El corredor de los desplazados por la violencia
Jesús David Carrillo Aranda
La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011) fue diseñada por el Ministerio del Interior, con el objetivo de atender, asistir y reparar integralmente a las víctimas del conflicto armado interno. Hasta el momento, el proceso de reparación integral no demuestra avances significativos. Lo que ha sucedido se asemeja a lo que pasó con la Ley 975 (Ley de Justicia y Paz), durante el primer gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Los infinitos trámites administrativos han impedido atender y verificar todas las solicitudes de las víctimas.
Las acciones para repararlas están detalladas en el capítulo III de dicha ley. Desde el inicio, se empieza aclarando que “de no ser posible la restitución (…) el Estado colombiano adoptará las medidas requeridas para la restitución jurídica y material”. Gran parte de los terrenos despojados se encuentran en zonas que aún están bajo el dominio de los grupos armados, principalmente las FARC y los Urabeños, por lo que se reconoce la dificultad de que muchas de las víctimas puedan regresar a las tierras que reclaman. Sin embargo, lo poco que se ha avanzado da idea de qué tan complicada puede resultar la reparación.
A finales de 2014, la Fundación Forjando Futuro -que se dedica a recolectar y documentar los casos de las familias reclamantes para ayudarlas con el trámite ante la Unidad Especial de Tierras- advirtió que, al paso que iba, el Estado tardaría más de 500 años en atender todas las solicitudes. La Ley 1448 tiene un costo estimado de 55 billones de pesos, de acuerdo con el Consejo Nacional de Política Económica y Social (Conpes). Está concebida para ser ejecutada durante dos lustros, por lo que debería finalizar en junio de 2021. El Gobierno se trazó como meta restituir seis millones de hectáreas. Hasta el momento solo van 94 mil.
El presupuesto de este año es de 6,4 billones para la Ley de Víctimas y 674 mil millones de pesos para la Restitución de Tierras. El principal problema es que el monto que calculó el Departamento Nacional de Planeación (DNP) en el Conpes no sería suficiente para lograr lo planificado y producirá un vacío fiscal. A la fecha, hay unos 360 mil reclamos de tierra en espera de ser atendidos; de esos se han radicado formalmente ante los juzgados el 20% y solo ha habido sentencia en el 3% de los casos; es decir, en los tres años que lleva la ley no se ha cumplido ni siquiera con el 1% de lo que pretende restituir el Gobierno.
Existen 15 tribunales especializados en restitución de tierras, a nivel nacional, pero en ellos no hay casi procesos. Ese es el caso de Barrancabermeja que, a pesar de ser un punto neurálgico y tener registrados el mayor número de predios abandonados (772), en el tribunal especializado de dicho municipio solo tienen radicados seis procesos.
Santander es un departamento que tiene 30 537 kilómetros cuadrados de superficie, prácticamente la misma extensión que un país como Bélgica. Pero mientras que en este último viven once millones de personas, en el primero no hay más de tres millones. Es un territorio grande y geoestratégico a nivel regional, al que han llegado los desplazados, huyendo de la violencia que los despojó de sus hogares.
El informe oficial más reciente del progreso de la Ley de Víctimas lo realizó la Contraloría General de la República, hace dos años. Ahí se especifican las solicitudes de las víctimas por departamento y municipio. En Santander hay registro de 4030 predios abandonados, 1510 solicitudes de reclamación, 371 solicitudes microfocalizadas, 36 062 hectáreas reportadas en abandono y 86 964 reclamadas por alguien. El informe destaca que gran parte de las solicitudes no obedecen a despojo de tierras, sino a procesos de terrenos baldíos.
En el departamento solo hay cinco municipios que registran procesos de restitución de tierras a víctimas de desplazamiento. De ellos, los que más reportan terrenos abandonados son Cimitarra (10 561 ha), Barrancabermeja (9134 ha) y Sabana de Torres (8036 ha). A pesar de haber sido el destino de cientos de desplazados en la última década, Bucaramanga no aparece dentro de la lista. Pero, más allá de la focalización de las zonas críticas, lo que más preocupa a las autoridades del departamento es que de las 86 964 hectáreas que reclaman, solo se haya podido identificar y comprobar el estado de 24 918 de ellas.
La inseguridad sigue siendo un impedimento para verificar las condiciones de los terrenos reclamados, particularmente en la zona del Magdalena Medio (donde se encuentran la mayoría de los municipios críticos de Santander). Todos tienen intereses en el flujo de caja que se mueve gracias a la refinería de Barrancabermeja: los políticos, los comerciantes, los ganaderos, los campesinos, los narcotraficantes, las FARC, el ELN y las Bacrim. De esa parte no se han movido -ni se moverán- porque, desde la década de 1980, cuando Pablo Escobar incendiaba el país mientras se divertía en la mítica Hacienda Nápoles, se ha sobrevalorado cada metro cuadrado que hay allí. Los intereses de algunos terratenientes y delincuentes son más fuertes que las peticiones de restitución de las víctimas.
