El carnaval ha terminado
Manuel Guzmán-Hennessey
El papa Gregorio VII fue papa de armas tomar. Ofició en la Roma del año 1070; en tiempos de Enrique IV, un emperador joven y ambicioso que quería para sí todos los poderes. Su reinado coincidió con el del papa Gregorio, que le competía en ambición pues quería, además del poder de su iglesia, la católica, el de las otras iglesias y el del Estado.
Entonces Enrique IV hizo un concilio, el de Worms, para derrocar al papa Gregorio VII; quien a su vez hizo otro, el de Letrán, para derrocar al emperador, y de paso excomulgarlo. Consiguió ambas cosas. Enrique IV se vistió de harapos para pedir su clemencia, como puede verse en la obra de Pietro Aldi (1852).
El Papa le perdonó la excomunión pero empezó una guerra, conocida con el bonito nombre de la “Querella de las investiduras”, en la que tuvo la mejor parte el emperador. Este acabó nombrándole al papa un antipapa, curiosa figura, que fue Clemente III, y se hizo coronar por él como emperador en 1084.
Traigo a cuento a Gregorio VII debido a que lo que fracasó con su intento sobre Enrique IV fue el deseo de imponer el poder eclesiástico no solo sobre el poder político, sino sobre los poderes de todas las demás iglesias. Logró promulgar la encíclica Dictatus papae de 1075, que, como su nombre lo indica, era un decreto dictatorial dirigido a reglamentar que solo el papa podía nombrar y deponer obispos. Pero fue más allá, trató de que a los papas correspondiera también el nombramiento de los reyes, debido a que en los primeros residía un poder delegado del propio Dios.
Así eran los papados de la Edad Media, fíjense bien en el cuadro de Pietro. Un emperador arrodillado ante la opulencia de otro hombre sentado en su trono de rey y ataviado con ropajes pomposos. Ni siquiera pone los pies en el suelo, sino que le ponen un escabel de terciopelo mullido para que luzca alado, casi celestial como él mismo se proclamaría, especie de semidiós en la Tierra.
De ahí viene la tradición que se prolongó por muchos años. Inocencio III, por ejemplo (1198-1216) también se proclamó “representante de Cristo en la Tierra”. ¿Cuál Cristo? No el que abrazaría su contemporáneo Francisco de Asís, el Cristo de los pobres, sino el gran “Pantocrátor”, el Cristo universal, Señor del Universo, cabeza de la Iglesia y el Cosmos, rey del mundo.
Tengo en mis manos un libro profético.
De él tomo las referencias de Inocencio III y otros datos sobre Francisco de Asís, que asaz me han conmovido. Fue publicado en 2013 y se llama Francisco de Roma y Francisco de Asís[1].
¿Por qué digo que es profético? Porque todo lo que acaba de escribir el papa Francisco en Laudato si (2015) está expresado aquí, con esa manera clara y al mismo tiempo contundente que tiene Leonardo Boff para decir lo que piensa.
Una cita que incluye pudo sobrecogerme aún más que su intrínseca profecía, pues se trata de un documento publicado en 1972 por el conocido historiador inglés Arnold Toynbee, en el periódico ABC de Madrid, España. Esto dice: “Francisco, el mayor de los hombres que han vivido en Occidente, debe ser imitado por todos nosotros, pues su actitud es la única que puede salvar a la Tierra, y no la de su padre, el mercader Bernardone” (Toynbee, 1972).
¿Intuyó Toynbee que, cuarenta años después, habría un papa que adoptaría un nombre jamás usado por papa alguno, el de Francisco? ¿Intuyó que este papa escribiría una encíclica inspirada en el “canto de las criaturas” de Francisco de Asís para que los humanos de este tiempo recuperemos la esperanza en la viabilidad de la vida sobre la tierra?
Boff escribe en 2013, apenas días después de que Bergoglio fuera elegido papa: “Esperamos que el papa Francisco, inspirado por san Francisco de Asís (…) pueda ser el gran promotor de la conciencia ecológica y de la responsabilidad solidaria ante el destino común de la Tierra y de la humanidad, que debe ser un destino feliz y radicalmente humano”.
Pues bien, ya está publicada la encíclica Laudato si, que incluye lo que en 2013 pidió Leonardo Boff. Cito algunos capítulos que incluyen específicamente lo que pidió el brasileño universal: Educación y espiritualidad ecológica (202), Una ecología integral (137) Crisis y consecuencias del antropocentrismo moderno (115-121). Y hay más.
El llamado a todas las iglesias (ya reseñado en mi artículo anterior “La Encíclica de la vida”, en esta revista) es, a mi juicio, el hilo conductor de Laudato si (“diversidad de opiniones”, 60-1). Qué distintos los tiempos del ecumenismo entre las ambiciones de Gregorio VII y la humildad convocante de Francisco. Boff nos recuerda que el primer milenio de la Iglesia estuvo marcado por el paradigma de la comunidad, pero que se abandonó durante el segundo milenio, en el que predominó el paradigma de la ostentación y el boato. El de la rígida jerarquía y la monarquía absolutista, el del pretendido dominio de la Iglesia católica por sobre todos los credos, el “monopolio” de Dios. El llamado del papa Francisco a todas las iglesias para que enfrentemos juntos la crisis climática global es una señal inequívoca que busca derrumbar, a mi modesto juicio, el paradigma de la centralidad. Sacudida por múltiples escándalos, la Iglesia se renueva en la persona de un hombre venido del sur. Que no de manera impropia resuelve llamarse Francisco, sino que se llama como “el pobrecillo de Asís”, debido a que él comparte los valores que fundaron la orden del santo pobre.
