Cómo ser feliz con solo un zapato
Ismael Iriarte Ramírez
Todos los individuos que salen en la foto miran hacia abajo como por mutuo acuerdo, con expresión sombría, apagada; parecen peces enlatados. El pie de foto rezaba: «Es posible que Japón se haya convertido en un país próspero, pero la mayoría de estos japoneses cabizbajos no parecen demasiado felices». La fotografía dio la vuelta al mundo.
La foto que se describe en este pasaje de la novela Los años de peregrinación de un chico sin color, del escritor japonés Haruki Murakami, con seguridad hace referencia a la estación de Shinjuku, que a diario recibe un promedio de tres millones y medio de personas, lo que le ha valido para ser reconocida por El libro Guinness de los récords, como la más activa del mundo. Sin embargo, este lóbrego panorama bien podría retratar la cotidianidad de cualquiera de las grandes urbes de nuestra región y claro está, también resulta adecuado para representar la marcha de los ruidosos y en ocasiones poco aceitados engranajes que mueven a Bogotá.
Tsukuru ignoraba si la mayoría de los japoneses eran de veras infelices o no. El motivo por el que todos los pasajeros que bajan las escaleras de la atestada estación por las mañanas miran hacia abajo no es porque sean infelices, sino más bien porque están atentos a sus pasos. En las grandes estaciones, en las horas punta, eso es vital para no tropezar, para no perder un zapato. En el pie de foto no se mencionaba ese motivo, que es el verdadero. Además, es posible que nadie que camine mirando al suelo con un chubasquero de tonos oscuros parezca feliz. Aunque, por supuesto, quizá esté justificado llamar sociedad infeliz a aquella en la que uno no puede ir al trabajo todas las mañanas sin preocuparse de perder un zapato.
Y aunque perder un zapato probablemente no sea la principal preocupación de los bogotanos, este riesgo latente entre los viajeros de la estación de Shinjuku, resulta también válido para establecer un paralelismo con una serie de circunstancias que terminan por convertirse en obstáculos para que los habitantes de esta capital alcancemos el estado que en estas líneas llamaré felicidad. Entendido este término no como un espíritu festivo o la propensión a interminables celebraciones, ni como una actitud positiva y estoica frente a la adversidad. Tampoco pretende este artículo profundizar en los aspectos neurológicos que se desarrollan con suficiencia y precisión en los trabajos de uno de los grandes referentes de la Universidad del Rosario, el doctor Leonardo Palacios.
El tipo de felicidad que traigo a colación es más de carácter institucional que personal y hace referencia al reconocimiento de la búsqueda de este estado como un fin legítimo de las sociedades. Para alcanzar este noble propósito no basta con plasmarlo como un derecho constitucional, como sucede con la carta política de los Estados Unidos de América, ni incluirlo como uno de los pilares del plan de gobierno de mandatarios dictatoriales populistas en Suramérica, sino que es necesario llevarlo a la práctica con políticas púbicas efectivas, infraestructura, cobertura de salud, seguridad y justicia, lo que ciertamente resulta mucho más difícil que conservar los zapatos al salir del tren.
De la misma forma en la que el joven Tsukuru, protagonista de la novela de Murakami, encuentra justificable la actitud de los apesadumbrados viajeros, es posible también entender el grisáceo velo que en cualquier mañana amenaza con cubrir la vida de los bogotanos, que no solo deben lidiar con un transporte público insuficiente e inhumano, la inseguridad y los interminables desplazamientos, sino también con dificultades mucho más profundas como más de una década de administraciones locales desastrosas y el mar de dudas que deja la actual, alimentadas por la anacrónica y peligrosa lucha de clases que promueven soterradamente algunos precandidatos presidenciales, que hacen del resentimiento y la frustración su mayor capital político, mientras que la ciudad continúa creciendo de manera poco sana y la búsqueda de la felicidad corre en muchos casos la misma suerte de los zapatos perdidos en la estación.
A todo esto podría sumarse el fenómeno un tanto más etéreo, que un poco en broma y muy en serio, Carlo M. Cipolla señalaba como “una de las más poderosas y oscuras causas que impiden el crecimiento del bienestar y la felicidad humana”[1]: la estupidez, sobre la que el historiador italiano agregaba “Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”[2]. Esto en esencia nos convierte a todos los habitantes de esta ciudad, sin excepción aplicable, en potenciales estúpidos, debido a la precaria concepción y aceptación que tenemos del ‘otro’ y no se trata de un clamor por la ilimitada tolerancia frente a la degradación de las personas y las más respetables instituciones, como la familia, sino de la legitima demanda de reconocimiento de todos los individuos como sujetos de derecho… Y claro está, de deberes, lo que también parece ser una tarea pendiente.
No pretende este breve escrito imponer una visión fatalista o determinista de las cosas, muy por el contrario es un llamado de atención a interesarnos más por los aspectos que inciden en mayor o menor medida en nuestro propio bienestar y a aprovechar al máximo las posibilidades que se nos presentan para hacer la diferencia, tal vez sea tiempo de entender que aportamos más a la sociedad acudiendo a las urnas cuando somos convocados, realizando cada día nuestro trabajo con honestidad y profesionalismo y respetando los derechos de las personas que nos rodean, que inundando las redes sociales con publicaciones vacuas, que en el mejor de los casos se pierden en la maraña de estos medios, e incluso llegan a acabar con la armonía entre colegas, amigos y familiares. Entonces, solo entonces, podremos dejar de preocuparnos cada mañana por evitar perder un zapato y empezar a remplazar el sombrío gris de nuestras fotografías por tonos más alegres.
[1] Cipolla, C. M. (2001). Allegro ma non troppo, il Mulino. Crítica. P. 71
[2] Cipolla, C. M. (2001). Allegro ma non troppo, il Mulino. Crítica. P. 90