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Acercamiento a la tristeza que impulsa a destruir: lo siniestro, la envidia y la sonrisa

Hernán Urbina Joiro

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Camino a superar la pérdida, invitando a encontrar nuevos significados a quienes no pueden hallarlos, cegados por el resentimiento, la sonrisa además sería señal de derrota de lo siniestro y del miedo a no redimirse, que es lo que realmente sufre quien envidia.

Leer la colosal revisión de Élisabeth Roudinesco, Freud en su tiempo y en el nuestro, en instantes en que un yihadista se hace explotar frente a un festival de música en Alemania, no puede sino generar inquietudes sobre «aquello» que desde dentro motiva a los seres humanos a cometer actos desconcertantes. Mucho se ha escrito sobre la tergiversación morbosa de las ideas de Freud e incluso de su presunta decadencia, pero una conclusión muy bien elaborada por Roudinesco —la adelanta en la introducción de su libro— puede ahorrarnos discusiones sobre Freud: «[Su] poderío parece más vivo que nunca cuando más se intente erradicarlo».

Repasar al ensayista del inconsciente entre las angustias de la época actual puede exigirnos una revisión de muchas cuestiones; al menos, revisar el significante de las palabras siniestro —no todo «lo siniestro» lo es en realidad—, envidia —que, más que una complacencia narcisista, parece la comunicación de una inmensa tristeza— y sonrisa —que, más que una respuesta mímica primitiva, implica el triunfo maduro ante lo siniestro y la envidia.

Un concepto freudiano provocador ha sido el de la envidia causada por la fantasía de castración infantil, de mujeres como hombres. Pero la lectura de envidia en lo freudiano hoy parece girar sobre la pérdida de lo más valioso para alguien, que puede incluir los padres, la patria, la libertad, el derecho a alimentarse, a vivir en paz, inclusive la aspiración a ser una persona notable. Sin embargo, la envidia entraña inevitablemente angustia. No es casual que envidia derive del latín invidĭa, que significa corroer, roer, concomerse, consumirse. En su Diccionario de psicología, Friedrich Dorsch definió la envidia como un sentimiento de displacer, de disgusto, que no permite sino sufrir la risa del que está alegre y satisfecho, porque [el envidioso] envidia en el fondo un sentimiento del que él es incapaz.

«Nada tenemos que decir de la soledad, del silencio y de la oscuridad, salvo que estos son realmente los factores con los cuales se vincula la angustia infantil, jamás extinguida totalmente en la mayoría de los seres», escribió Freud en su ensayo sobre Lo siniestro, donde además consignó: «Lo siniestro sería aquella suerte de espantoso que afecta las cosas conocidas y familiares […] Frente a las vivencias reales [de lo siniestro] solemos adoptar una posición uniformemente pasiva —estamos a merced de esa angustia— […] En cambio, respondemos en una forma particular a la dirección [de lo siniestro] del poeta —allí participamos activamente en la ficción—», indica Freud. Aquí afloran varias inquietudes: ¿Qué induce a ver —o a la ceguera de confundir— como enemigo a lo que es familiar? ¿Estamos paralizados —o familiarizados— con el nihilismo de estos días? ¿Por qué lleva la pérdida —la envidia—  a algunas personas a extremos tan siniestros?

Otro principio psicoanalítico advierte que la fantasía —lo no actuado— y la realidad —lo actuado—, son situaciones intercambiables. Así, el nihilista —en la acepción de Vargas Llosa: el fanático abocado a la destrucción del otro y en última instancia de sí mismo, sin presentar una alternativa a la realidad social que quiere aniquilar— anda  despojado —real o simbólicamente— de lo que tenía por más valioso. Allí podría estar una respuesta a una de las inquietudes arriba planteadas: ¿por qué lleva la pérdida —la envidia—  a algunas personas a extremos tan siniestros? Tal vez el nihilista repudia la alegría de otros por tener la auténtica vivencia de haber sido desposeído de ella y al parecer solo podría sonreír con la sonrisa de los antifaces.

Otros autores, como M. Klein, Ferenczi, Rank, entre muchos, elaboraron distintas causas de la envidia que en el fondo anidan ese sentimiento de castración —de pérdida— que propuso Freud. La envidia es tan humana —incluso solo humana— como todas nuestras angustias, pero, siendo tan destructiva para el individuo y sus semejantes, no podría haber una «envidia de la buena». Tal vez se confunda, en ese caso, la envidia con la noción de admiración que acompaña muchas veces al deseo de emulación. La envidia es muy nuestra: Octavio Paz escribió en Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe que «la pasión que corroe a los pueblos hispanos es la envidia» y al recordarlo en este instante es inevitable evocar a dos grandes envidiosos hispanos —máximas autoridades de las letras en sus países— que en vano intentaron aniquilar a dos de los más queridos genios de la literatura universal. 

Vicente Huidobro era el «Poeta Nacional» de Chile y director de la revista Vital, cuyo lema rezaba: «Contra los cadáveres, los reptiles, los chismosos, los envenenados, los microbios, etc, etc.». Allí maltrató a un joven que empezaba a conmover al mundo con Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Huidobro dedicó todo el número de su revista en enero de 1935 a «demostrar» que Pablo Neruda había plagiado su Poema 16, incluido en Veinte canciones de amor, a partir del Poema 30 de la obra El Jardinero del Nobel indio Rabindranath Tagore. Huidobro «denunciaba» que la primera línea del poema de Tagore decía: Tú eres la nube crepuscular del cielo de mis fantasías y que la primera del poema de Neruda expresaba: En mi cielo al crepúsculo eres como una nube y tu color y forma son como yo los quiero. Y así siguió citando ambos poemas sin agudeza alguna de «Poeta Nacional», sin ningún estudio sobre las nuevas construcciones de cada texto ni la significación de cada obra —es más largo el poema de Neruda y con otro poder cognitivo. Huidobro remató sintomáticamente su escrito: «¿Es que mi presencia en el mundo es un obstáculo para la felicidad del señor Neruda y sus amigos? Siento mucho no poderme suicidar». Neruda siempre sonrió. Nunca se defendió de Huidobro.

