Las religiones y la crisis climática
Manuel Guzmán Hennessey
Frente a la crisis que hoy amenaza a la vida, resulta imperativo recobrar la esperanza. Apelar al sentido originario de las religiones —el religare— para restituir los vínculos perdidos entre todos los seres humanos, y entre estos y todos los seres vivos. Dar un paso atrás en la suicida carrera de la destrucción y ‘tocar la roca abrupta del misterio’ como escribió Von Balthasar.
Un llamado a mantener la esperanza hizo la obispa de la Iglesia Episcopal de Suecia Jefferts Schori, en 2013, cuando, al inaugurar el encuentro ‘Mantener la esperanza ante el cambio climático’, dio la palabra a la académica Mary Evelyn Tucker, codirectora del Foro sobre Religión y Ecología de la Universidad de Yale. El diálogo de las iglesias se complementa en la academia, y en las voces de los nuevos actores de la crisis climática llamados a debatir sobre el futuro común de la humanidad. No es casual que en el encuentro de Suecia, a las palabras de Kevin Noone, de la Real Academia Sueca de Ciencias, hayan seguido las del arzobispo Anders Wejryd.
Escribí en la anterior entrega de esta revista que en ésta me referiría a estos nuevos actores. Pues bien, justo por estos días, la Federación Luterana Mundial tuvo a bien invitarme a compartir mis impresiones sobre este desafío, y es por ello que deseo empezar por señalar que entre estos nuevos actores, ocupan un lugar fundamental las iglesias y los líderes espirituales de todas las creencias.
La Federación Luterana Mundial es una comunión de 140 iglesias de tradición luterana, que funciona en 78 países, y que representa a 68 millones de personas. Trabaja sobre temas de especial interés para las sociedades, como las relaciones ecuménicas e interreligiosas, la teología, la asistencia humanitaria, los asuntos internacionales y de derechos humanos, la comunicación y el desarrollo. Y al articularse con el Consejo Mundial de Iglesias, con otras comuniones cristianas del mundo y con organizaciones internacionales laicas, consigue que el impacto de sus actividades sobre enormes esferas de la población sea significativo.
Muchas de estas iglesias han entendido ya —y algunas desde hace bastante tiempo— que sus misiones eclesiales —el religare— deben atender las necesidades y las angustias esencialmente humanas, que viven y padecen los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. No son pocas las que, como la Federación Luterana, trabajan sobre aspectos de la crisis climática global, como las necesidades de las personas que han sufrido desastres naturales o humanos, o los refugiados y personas desplazadas en su propio país, víctimas de conflictos o comunidades afectadas por sequías, inundaciones, huracanes y terremotos.
Retomo las palabras de Donella Meadows: ¿Qué puedo hacer yo? ¿Qué pueden hacer las escuelas, las religiones, los medios de comunicación, los ciudadanos, los industriales, los empresarios, los consumidores, los padres? Aquí están los nuevos actores. En el año de 1988, cuando los perfiles de la crisis que hoy nos amenaza no habían cobrado aún el número de vidas humanas y de pérdidas económicas que hoy registra en sus haberes, se reunió por primera vez el Global Forum of Spiritual and Parilamentary Leader on Human Survival.
A instancias de científicos como James Lovelock, autor de la teoría GAIA, el cosmólogo Carl Sagan y Evgueni Velijov, asesor principal de Mijail Gorbachov para asuntos de desarme, se reunieron por varios días en el Christ Church College de Oxford más de cien líderes espirituales y políticos de todo el mundo para preguntarse y reflexionar sobre la supervivencia de la especie humana. Allí estuvieron el Dalai Lama, la madre Teresa de Calcuta y el arzobispo de Canterbury, compartiendo la mesa con el físico Fritjop Capra y con Ewa Robertson, con Akio y Maki Matsamura y con Wilfred Grenville-Grey, entre muchos otros.
