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Los hechiceros y el pensamiento religioso. (La apuesta de Malafouris)

Juan Pablo Quintero

Los hechiceros y el pensamiento religioso. (La apuesta de Malafouris)

Muchas de las escenas que se encuentran en las pinturas rupestres o en objetos tallados a lo largo de Europa parecerían retratar escenas de la vida cotidiana de la gente que vivió durante el Paleolítico superior. Escenas de cacería de ciervos o de bisontes, ataques de osos, manadas de caballos salvajes o domésticos, conjuntos de manos humanas en positivo y en negativo, etc., tienden a interpretarse como descripciones del entorno inmediato de la gente que vivió en Europa entre hace 40 000 y 13 000 años. Hasta cierto punto da la impresión de que se trataba de una especie de manuales de instrucciones para sobrevivir en la Era del Hielo. De hecho, en algunos casos, representaciones realistas como las de los bisontes de la cueva de Altamira, o la del ciervo herido con lanzas dibujado en la cueva de la Peña de Candamo, –ambas cuevas en España– o la del bisonte persiguiendo a un humano en la Roc de Sers, en Francia, parecerían respaldar tales ideas. Pero estas hipótesis no explican por qué comienzan a aparecer este tipo de expresiones artísticas de repente en la historia de la humanidad y, mucho menos, por qué aparecen otras muchas más de índole, aparente o evidentemente, sobrenatural. 

La imagen de un hombre mitad ave en la cueva de Lascaux, en Francia; o el hombre con cabeza y cola de bisonte tallado en la cueva de Gabillou, en el mismo país; o la abstracción de un humanoide con cuernos en la cueva La Pasiega, en España; o el hombre-león tallado en el colmillo de un mamut lanudo, encontrado en Hohlenstein-Stadel, Alemania, permiten suponer que detrás de su creación existió algún tipo de noción mística. Tanto así que a estos extraños personajes se les denomina “hechiceros” o cosa semejante. Obviando el hecho de que lo extravagante o desconocido se tiende a interpretar como resultado de complejos rituales religiosos o de creencias mágicas –la escena de una cópula grabada en la cueva de los Casares en España, por ejemplo, es llamada la hierogamia, o cópula ritual–, es claro que sus autores no estaban combinando distraídamente partes de distintos animales en una misma figura con propósitos consecuentemente banales.

Si se asume que detrás de estas creaciones aparecen, en efecto, los síntomas tempranos del pensamiento religioso, vale la pena retomar el debate entre Steven Mithen y Lambros Malafouris, a partir de la pregunta  de por qué el pensamiento religioso no se puede pensar sin la cultura material, para cerrar la discusión –iniciada en el número anterior– Las venus y el pensamiento religioso.

El debate se puede resumir de forma más sencilla: ¿qué fue primero, la cultura material o el pensamiento religioso? Primero es importante aclarar que, si bien las conductas rituales preceden temporalmente al pensamiento religioso, estas no constituyen la causa. Es decir, las creencias sobrenaturales requieren de las conductas rituales, pero no viceversa. De ahí que se le pueda atribuir a muchas actitudes animales un comportamiento ritual sin que implique necesariamente un sentido sagrado. 

De acuerdo con la hipótesis de fluidez cognitiva, propuesta por el arqueólogo Steven Mithen, las ideas religiosas son explicaciones del mundo contraintuitivas; es decir que vulneran la percepción intuitiva de la realidad con el propósito de capturar la atención de la mente humana y resaltar significados. Para Mithen, la cognición fluida de la mente permite imaginar “naturalmente” tales ideas; pero el problema es cómo recordarlas y transmitirlas. Y es ahí cuando la cultura material tiene un papel fundamental, ya que la entiende como la representación externa de las ideas contraintuitivas a las que se les imprimen rasgos de la percepción intuitiva del mundo, para asegurar la transmisión cultural de los conceptos religiosos. En esta perspectiva, los hechiceros son la representación de ideas preconcebidas; es decir que la cultura material asociada a la experiencia religiosa funciona como una especie de anclaje material de la experiencia, como un epifenómeno.

Lambros Malafouris objeta que la suposición implícita de la prioridad ontológica de las ideas religiosas sobre su expresión material no permite entender por qué y cómo emergen los conceptos religiosos en el contexto de la evolución cognitiva humana. Para el autor, la cultura material no es un epifenómeno, sino que está en el centro de la capacidad humana del pensamiento religioso. Desde su juicio, los objetos se deben entender como signos “enactivos[i], que dan a luz, en lugar de ser meras proyecciones de ideas preexistentes.

Esto quiere decir que el significado cognitivo de los hechiceros va más allá de ser herramientas mnemotécnicas. La imagen no es solamente un anclaje material, es un anclaje material que enactúa y objetiviza, en lugar de solo representar, la interacción entre lo intuitivo y lo contraintuitivo. La figuración no refleja simplemente semejanzas visuales, sino que establece categorías ontológicas. Las imágenes de hombres-ave, hombres-león y hombres-bisonte que aparecen en el arte del Paleolítico superior, son medios tangibles de integración entre lo humano y lo animal, de modo que la dimensión “criatura sobrenatural” puede surgir. Es decir que la cultura material permite la emergencia de la actitud trascendental. 

