes locales, quienes atizaban la discusión teológica apropiándose de las riquezas, tierras y construcciones. Administrando, luego, desde el gobierno los diezmos ya obligatorios para todos (creyentes o no), que suplió con creces el escandaloso asunto de la venta de indulgencias en el catolicismo. Venta impulsada por un sector que había llevado a los Medici, la familia de los banqueros florentinos, al papado. ( A León X, Giovanni de Medici, hijo de Lorenzo el Magnífico).

La violenta expropiación de los bienes católicos por los príncipes, es apenas comparable en magnitud a la que haría después la revolución Soviética. La reparación a la que se habían comprometido con Roma, nunca se cumplió. Y para ocultar el asunto arreciaron el ataque con una falsificación masiva de propaganda que abarcaba a España. (Roca, ob. cit.)

Lo católico y lo español era, para Lutero, algo “satánico y del anticristo”, como ese lenguaje no cuadraba bien ya en el siglo XVIII los franceses ilustrados convirtieron a los españoles en “ignorantes” o en “atrasados”, antes de proceder a invadirlos entre 1808 y 1813. Giran alrededor de esas fechas las declaraciones de independencia en Hispanoamérica. Vale decir, fue esa una independencia de ¡Francia! De la hegemonía Napoleónica … Fue una reacción a una acción que llegó de fuera. Y la “Ilustración” francesa nos cayó encima a cañonazos, como una mueca sardónica.

La independencia no fue, como en el caso norteamericano, una lucha de abajo a arriba en contra de una tiranía extranjera. Fue producto de la invasión francesa al Imperio Español que ya había cumplido su ciclo, tras tres siglos de pujanza. Pero que dejó bien vivos a los pueblos aborígenes conquistados, a diferencia del británico en Norteamérica.

Inglaterra y Holanda perpetuarían la leyenda de la superioridad racial y cultural frente a la “atrasada” España. Cualquier cosa que se dijera de ella pasaba por cierta. El caballo de batalla favorito y de aceptación general ante el grueso público fue y es la Inquisición. Tanto en las películas en la que se destaca con efectismo el sadismo, como en los viejos cuentos. Mostraban explícitamente que eran los padres Dominicos, es decir los magistrados, los directos torturadores. Y no, como en efecto ocurrió, los gobiernos seglares quienes llevaban a cabo la sentencia. Y a eso redujeron la Edad Media, ante teleaudientes ávidos de emociones que los hicieran sentir superioridad moral frente al pasado católico.

 Nadie respondió. Los propagandistas repetían “quien calla otorga”, aun si los recios irlandeses preferían el giro “a un bagazo poco caso.”

Pero la respuesta llegó. Con el Vaticano II, la iglesia católica abrió a los historiadores todos los minuciosos procesos inquisitoriales en que rigió esa institución. El número lamentable de penas de muerte fue de tres mil. (Henry Kamen, Gustav Henningson, María Elvira Roca, pág. 278 Imperio fobia.)

En Cartagena de Indias en el palacio de la Inquisición hubo cinco ejecuciones en doscientos años por motivos no siempre religiosos (falsificación de moneda, aduanas etc. asuntos que también manejaba ese tribunal judicial.) Con la leyenda negra, que el imperio español no se ocupó demasiado en desmentir, se erigió, por ejemplo, el anglicismo en Inglaterra que asesino a más personas durante el reinado de Isabel I, que la Inquisición en toda su historia. Si ella no acababa con el catolicismo no podría reinar por cuanto su nacimiento fue adulterino como hija de la decapitada Ana Bolena. Y su legitimidad no sería reconocida. Fue el suyo una cruel persecución masiva ya sin los bemoles legales de ninguna Inquisición, que la historia no duda en señalar. En términos legales un retorno a la arbitrariedad despótica de la barbarie. Pero que las películas inglesas aun silencian. La distorsión de la propaganda es tan notaria que al rey español Felipe II lo muestran como a un camandulero ignorante, y no como un matemático versado en astronomía y rodeado de lo más granado de sabios y científicos como se lo facilitaba el manejo de un Imperio.

Mientras que el aporte intelectual que hizo el fundador del anglicanismo, Enrique VIII, fue escribir un argumento en 1523 ¡favorable a la primacía papal! Ese libro ni lo mencionan, tras erigirse en cabeza del separatismo y expropiar a los monasterios. Intente el lector hallarlo en google. Las referencias son casi inexistentes. Prefieren deleitarse en sus notorios uxoricidios. Pero dan por averiguado que era muy superior en todo a Felipe II.

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Y sobre silencios acomodados y muy hábil desinformación, forjó el nacionalismo Guillermo de Orange en los países bajos, quien mantuvo a los católicos en un apartheid en su propia tierra. Esta horrible persecución solo ahora sale a luz, pero-claro- sin mayor divulgación. Prevalece el veneno de esa propaganda en el católico promedio o el propio español que la introyectó. Se da por sentado su inmutable validez. Como decía Einstein, es más fácil deshacer un átomo que un prejuicio. Sobre todo, cuando se niega su existencia.