La terapeuta hindú Anuradha Vittachi nos relata que en aquella reunión se abordó de soslayo el tema que aquí nos convoca. Los asistentes pasaron muy rápidamente de considerar la amenaza de los arsenales nucleares del mundo, al polvorín en ciernes del calentamiento progresivo de la atmósfera. Y había sido precisamente un religioso —y no un científico— quien abrió este debate en aquella reunión mundial. El reverendo James Parks Morton, deán de la iglesia de San Juan Evangelista de Nueva York se refirió a los peligros a que habíamos sometido el equilibrio natural de la biosfera. Abordó especialmente el tema del agujero de la capa de ozono, que hacía apenas un año había merecido la atención de Las Naciones Unidas mediante la suscripción del Protocolo de Montreal (1987). Dijo que si la humanidad no detenía aquella amenaza acabaría aniquilada por cáncer y por hambre. Poco después Carl Sagan ofreció la visión científica sobre esta misma problemática y agregó datos relacionados con las cadenas tróficas de los animales del mar que se verían afectados si no actuábamos a tiempo para impedir la repentina invasión de rayos ultravioleta provenientes del sol.
Pues bien, aquella reunión histórica sirvió para que la humanidad reaccionara a tiempo frente a la problemática de la capa de ozono. Por tratarse de un solo enemigo: los clorofluorocarbonos CFC, nos había resultado fácil organizar una lucha común. En pocos años reemplazamos todos los clorofluorocarbonos del mundo por hidrofluorocarbonos HFC, que si bien no continuarían rompiendo la capa de ozono sí contribuían, como en efecto hoy siguen contribuyendo, al calentamiento progresivo de la atmósfera, aunque en mucho menos medida que el dióxido de carbono y el metano.
Por ello lo que me interesa señalar aquí es que el Protocolo de Montreal resulta un buen ejemplo sobre cómo una acción colectiva bien organizada puede generar resultados plausibles. Hoy se ha reducido ostensiblemente el agujero de la capa de ozono y ya no representa significativa amenaza para los individuos de piel blanca de los países cercanos al casquete polar norte.
No deseo soslayar el hecho de haber remediado un mal con otro mal, pues si bien es cierto que los hidrofluorocarbonos continúan calentando el Planeta, también lo es que en 1990, los CFC representaban el 25% de las emisiones de gases de efecto invernadero y en 2010, los HFC que los sustituyeron representaban tan solo algo cercano al 2%. Lo que deseo subrayar es que la amenaza que en Oxford señalaron Parks Morton y Sagan —la influencia perniciosa de los rayos ultravioleta— hoy ha cedido su terreno a otro tipo de amenaza: los rayos infrarrojos, que calientan la atmósfera. Nadie sabía esto con absoluta certeza en 1988, lo cual explica que la Conferencia de los líderes espirituales de Oxford haya puesto sus énfasis en la capa de ozono y en los arsenales nucleares y no en el cambio climático, cual es hoy la verdadera amenaza global.
Algunos historiadores de la cultura dan cuenta de que en el tránsito entre el Medioevo y la Edad Moderna había en Florencia una pequeña escuela llamada la Academia de Ficino, en la cual se reunían poetas y filósofos para pensar en una nueva cultura. Y que en España se reúnen pensadores de todo el mundo para conmemorar un encuentro más antiguo, el de Averroes[1], que tenía el mismo propósito de pensar en el futuro de manera global e interdisciplinaria. Ya en nuestros días, es el llamado Coloquio de Cerisy el más significativo de los esfuerzos contemporáneos por pensar sobre el futuro de la humanidad.
Cuando acabé mi charla en la Federación Luterana y salí a la congestionada tarde bogotana, me puse a pensar que ya era hora de convocar una nueva Global Forum of Spiritual and Parlamentary Leader on Human Survival.
