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Los edificios, los perros y los otros

Manuel Guzmán Hennessey

Los edificios, los perros y los otros

A un edificio burgués parisino llega un nuevo inquilino a sacudir el aire fosilizado de sus habitantes ídem. Se trata de un japonés sensible que descubre y valora la inteligencia que irradia la portera (la ha visto una vez).

¿Y quién es ella? Una señora cuya cultura supera con creces la de la artificiosa comunidad a la que sirve (quise decir “clase social”). “Viuda, bajita, fea, rechoncha, pobre, insignificante, discreta y sin estudios”, alterna sus abrires y cerrares de puerta con lecturas que oscilan entre la Ideología alemana y La guerra y la paz. Escucha ópera, ve buen cine y se mueve como pez en el agua por las no muy tranquilas en que naufragan tanto la fenomenología de Husserl como el idealismo de Kant.  

Una chica, también sensible, que ha planeado la manera de partir de aquel mundo, no sin antes incendiar su piso –pero eso sí teniendo buen cuidado de exonerar de las llamas a sus conspicuos vecinos–, coincide con el japonés en la alabanza de la señora Michell, la portera, y se sorprende: “Es la primera vez que conozco a alguien que busca a la gente y ve más allá de las apariencias. Puede parecer trivial pero yo creo, sin embargo, que es profundo”, piensa.

La escena teje la trama del libro La elegancia del erizo, de la escritora Muriel Barbery, compuesto como una extensa sinfonía de movimientos allegro y assai, intercalados por chispeantes intermezzos, concebidos bien como “ideas profundas” o bien como “diarios del movimiento del mundo”. Y ambos recursos logran su cometido de una manera exquisita. El agudo realce de las ideas profundas va dando cuenta de un mundo que no alcanza a conmoverse con lo que Nietzsche llamó “Lo humano demasiado humano”. Y de esta manera nos enteramos cómo aquel apocado universo de la alta sociedad va consumiendo sus energías entre conversaciones elementales y chismecillos simples, cuando no maquinaciones perversas y lógicas absolutas.

Un ascensor ornado de bronces es testigo de las idas y venidas de cuatro señoras perfumadas que ya no saben a qué dedicar sus tristes tardes; y que algunas veces coinciden en el carromato vertical o bien con un adusto comerciante de armas, un bruñido Consejero de Estado o un charlatán de la prensa gastronómica, a cual más destinados, como anillos al dedo, para cada una de ellas, sus damas consortes.

Uno de los hijos –¡vaya uno a acordarse cuál!– es imbécil. Otra también, y otro más no lo es, pero en cambio vive tan aplicado a las anfetaminas como la señora Michell a la literatura rusa. Renée Michell, la portera del número 7 de la calle Grenelle de París, es la heroína de esta columna, ya lo habrán adivinado.

El decorado se completa con una mujer cartuja, chiquita, escurridiza, de las de poco fiar (habrán visto de esas en otros edificios). Permitirán que revuelva a mis ilustres inquilinos en este relato, al desgaire de mi frágil memoria, pero eso sí, sacando del atado a nuestra chica que “en hallándose cierto día” encerrada por diez minutos en el vetusto ascensor, aprovechó para elucubrar con el japonés sobre el mundo y sus preguntas, sobre los seres humanos que lo habitan y padecen, y sobre aquella paradoja, más común de lo que muchos pudieran imaginarse, y que consiste, dos puntos, en que más de una vez, en el mundo de los altos, medianos y bajos edificios, pasa lo que no se espera, desafiando con ello “toda humana previsión”[1].

Suele ocurrir en algunos edificios, por ejemplo, que la cultura y el disfrute del arte y de las humanidades suceden más cerca de la portería que de los mullidos sillones de las deshabitadas bibliotecas, como aquella (sea bueno recordarlo) que algunos cuentan que ostentaba un expresidente de Colombia, y que se distinguía (ella, no él) por combinar el color de sus simétricos volúmenes con la textura de las paredes y los manteles.