Al uso masivo de la imprenta y la habilidad difusiva y de la caricatura demostrada por Orange, los estadistas españoles respondían con gruesos tratados llenos de cifras que nadie leía.

Las fuerzas centrifugas: Inglaterra, partes de Alemania, Holanda y los reyes nórdicos. Cimentaron así su legitimidad contra el Imperio español, pero como la deslealtad no era de buen recibo la adobaron con el descredito de todo lo católico. Crearon la leyenda negra que ni la iglesia (por razones pastorales legitimas) ni España, quisieron o supieron contestar.

El brillante libro de María Elvira Roca (que sí lee esos tratados), es el fin de esa tregua desde el terreno de los hechos, no del dogma, ella no es creyente (lo cual manifiesta). Su obra de filología concuerda con los historiadores ajenos a la apologética de nación o de credo, pues a esta altura ya no se trata de eso.
Revela los hechos factuales hasta hoy empañados por siglos de prejuicios que perpetuaron la propaganda. Y con éxito legitimaron así sus estados nacionales, evitando devolver los bienes expropiados. Ni siquiera necesitaban levantar iglesias, se las tomaban.

El papado abrió los archivos de la Inquisición, a los que asisten con regularidad los historiadores.  No desea herir a las sectas, muy por el contrario, aguardó con paciencia benedictina, (casi ¡cuatro siglos!) para contestar sin ofender. Lo que queda claro es que las luchas intestinas subsiguientes al siglo XVI entre las propias sectas protestantes, que alegaban la libertad de interpretación bíblica, produjeron más decesos que su guerra contra el catolicismo.

En términos políticos la reforma protestante fue un disolvente de la unidad europea imperial regida por España. Sirvió de pretexto a los nacionalismos y al retorno, en el caso alemán, a formas feudales ya abolidas, consolidando los principados. En el libro, The shaping of the modern mind, Crane Brinton, reitera que el protestantismo, en especial su variante anglicana y luterana, fue un apoyo decisivo para el nacionalismo disolvente de la unidad europea, y que, al subdividirse en centenas de sectas dio paso al escepticismo, al relativismo axiológico socavando su propio fundamento en los siglos subsiguientes. Y éste si es un derivado teológico irónico, el catolicismo es de nuevo mayoría en Alemania.

Para completar el digresivo pero necesario salto, según Roca, el fenómeno imperial a veces viene en pares, en gemelos antagónicos: Roma vs. Cartago, España vs. Turquía, Estados Unidos vs. Rusia. Hay una repelencia casi física entre esos imperios excluyentes. La tensión no se zanja por un cambio de régimen o de ideología en uno u otro imperio. El antagonismo continúa incluso si hay coincidencias ideológicas. Esto lo ilustra una intermediación papal para que las “diferencias” entre Carlos V y Francisco I, cesaran. Carlos V respondió que no existían tales diferencias pues ambos querían apoderarse de Milán.

Desde luego hay abismos entre cada Imperio así sean de la misma cepa de los “generadores.” Roma, arrasó con Cartago. Estados Unidos tuvo bombas atómicas durante varios años antes que su rival histórico, pero no se le ocurrió bombardear Rusia.

¿Cuál habría sido el desenlace si, a mano cambiada, la ventaja la hubiese alcanzado el régimen de Hitler o el de Stalin? La benevolencia existe aún en escala relativa.
 
La Educación.
El cultivo del conocimiento está ligado a la noción de imperio. Se destaca la invención de la escritura en el Sumerio, y sus usos en el Egipcio y el Romano.

Carlomagno en el año 787 pedía a los monasterios enseñar las letras “a los que, Dios mediante, puedan aprenderlas…” Se crearon escuelas en conventos y catedrales.  Con el tiempo los magistrados se escogieron entre el clero que a menudo empezó a confundirse con el sistema judicial. En suma, resultaba preferible ser juzgado por letrados que exigían testigos. Preferible en todo caso a la arbitrariedad de los nobles barbaros que torturaban y quemaban, sin otro criterio superior a su propio interés. Ese avance casi no se nota visto desde el siglo XXI, hay que remontarse a lo que existía antes, para percibirlo. Y gracias a la iglesia de sus escuelas y seminarios surgirían las primeras universidades en Occidente.
 
La Revolución Copernicana.
El imperio español tenia las mejores universidades de su tiempo, como suele ocurrir en los imperios. Acogió la teoría heliocéntrica del astrónomo y religioso católico Nicolás Copérnico (1473-1543).  Y bajo el gobierno de Felipe II (1527-1598), la enseñaron las principales universidades españolas, Alcalá, Valladolid, Salamanca en donde se convirtió en enseñanza obligatoria. La negaron con vehemencia la universidad de Oxford y la Sorbona. (Nunca se disculparon por ello, eso solo lo hace la iglesia).