Conmovedor es que cuando el secretario del cónclave vaticano, el ceremoniero Marini, quiso poner sobre los hombros del recién ungido obispo de Roma la muceta que orna la dignidad de los papas, este le dijo en tono sencillo, pero firme: “El carnaval ha terminado, guarde esa ropa”.
Y había ido esa mañana al pequeño hotelito de Roma donde se hospedaba, mientras el cónclave deliberaba. Nunca se hospedó en la poderosa casa de los jesuitas de Roma. Los diarios cuentan que ese día entró el papa con una pequeña maleta, donde depositó sus pertenencias, y luego se dirigió a la recepción para despedirse de los trabajadores. Pagó sus cuentas, noventa euros por día, y se trasladó a vivir, no en los aposentos papales donde han vivido todos los pontífices, sino en un pequeño apartamento cerca del Vaticano, donde hoy puede trabajar y recibir visitas. Pero en Buenos Aires tampoco vivía en el palacio episcopal de la Plaza de la Victoria, sino en otro pequeño piso cercano de un mercadito de bolivianos que le vendían las verduras de sus comidas. Y había también un supermercado Coto en las cercanías, donde compraba la pasta fresca.
No han sido muchos los líderes espirituales que viven de esta manera el evangelio de los pobres. Cito algunos que merecen mi máximo respeto: don Hélder Câmara, quien también abandonó el palacio episcopal para irse a vivir en las Candelas, en una iglesita pobre de Sâo Paulo. Y el cardenal Paulo Evaristo Arns, también de Sâo Paulo, quien vivió en una favela, y don Pedro Casaldáliga, para no hablar de Francisco de Roux, quien vivió en el barrio Pardo Rubio de Bogotá.
El carnaval que Francisco pidió que acabara ya, no es simplemente el de la ostentación o el lujo, sino también el de la corrupción y la degradación. Leonardo Boff cree que Jorge Bergoglio adoptó el nombre de Francisco para promover, como Francisco de Asís, un movimiento restaurador de la Iglesia. Escribe: “El papa Francisco también se ha dado cuenta… de que la Iglesia actual está en estado de ruina por la desmoralización provocada por varios escándalos financieros y morales de sacerdotes, de obispos y hasta de cardenales, que afectaron a lo que ella tenía de más precioso: la moralidad y la credibilidad” (2013, 22).
La restauración necesaria de la Iglesia católica no solo es moral, sino ética y política; histórica e ideológica si se quiere, ecológica en el sentido de acompañar una causa de toda la humanidad amenazada por el cambio climático. La encíclica Laudato si representa ese viraje y esa marcada opción por la vida que hoy reclaman los más débiles de los débiles y los más vulnerables del mundo. Quienes habitan en los pequeños estados islas, viendo llegar el mar y arrasar sus precarias viviendas; quienes soportan intensas olas de calor, como hoy ocurre en la India y Pakistán, sin que puedan defenderse del clima por carecer de infraestructuras adecuadas; quienes viven en condiciones de vulnerabilidad extrema, como nuestras comunidades negras de Tumaco, Buenaventura y Guapi.
Reconoce el papa que la sostenibilidad depende de marcos políticos y económicos que también es necesario restaurar. No es menor su crítica del capitalismo, el consumismo y la cultura del derroche energético. No es menor su crítica de la economía que sacraliza este modelo de insostenibilidad intrínseca, ya denunciado desde la publicación de Los límites del crecimiento[2].
Es evidente que también este carnaval debe terminar. El de los eufemismos y las recetas cosméticas, como llamarle verde a lo que no lo es. El de las democracias aparentes y los esquemas productivos injustos que lesionan la dignidad humana. A propósito de democracia. No está la palabra en Laudato si. Quiero entender que la palabra “humanidad”, que sí está y en abundancia, la incluye.
En todo caso, son muchas las máscaras del siniestro carnaval del mundo que deben tocar a su fin. Y para volver a aquellos de la Edad Media, y no dejar sin ahondar más, en la mención de Francisco de Asís, relataré una anécdota que se me antoja útil para ilustrar la metáfora “el carnaval debe terminar”. Me refiero a una menos conocida que el famoso cuento del danés Hans Christian Andersen, que da cuenta de un rey que gustaba de muchos vestidos y que un día vistió desnudo, el nuevo traje del emperador. La que voy a poner como colofón de esta nota vuelve a Inocencio III, y relata la manera en que, desnudo en su lecho de muerte, fue vestido de los harapos y las telas sucias que usaba san Francisco de Asís, quien así le rindió su homenaje postrero, en agradecimiento por haber reconocido su orden de la pobrecía.
Fue en Perugia, el 16 de julio de 1216.
[1] Editorial Trotta, Madrid, 2013.
[2] Los límites del crecimiento, Denis Meadows, Donella Meadows, Jorgen Randers, William Behrens III, 1972.