Para entender la propuesta de Malafouris sobre cómo se originó el pensamiento religioso, el autor sostiene que es necesario estudiar independientemente sus 3 ingredientes fundamentales: el animismo, el antropomorfismo y la actitud trascendental.

El animismo es una parte de ese aspecto humano de la inteligencia social que se llama Teoría de la Mente –ToM[ii]–, por medio de la cual se puede pensar sobre el contenido de la mente de otras personas. Se refiere a los procesos con que los humanos atribuyen estados mentales inobservables a otros. Permite, en ese sentido, las relaciones sociales y la atribución de inteligencia.

Desde el punto de vista neurológico, ToM se ha relacionado con el área cerebral causante de los fenómenos autoscópicos, la conjunción temporoparietal, cruciales en el desarrollo de la actitud trascendental (creencias en lo sobrenatural).

En las situaciones autoscópicas, el yo se experimenta a sí mismo más allá de los límites corporales. Esto pudo dar pie al origen del concepto del alma y a otras experiencias religiosas. En algún momento de ToM se da una hipertrofia de la cognición social, que permite expandir los límites de la mente social para incorporar elementos y cosas inanimadas. No es una falsa atribución de agencia, pero en el contexto de la experiencia religiosa, la hipertrofia funciona como una estrategia de atención selectiva, memoria y expansión del esquema corporal. La autoscopia implica también la capacidad de imaginar cómo nos está viendo lo que nos rodea, lo cual genera comunidad ritual.

Por su parte, el antropomorfismo es la atribución de características humanas a cosas no humanas. Para Malafouris, este aspecto se debe entender como una proyección metafórica, un mapeo conceptual entre un dominio fenoménico familiar, o concreto, y uno abstracto. La función de la metáfora es proyectar, no representar, la estructura de un dominio significativo de la experiencia. Y el dominio de la experiencia más evidente es el de la corporalidad de sí mismo y, a partir de eso, se hacen las metáforas sobre lo demás, como asignarle conductas humanas a los animales o viceversa[iii].

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El antropomorfismo es un rasgo no muy distinto a la paridolia*, según la cual los seres humanos le atribuyen rasgos reconocibles a cosas sin forma: entender caras en cualquier cosa que tenga dos puntos y una raya, ver la cara de un líder en las uvas pasas, encontrar animales en las nubes, atestiguar la presencia de mujeres y cangrejos en las fotografías satelitales de Marte e, incluso, discernir ritmos conocidos en los ciclos de la lavadora. Esto implica la realización de un lenguaje respecto a algo en común que, junto con el animismo y la autoscopia, supone que las personas que me rodean entienden las cosas de la misma forma que yo, y así se construyen categorías en conjunto.

A través de estas tres dimensiones, los seres humanos interactúan con el mundo material. Las imágenes tienen esa propiedad: crean categorías ontológicas que comienzan a existir y a transmitirse culturalmente. La escena plasmada en la cueva de Chauvet, al sur de Francia, bautizada “La venus y el hechicero”, muestra detalles no muy claramente reconocibles de las características típicas de una venus paleolítica. Junto a su imagen se encuentran dos felinos, un mamut y un buey almizclero; mientras que a su izquierda se encuentra un hombre-bisonte: el hechicero.

Las imágenes fueron diseñadas en momentos distintos, siendo la venus aparentemente la primera. Lo curioso es que, a pesar del tiempo, no se sobreponen unas y otras. El significado de esta escena, sin duda alguna, va más allá de ser un manual de instrucciones. Lo que hay acá tampoco es la simple representación visual de ideas preconcebidas en la mente humana. Se trata, más bien, de un escenario en el que confluyen aspectos naturales y sobrenaturales que no nacieron de la imaginación de una sola persona. La escena se reproduce diacrónicamente dándole vida y significado cultural a las imágenes.

La hipótesis de Malafouris no solamente muestra cómo la cultura material es crucial para el pensamiento religioso al crear categorías ontológicas. También explica por qué, a través de la cultura material, actualmente concebimos la noción de pensamiento religioso a través de las venus y los hechiceros, pues son categorías reconocibles.

 
 

* En español, la raíz griega eid- ha pasado como id-; e. g. ídolo, idolatría, etc. Por ello es preferible paridolia a pareidolia. N. del. C.

 

Referencias:

Malafouris, L. (2007). The Sacred Engagement: Outline of a hypothesis about the origin of human ‘religious intelligence’. In Barrowclough, D.A. and Malone C. (eds) Cult in Context, Reconsidering Ritual in Archaeology. Oxford: Oxbow Books, 198-205.