Por otra parte, el departamento sigue siendo la ‘glorieta’ más cercana para llegar al sur del país, al noreste y al noroeste. Ese es el valor agregado que tiene: uno puede estar en menos de diez en horas en el Caribe, en el Pacífico o en Bogotá. Por eso tanto la fertilidad de los suelos, como la riqueza mineral y agrícola que pueda haber en esas tierras, hacen que los que tienen el poder (armas) y el dinero para comprar complicidades y títulos de predios, al final despojen al que sea que haya que despojar, con tal de expandir el latifundio.
Se volvió una constante que, en Colombia, se presente el desplazamiento forzado en aquellos lugares donde hay recursos naturales, sobre todo oro y petróleo. También que los principales afectados terminen siendo los campesinos, que solo buscan sobrevivir de lo que pueden cultivar, o de la coca que los bandidos les han impuesto cultivar. Peor aún -después de ser tan recurrente-, se volvió normal asumir que el desplazamiento era una consecuencia secundaria de la guerra frontal entre el Estado y los grupos al margen de la ley. Por eso el problema quedó marginado, en la mayoría de cascos urbanos, en la periferia de la ciudad.
La realidad demuestra que el problema no puede estar fuera de la lista de prioridades, en un escenario de posconflicto. Hay que recordar que las bandas criminales, que progresivamente se han ido apoderando de las ciudades, son una potencial amenaza de desplazamiento interno, en algunas de las capitales del país. Las migraciones internas, que se han presentado por décadas entre varios municipios y departamentos de Colombia, podrían reproducirse en las grandes urbes como Cali, Barranquilla o Bucaramanga. Sucedería, sobre todo, porque los desmovilizados de las guerrillas que no se reinserten a la vida civil seguirán delinquiendo, con el agravante de que ahora controlarán y azotarán los centros urbanos.
Los desplazados son la escoria que surge de la disputa por el territorio. Son víctimas del oro, del coltán, de las refinerías, de los ganaderos y de las multinacionales. Son víctimas de la riqueza de la Pachamama y de los interesados en ‘amamantarse’ de ella a como dé lugar. En fin, son ‘algo’ a lo que hay que prestar atención, antes de que la solución a sus problemas se vuelva insostenible; aunque, desde un inicio, se haya sabido que costaría más de lo presupuestado.
Hay que identificar cuántos son, de dónde provienen, cuándo y por qué los sacaron de donde estaban, qué dejaron atrás y qué perdieron. No se puede reparar justamente a todos, pero, basados en esos interrogantes, hay que determinar con la mayor precisión posible qué se necesita para hacerlo. Para que la Ley 1448 dé resultado, el Estado -aunque parezca obvio- no se puede dejar intimidar de los grupos ilegales.
Aunque el discurso de las FARC haya perdido su vigencia ideológica, es cierto que a cientos de municipios, veredas y corregimientos todavía no llega la ayuda del Estado. No hay, ni ha habido, una presencia real que se evidencie en servicios básicos como agua potable y alcantarillado, salud y educación. Por eso los terroristas se han apoderado del control de dichos territorios y han perpetuado la inseguridad, la pobreza y el sufrimiento. A donde impera el crimen de la mano con la corrupción oficial, no pueden llegar el progreso ni las oportunidades.
Según el Ejército, más del 50% del Magdalena Medio ha sido considerado como “zona roja”, durante los últimos treinta años. Es decir, desde 1985 (“el peor año” de la historia de Colombia, llamado así por la Toma del Palacio de Justicia, el 6 y 7 de noviembre; y la tragedia de Armero, cinco días después) no ha dejado de representar un peligro ser pobre y vivir en los valles que colindan con el río más importante del país. En esos lugares, los menos favorecidos son los que soportan la guerra: ellos ponen los combatientes, los ultrajados, los muertos y los desplazados.
Más allá de las discusiones informales que puedan surgir sobre la autonomía y los recursos de un territorio que siempre ha estado en disputa, aparecen las demandas reales de un grupo como el Ejército de Liberación Nacional (ELN): la tortura eterna del Gobierno, en lo que tiene que ver con las políticas minero energéticas; mientras los terroristas farianos sostienen que la tierra es la causa fundamental del conflicto, los terroristas elenos insisten en que son los recursos y su explotación, que principalmente favorece a multinacionales extranjeras que terminan saqueando la riqueza nacional.
Como consecuencia del rifirrafe que han tenido ambas guerrillas con el Gobierno de turno, ha aumentado el número de víctimas: hasta que no se negocie algo puntualmente (y se apruebe), no se podrá garantizar la seguridad de ningún desplazado que viva en zona roja o esté amenazado. Por eso es necesaria la firma de la paz, al menos para avanzar en el compromiso de reparar integralmente a las víctimas.
Por qué el panorama no es muy esperanzador? El próximo año se cumplirá la mitad del tiempo estipulado para la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Al paso que van no habrán atendido, ni siquiera, el 10% de las solicitudes. El mismo Gobierno ha dicho que, en medio del conflicto, “es muy complicado” que el proceso de restitución de tierras tenga un impacto y que sus resultados sean los esperados. Por lo pronto, el Magdalena Medio seguirá en el medio: siendo el peaje de las desgracias de aquellos que buscan y esperan una seguridad estatal que, hasta el momento, es igual de precaria en los Montes de María como en Cimitarra.