En junio de 1971, el Premio Nobel Miguel Ángel Asturias acusó a Gabriel García Márquez de haber plagiado a Balzac para construir Cien años de soledad. Asturias dijo al periódico español Triunfo que la novela de García Márquez plagiaba La búsqueda de lo absoluto. El diario Le Monde y la agencia de noticias France Press distribuyeron en diversos idiomas la «denuncia» que, a ocho columnas, en primera plana, había hecho desde España el Nobel guatemalteco. Balzac había narrado la historia de Balthazar Claës, un hombre que a sus 49 años descuidó su matrimonio, tras hablar con un polaco errante y obsesionarse con el sueño de los alquimistas de transmutar el plomo en oro y duplicar lo que había en la naturaleza. Los experimentos de Claës acabaron con sus finanzas, su matrimonio y su vida. Mientras agonizaba, su yerno leyó en un periódico que el polaco errante había vendido a otra persona el secreto de los alquimistas. Sin hacer ningún análisis sobre el alcance de cada obra, ni sobre las profusas construcciones en Cien años —hay más cuestiones que los trabajos de alquimia del primer José Arcadio—, Asturias intentó exterminar a quien, de veras, lo destronaría como rey de la novela hispanoamericana. Gabo siempre sonrió. Nunca se defendió de Asturias.

Pero la generalizada envidia hispana de que hablaba Octavio Paz tal vez sea la que afecta a mortales distintos a Neruda y García Márquez, envidiados por auténticas autoridades, aunque, de todas maneras, por autoridades que arrastraban la angustia del que se siente castrado o atemorizado por la posibilidad de no brillar igual que ese otro que se envidia. A propósito, los genitales son designados como vergüenzas —el vocablo vergüenza viene del latín verecundae y de allí surge verecundae partes o genitales—. De modo que quien nos envidia podría tratarse solo de un castrado —un sinvergüenza—, alguien sin nada que perder.

Sin embargo, volviendo a reparar en lo más siniestro de estos días, es de temerse que la sombra del nihilismo, nacida de la pérdida —fantástica o real— en hombres y mujeres que lo destruyen todo, nos haya quitado de momento la autoridad de reír. Reír viene del latín ridēre, que significa expresar alegría con movimientos de la cara y del cuerpo, con sonidos, es decir: dominado totalmente por el regocijo. De momento, no parece apropiado reír a carcajadas frente al terror de los extremistas. Vuelven las inquietudes: ¿qué ha llevado a ver —o a la ceguera de confundir— como enemigo a lo que es familiar? Pues las ideologías no solo pueden generar sombras —como toda luz—, sino que también pueden ser causa de ceguera y llevar a esgrimir razones irracionales, como las que masculla el nihilista, cuando en verdad ha sido encandilado con la linterna del cazador, que en la noche enceguece con su luz a la presa antes de dispararle.

Más inquietudes. ¿Estamos paralizados —o familiarizados— con el nihilismo? Freud advertía que «frente a las vivencias reales [de lo siniestro] solemos adoptar una posición uniformemente pasiva», que estamos a merced de esa angustia. Pero también es de temerse que muchos hayan empezado a sentir lo siniestro como «familiar», a anestesiarse frente al nihilismo, a ayudar —sin saberlo— a darle forma a lo que Hannah Arendt nombró «la trivialidad del mal», razones banales, a fin de cuentas, que pueden llevar al exterminio de todo un pueblo.

Sonreír significa reír sin alardes, sin gestos ni ruidos; una actitud elaborada y respetuosa. Tal vez no sea apropiado, de momento, reír a carcajadas después de tanto terror; pero sí podríamos, mientras recomponemos lo que se ha estropeado, sonreír e invitar a otros a sonreír y a recomponer. Camino a superar la pérdida, invitando a encontrar nuevos significados a quienes no pueden hallarlos, cegados por el resentimiento, la sonrisa además sería señal de derrota de lo siniestro y del miedo a no redimirse, que es lo que realmente encarna el que envidia. 

Siendo la envidia un problema primitivo, se superaría al evolucionar el yo, al vencer esa enorme tristeza de derrota. Pero ese esfuerzo no es de poca monta. Abarca también recomponer  mucho en lo político, lo social, lo económico. Pero es posible porque no todos han perdido para siempre la confianza y eso, incluso, representa a la esperanza entera. Claro, esto si es que se afirma por dentro algo de vitalismo, no como ciencia ni credo, sino como defensa de la vocación vital de lo humano. Un  escéptico muchas veces es alguien que no puede pensar.



Lecturas recomendadas

Roudinesco, Élisabeth. Freud en su tiempo y el nuestro. Debate. 2015. Barcelona.

Freud, Sigmund. Lo siniestro. En: Tomo III. Obras Completas. Madrid. Biblioteca Nueva. 1996.

Huidobro, Vicente. Revista Vital. El affaire Neruda-Tagore. Enero de 1935. Santiago de Chile. Aquí.

Pacheco, José Emilio. Apostillas literarias. Asturias y García Márquez: Epílogo de una tragicomedia. 3 de marzo de 2007. Aquí.

Urbina Joiro, Hernán. Blog de hernan.urbina.joiro. De la pérdida. 11 de septiembre de 2011. Aquí.