Autofagia social o resiliencia
Germán Ortiz Leiva
A propósito del más reciente reconocimiento mundial, el Premio Nobel, a la investigación médica, resulta interesante discernir desde el ejercicio de la comparación metafórica cómo, desde los mismos procesos biológicos o físicos, se intenta diagnosticar y tratar enfermedades inherentes a la psique humana que configuran la compleja naturaleza del hombre.
La Academia Sueca distinguió, en 2016, los estudios del biólogo japonés Yoshinori Ohsumi sobre la célula humana y de cómo ella se encarga de renovarse cuando hay necesidad de hacerlo. Este proceso natural de reciclaje celular, autofagia o autoalimentación, como también se le conoce, explica el proceso genético de cómo una célula es capaz de destruir sus propios contenidos, tras encerrarlos en membranas, para trasladarlos a un punto en su interior, conocido como lisosoma.
La comprensión profunda de la autofagia data de comienzos de los años noventa, cuando el doctor Ohsumi encontró que con el proceso biológico se daban dos tareas fundamentales de sobrevivencia celular: el reciclaje de aquellos componentes dañinos e inservibles, a la vez que la degradación para mantener y mejorar incluso la viabilidad de la célula viva.
Al enmarcar estos estudios de reciclaje celular en el campo de lo social podemos, al menos, prever la existencia de un proceso en la psique humana que, así como ocurre en nuestras propias células permanentemente, renueve la vida psíquica de todos los individuos para desprenderse de todo aquello que pone en entredicho y enferma nuestras vivencias más profundas. Un tipo de autofagia psicológica o incluso social.
En otras palabras, el poder tratar las dificultades que nos agobian como individuos y sociedad, de manera similar a como lo hacen las células que nos configuran, a la par de renovar tales contenidos de la existencia que nos causan estragos como las desigualdades, la injusticia, el dolor moral o la humillación, entre otros.
La idea de resolver nuestras deficiencias o, si se quiere, taras, mediante un tipo de proceso viable que esté bajo nuestro control, nos confronta con las dificultades mismas de la condición humana al tratar de llevarla a una existencia plena de felicidad –casi utópica–, con la que se espera superar definitivamente las carencias sociales y espirituales que parecen acompañarnos siempre.
Friedrich Nietzsche, por ejemplo, creó la idea de un superhombre como resultado de la presencia de seres excepcionales que se atreverían a transformar todos los antiguos valores y crear nuevos, a partir de su propia vida como ser extraordinario, y con un poder fecundo hasta el punto de actuar casi como dioses.
La estrategia nazi creyó en la posibilidad de seleccionar genéticamente lo deseable ante lo indeseable para proteger y fortalecer lo mejor de ellos frente a lo nocivo que representaban los seres débiles y todos aquellos que no hacían parte de la raza aria.
Otros sencillamente abandonan abiertamente su condición de hombres para dejarla en “manos de Dios”, de tal manera que así podrán desaparecer todas sus frustraciones y ansiedades hasta el límite de sentirse casi en una condición insuperable de bienestar físico y espiritual que supere la desesperanza inherente a la condición humana.
Dejando a un lado tanto el sentimiento utópico como el pesimismo que acompaña la comprensión de las acciones de los hombres y sus implicaciones, se pone en discusión la capacidad humana en torno a seres concebidos integralmente desde lo biológico, lo sicológico y lo espiritual, para expulsar de sí mismos todo aquello que nos causa malestar, nos hace vulnerables, nos entristece o nos causa dolor.
Es aquí donde aparece otro concepto que ha hecho carrera en los últimos años hasta el punto de correrse el riesgo de desvirtuarlo en su significado original. Se trata de la llamada resiliencia que acompaña cada vez más a foros públicos e instituciones, popularizándose rápidamente con las más disímiles explicaciones bajo charlas de motivación personal, seminarios masivos de ventas, encuentros de gestión estratégica, marketing político e incluso planeamiento militar, con la idea de sopesar las eventuales dificultades del hombre contemporáneo con el lema tú puedes a pesar de.
De manera general, la resiliencia es la capacidad que los materiales tienen de acumular energía elástica antes de volverse viscosos o entrar en régimen de fluencia o deformación irrecuperable. Bajo ciertas condiciones, los materiales sometidos a tensión o estrés darán un valor indicativo de su fragilidad o tenacidad al punto de la fractura o el rompimiento.
En el marco de la vida psíquica el término fue adoptado por el psiquiatra francés Boris Cyrulnik para reconocer la capacidad que tenemos –en principio todos los seres humanos sin distinción– para superar circunstancias difíciles (traumas o dolores morales, por ejemplo), mediante una reacción resiliente que ayude a superar la adversidad.
Como lo advierte el neurosiquiatra Jorge Barudy, no es una receta para la felicidad, sino una actitud vital positiva que estimula a reparar los daños sufridos mediante acciones constructivas enmarcadas en valores que, en situaciones extremas, son imprescindibles como el amor o la solidaridad.
Hay momentos en la vida de cada persona en que el entorno circundante pareciera colapsar, se impone la desesperanza y se esfuma la autoestima. Sin embargo, el readaptarnos con rapidez a estas otras circunstancias no solo nos permitirá soportarlas sino, sobre todo, superarlas humanamente por encima de la presencia del agente perturbador o del ámbito adverso.
Es de esperar que en un mundo anhelante por el éxito, la indiferencia y baja solidaridad sean el común denominador de muchos proyectos de vida en busca de logros importantes. Pero, igualmente, la otra parte de la humanidad comprende muy bien la necesidad de contar con mejores oportunidades para todos, a pesar de las circunstancias que acontezcan.
Ante la imposibilidad de una autofagia social, debemos reaccionar de manera resiliente para reponernos del infortunio, sin desconocer que nuestra condición humana es limitada y compleja y, por tanto, cohabitan en ella sentimientos y valores tan disímiles como el miedo, la frustración, la rabia, la alegría, la compasión, el respeto, la ira o la solidaridad, entre otros muchos.
Barudy lo sintetiza de esta forma: “Cuando un niño sea expulsado de su hogar como consecuencia de un trastorno familiar, cuando se le coloque en una institución totalitaria, cuando la violencia del Estado se extienda por todo el planeta, cuando los encargados de asistirle lo maltraten, cuando cada sufrimiento proceda de otro sufrimiento, como una catarata, será conveniente actuar sobre todas y cada una de las fases de la catástrofe: habrá un momento político para luchar contra esos crímenes, un momento filosófico para criticar las teorías que preparan esos crímenes, un momento técnico para reparar las heridas y un momento resiliente para retomar el curso de la existencia”.
*Profesor de Ética y Opinión pública en la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario. En la actualidad dirige un Observatorio sobre Libertad de expresión.