A la muchacha del 7 de la calle Grenelle (vamos a llamarla así mientras busco su nombre), le fue suficiente la encerrona del ascensor para preguntarse por qué, en la opulenta sociedad de hoy día, hemos devenido en desaprender a ver más allá de nuestras precarias certezas, lo cual nos lleva, anota ella, a lo que es aún peor: haber renunciado a conocer a la gente.

Y bien, “conocer a la gente” es una idea que aquí quiero explorar.

Conocer en el sentido más genuino y humano, la más grande riqueza de que podríamos disponer y el más grande renunciamiento que hemos convenido, sin saberse por qué, quienes vivimos en las grandes ciudades. Enredados como estamos entre miedos y pesares, habitamos los conglomerados urbanos que se atiborran entre avenidas de vértigo y edificios altos, medianos y pequeños, adonde nadie se preocupa por conocer a nadie. Ni mirar nunca a nadie, ni interesarse por la vida de nadie. Es la ciudad así una sombra de sí misma, y nosotros, sus víctimas, monologantes fantasmas que vamos por sus tripas rumiando nuestras angustias. Entre “laberintos, retruécanos y emblemas”[2].

Estoy pensando en Pedro, Luis y Wilmar, y en Rosita y Maribel, los porteros del edificio Balcones de San Diego de Bogotá, vidas tan llenas de riqueza verdadera como la de la portera del Grenelle de París, conocida por muchos como “la ciudad luz”, no precisamente por la luminosidad inherente a las relaciones entre sus humanos sino a la profusa iluminación eléctrica que exhiben sus hermosos edificios. No se podría pregonar de la comunidad de mi edificio lo que anota nuestra muchacha del 7 de Grenelle: cuando la gente pasa por delante de la portera no ve más que vacío porque se trata de otra persona, no de ellos mismos. Aquí sucede que los porteros forman parte de la comunidad, como sucede también en los muy pocos barrios de esta grave ciudad, como éste de La Macarena, en donde aún se conservan las virtudes humanas de la comunicación y la vecindad.

Y esto de “ser uno mismo” en el otro, aunque es un concepto difícil de entender y aún más de asimilar, es la medida exacta de la compasión y de la solidaridad. Sin recuperar esta categoría de la otredad, no habrá paz en Colombia. Verse es el valor supremo de la convivencia. Verse entre humanos, iguales como somos en nuestra pura esencia, paso indispensable para después conocerse. No nos bastará con seguir construyendo guetos entre esa otra categoría de los “iguales” (los que excluyen), acaso para protegerse de quienes consideran “los demás y distintos”. Fortalezas inexpugnables para apartar al otro, comunidades encerradas en sus tristes soledades, esclavos afuera, bien afuera y bajo el sol, para cuidarlos de los extraños, pregonarán algunos.

Para conocerse como individuos es necesario reconocerse primero como humanos.

Existe en las culturas del norte de Natal, en Sudáfrica, la tradición del sawa bona, saludo cotidiano que significa “te veo”.
Cuando dos personas se cruzan, no en edificios sino en aldeas, en un camino común, una explanada agrícola o un ritual colectivo, no buscan rehuirse como ocurre con la mirada de quienes habitamos la “civilización”. Por el contrario, se buscan con los ojos y se encuentran en el saludo que da sentido a la existencia, el sawa bona. Entonces el otro (que aquí va sin comillas) contesta sikkhona, que significa “estoy aquí”, “existo, debido a que he sido reconocido por tí”. Es el otro quien le da la existencia al individuo, no es “él mismo”, como sucede en las culturas espejo donde solo se busca al supuesto “otro” para encontrarse a sí mismo, para completarse en el autorrelato, para hablar y no para escuchar, para ser reconocido y no para reconocer, para pedir atención y no para darla. Es lo usual entre nosotros, atributo que hoy encuentra su correlato más fidedigno en las llamadas redes sociales, donde solemos hablar solos y de nosotros mismos, para que muchos escuchen nuestro discurso, no importa que este verse sobre el próximo alcalde o la última comida, sobre el color del cielo o la congestión urbana. Importa hablar para que otros escuchen. Si discuten después o despotrican ya no importa. Escucharon mi relato, luego existo.