También prohibieron la hipótesis del heliocentrismo “católico”, las universidades protestantes de Zúrich, Rostock, Tubinga y Wittemberg. Lutero citaba la frase bíblica “se detuvo el sol” para refutarla. Esto ahora se lo atribuyen, muy orondos, a la Inquisición. Él, en su visceral odio contra España, no menciona en sus extensos escritos siquiera una sola vez la palabra “América”. Mientras el Imperio español y desde luego el Papa sopesaban lo que decían todas las universidades respecto al cosmos, sin distingo de credos, como un acto normal e informativo de gobierno.

Con razón dice M.E. Roca “El Imperio español es una unidad histórica ya fallecida cuya comprensión escapa por completo a la histografía occidental hoy vigente… Las naciones y las religiones que se formaron contra el imperio español no pueden prescindir de la leyenda negra porque se quedarían sin historia… el mundo protestante necesita culpables, enemigos, un diablo que explique lo que va mal, como toda corriente histórico-ideológica que nace contra algo. Es un mundo moralmente dual. Los nacionalismos funcionan de la misma manera. Esto en la mentalidad católica no se ve ni se comprende, porque el catolicismo no nació ni se ha mantenido contra algo. En consecuencia, el protestantismo no podía ser sino la historia de un éxito. De otro modo, ¿Cuál sería su razón de ser? ¿Cómo justificar el cisma’? (ob. cit. Pág.477).

La incomprensión actual respecto a ese Imperio, injusta como lo es, no es sorpresa si tenemos en cuenta que el promedio culto contemporáneo piensa ¡que fue la iglesia la responsable del oscurantismo medieval!
 Incómodo tratar este asunto con la dualidad católico-protestantes que suena anacrónica, pero esa época así lo exige. No hay otra forma. Y su atrocidad nos salpica como la sangre a un gladiador en la arena. Fue un divorcio violento. “Una casa dividida, caerá”, según parafraseaba a la biblia Toynbee, al referirse al cisma. Y sugiere que puede estar ahí el inicio del fin de toda la civilización occidental.

El caso Galileo.
Y luego de Copérnico, vino el caso de Galileo que se debe entender como una discusión académica a favor del heliocentrismo o en contra, pero que debía ser probada. De lo contrario el defensor o el impugnador debía aclarar que se trataba de una hipótesis y no de una tesis. Galileo, bien conocido del Papa, llevaba más de diez años atacando en su cátedra la posición de Copérnico. De súbito con observaciones hechas con un nuevo telescopio, escribió un texto diciendo, por fortuna, lo contrario. Pero sin comprobar debidamente su observación como es, aun hoy, necesario hacerlo en las universidades. Es decir, para la iglesia ya esas disputas no eran asunto de fe. Se decidiría luego definitivamente a favor de Copérnico (como lo quería la academia española), gracias a la observación factual de Galileo, cuya hipótesis solo sería comprobada más tarde, ya con dignidad de tesis, por Kepler.

En Europa en el año 2009, dice María Elvira Roca: Un 30% de los estudiantes piensa que Galileo fue quemado en la hoguera por la Inquisición. El 97% está convencido de que antes de eso fue torturado y casi el 100% cree que la frase “Eppur si muove” fue realmente pronunciada por el italiano (…) El afortunado invento de esta frase se debió a Giuseppe Baretti en Londres en 1757. Galileo jamás fue torturado. Ni siquiera estuvo en prisión. Su condena consistió en rezar 60 veces los salmos penitenciales bajo arresto domiciliario, pena que pasó en villa Medici, uno de los más bellos palacios de Roma, con fuentes y jardines propiedad del gran duque de Toscana su protector. Abandonó villa Medici para irse a Siena al palacio del arzobispo Ascanio Piccolomini a descansar. Frente a este éxito rotundo de la propaganda frente a la historia, puede ponerse como contrapunto de la ley del silencio el caso de Antonio Lavoisier, uno de los padres fundadores de la Química. Casi nadie sabe que fue guillotinado en 1794 con una excusa cualquiera, “La revolución no necesita científicos ni químicos.” (ob. cit.), dijeron. ¡A eso llevó la llamada ilustración!  Culminó en la época del terror, y coronó luego en el régimen del bonapartismo.

Ni Galileo ni Copérnico, que lo antecedió, optaron por el protestantismo. Podrían haberlo hecho.  Si fuese cierta la propaganda protestante, es milagro que no se les hubiera pasado por la mente. En realidad, les habría repugnado la propuesta. Entre otras cosas por la estrechez que eso habría implicado. Preferían una institución con más de 1500 años de historia universal asumida, con errores y todo, que una novedad sustentada en gobiernos locales.