Autor: Benjamín Raphael Quesada
Miembro Grupo Mutis
Profesor Principal Facultad de Ciencias Naturales
Mientras el contagio del COVID-19 avanza, con más de 800 000 casos confirmados a la fecha, varios usuarios de los medios de comunicación y redes sociales están señalando signos de progreso ambiental como una perspectiva esperanzadora en medio de la pandemia viral.
Temporalmente, se ha registrado una caída de 25% de emisiones de dióxido de carbono en China durante un periodo de 4 semanas, +85% en días con buena calidad de aire en más de 300 ciudades chinas entre enero y marzo de 2020, una reducción importante de dióxido de nitrógeno (NO2, un contaminante atmosférico resultante de las actividades de transporte y plantas de energía) en todas las ciudades del mundo con medidas de cuarentena. Circulan fotos virales mostrando la naturaleza que retoma sus derechos (delfines en la bahía de Cartagena y su color azul turquesa). Esto nos lleva a reflexionar sobre por lo menos dos aspectos: 1) que estamos viendo solo una cara de la moneda; 2) que es temporal.
En paralelo, el monitoreo y cumplimiento ambiental se reduce. Por ejemplo, a finales de marzo de 2020, la administración Trump permitió a las empresas romper las leyes de contaminación, por lo que que no se enfrentarán a sanciones por contaminar el aire o el agua. En el pasado, durante las grandes recesiones solo hubo pausas en la creciente tendencia de emisiones de gases de efecto invernadero.
Tanto la pandemia COVID-19 como el cambio climático son crisis mundiales con el poder de descarrilar las economías y matar a millones de personas. El impacto del virus ha sido repentino y dramático; en cambio la crisis climática es lenta y constante, aunque no menos mortal. El cambio climático trae falta de alimentos y agua potable, desplazamientos, desaparición de tierras y especies, aumento de plagas o eventos extremos. Tan sólo en Japón, una intensa ola de calor en 2019 provocó más de 100 víctimas mortales y 18.000 ingresos hospitalarios adicionales.
No hay pruebas científicas para afirmar que la deforestación es una causa del surgimiento del coronavirus humano. Sin embargo, la literatura especializada reciente ha mostrado cómo la deforestación puede ser un fuerte impulsor de la transmisión de enfermedades infecciosas. Por ejemplo, científicos estimaron que un aumento del 10% anual en pérdida de bosques provocaba un aumento del 3% en los casos de malaria.
Muchos virus existen inofensivamente con sus animales huéspedes en los bosques, porque los animales han co-evolucionado con ellos. Pero los humanos pueden convertirse en anfitriones involuntarios de patógenos cuando cambian los hábitats de estos animales. Esto explica la sospecha del vínculo entre degradación del hábitat de murciélagos y pangolines en China y el Covid-19, un virus muy parecido al descubierto en estos animales. Se ilustra así otro de los ejemplos de soporte a la vida que ofrecen los bosques: la mitigación de plagas, crucialmente afectado por la deforestación.
Aunque la pandemia del coronavirus es una opción única para reflexionar y pensar el mundo del futuro, es un suspiro de corta duración en cuanto a impactos ambientales. El sistema económico que potencia el cambio climático y la deforestación sigue en pie y sólo cambios estructurales permitirán reducir las amenazas ambientales.