Cuando comprobamos que no solo en el norte de Natal ocurren rituales equivalentes del sawa bona, sino también en muchas de nuestras comunidades aborígenes, comprendemos también todo lo que de humanos hemos perdido en los edificios de la no bien llamada “civilización avanzada”. Cuando llegan las camionetas a los conjuntos cerrados y nos abre la puerta el “otro”, mediante un dispositivo electrónico, no tenemos siquiera la posibilidad de mirarlo; resguardado en su garita de nuestros ojos, solo le es permitido accionar el interruptor para que pase el rey, o la reina o las princesas. 

La ética ubuntu del Umuntu ngumuntu nagabantu, que en dialecto zulú quiere decir “una persona solo es una persona a causa de los demás”, postula que las comunidades existen solo si cotidianamente son reconocidos todos sus seres humanos. Y ahora que escribo “seres humanos”, caigo en la cuenta de una aberración mayor: cuando nos encontramos con el “otro” a la salida del ascensor, en la recepción del edificio o en el parque, y este otro tiene perro, saludamos al perro (¡sawa bona!), y el perro evidentemente nos contesta “sikkhona”, debido a que se ha sentido reconocido como perro por un individuo no de su misma especie, pero sí del mismo reino (y ahora va con minúsculas), con el cual comparte un diseño similar de sistema nervioso central y acaso de cerebro reptil, que a ambos les sirven para defenderse de las amenazas. Quiero decir que tanto el perro como usted o como yo, compartimos la vida, y tal asunto, en el caso que aquí narro, lo ha sentido primero el perro que usted o que yo.

Pero en esta escena no hipotética del encuentro en el edificio o en el parque, el verdadero “otro” (y ya no sé dónde poner tantas comillas), que es un ser humano con idéntico sistema nervioso central, idénticas sinapsis y más o menos iguales posibilidades de producción de hormonas y neurotransmisores, ese que además ha evolucionado su cerebro reptil hasta el neocórtex, y que sigue mejorando el funcionamiento de este en virtud de la evolución de la cultura. Ese, no existe.
Más tarde, cuando hayan entrado a la fortaleza del apartamento, a salvo de todo contacto humano desconocido (toda humana previsión), el perro seguramente le hablará de nosotros. Moviéndole la cola le hará saber que aún conserva la alegría, y que no había motivos para temer o rehuir.

Los perros del 7 de la calle Grenelle se llaman Neptune y Athena, y los gatos León (el de Renée), y Parlamento y Constitución, él y la del cuarto piso. Los del nuevo inquilino japonés son Kitty y Levin. Todos son felices y libres, no como algunos de vallados cercanos que han sido esclavizados mediante bozales y viven todo el día amarrados de porteros, también esclavizados (nueva esclavitud laboral que ha denunciado el papa Francisco recientemente y que ya comenté en una pasada columna). No. Los perros del 7 no tienen que ir intoxicándose con monóxido de carbono en su inhumano papel de detectar explosivos guardados en los baúles de los autos ( ¡vaya crueldad humana!).

Si pudieran hablar nos enseñarían muchas cosas. A reconocernos mejor, por ejemplo, y a construir un mundo más humano y más justo. Donde los edificios, los perros y los otros, constituyan con los seres humanos una unidad armónica de la vida, la sociedad y la cultura.

Posdata: Como mucho deseo que los lectores disfruten de La elegancia del erizo, me voy a permitir dejarles aquí un párrafo que quizás los estimule:

La civilización es la violencia domeñada, la victoria siempre inconclusa sobre la agresividad del primate. Pues primates fuimos y primates somos… He aquí la función de la educación. ¿Qué es educar? Proponer sin tregua camelias sobre musgo como derivativos de la pulsión de especie, porque esta no cesa jamás y amenaza sin tregua el frágil equilibrio de la supervivencia.

@Guzman-Hennessey  

 


[1]Cito el verso de J. M. Marroquín (1827-1908): “(…) es flaca sobremanera, toda humana previsión, pues en más de una ocasión sale lo que no se espera”.

[2]J. L. Borges (1899-1986), poema Baltasar Gracián.