Y recordé que estaba empezando el año 2015, que se considera esencial para el futuro del mundo debido a que en diciembre se firmará un nuevo acuerdo climático que regirá más allá de 2020. Este año el Papa Francisco, líder de la Iglesia Católica, tiene programado producir una encíclica sobre el cambio climático. Y convocará, antes de la reunión de París, una Cumbre de líderes espirituales para debatir sobre esta temática. El periodista John Vidal se preguntó recientemente en The Observer / The Guardian si "el Papa superman" podría lograr la hazaña que no han podido conseguir hasta la fecha los poderes seculares: hacer frente al cambio climático.
Hay varios antecedentes sobre el trabajo de las religiones frente a la crisis climática: previo a la pasada Cumbre de las Naciones Unidas convocada por Ban Ki Moon se reunió el Consejo Mundial de Iglesias -345 iglesias que representan a unos 560 millones de cristianos en todo el mundo, y Religiones por la Paz, una coalición interreligiosa con miembros en más de 70 países.
Durante la COP 15 de Copenhague, ante miles de activistas que llenaron la Plaza del Ayuntamiento habló el líder religioso Desmond Tutu. Exigió con vehemencia a los líderes de los países industrializados que asumieran su responsabilidad de financiar la defensa climática mundial, pero también pidió a los líderes de los pueblos del Sur que pensaran en un nuevo modelo de desarrollo y de bienestar que no copiara ‘la nefasta economía del Norte’.
Hubo allí, en la catedral de Copenhague, una ‘oración ecuménica por el clima’, en la cual el arzobispo Demetrios, de la Arquidiócesis Ortodoxa Griega de América señaló que ‘Aunque el énfasis de las religiones es el más allá, no olvidan su compromiso con la vida terrenal de las personas’. El reverendo Tafue Lusama, secretario general de la Iglesia Cristiana Congregacional de Tuvalu, un pequeño conjunto de islas de arrecifes y atolones en el Océano Pacífico que hoy está a punto de desaparecer, fue más allá: “Para mi iglesia significa la vida, porque nuestra existencia está en riesgo y todo lo que se opone a la vida y a la continuidad de la vida de un pueblo es una misión de Dios, y nosotros como creyentes debemos luchar para defender a la vida de estas amenazas”.
También habló de esperanza Christiana Figueres, secretaria ejecutiva de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Al referirse a la reunión de Nueva York dijo: “Veo un montón de esperanza, incluso sólo en estos tres días: la movilización pública, la movilización corporativa y la movilización política”. En los nuevos actores está la nueva esperanza.
Hoy trabajan desde las religiones y por una nueva manera de reaccionar frente a la crisis del clima, numerosas organizaciones alrededor del mundo. He aquí una lista no exhaustiva para cerrar con ella la exhortación al trabajo desde todas las creencias que este artículo aproxima: el Foro para la Promoción de la Paz en las Sociedades Musulmanas, el Instituto Soetendorp Jacob en Valores Humanos en La Haya, Países Bajos, la Arquidiócesis Ortodoxa Griega de América, la Acción Conjunta de las Iglesias ACT (por sus siglas en inglés) el Grupo Asesor de Alianza de Cambio Climático y el Consejo Nacional de Iglesias y su grupo de Trabajo Eco-Justicia. La iglesia de la Gracia en Amherst, Massachussetts, los Testigos Religiosos para la Tierra, el Consejo Cristiano del Grupo Climático en Suecia y el Consejo Nacional de la oficina de Iglesias en Washington.
Me resisto a creer que quienes hoy habitamos el planeta Tierra hemos perdido del todo lo que de humanos aún tenemos.
Cuando pienso y cuando escribo en términos de la Humanidad no lo hago para reivindicar la posición antropocéntrica que en el pasado proclamaron algunas religiones. Muy por el contrario, creo que una de las causas de la crisis que hoy vivimos tiene su origen en el antropocentrismo categórico que sacralizamos como civilización desde el modernismo. Abandonar la equivocada idea —la nociva y peligrosa idea— de que el mundo debe girar en torno de la especie humana constituye quizás el primer peldaño que debemos escalar para recuperar lo que de humanos hemos venido perdiendo.
Todo corrobora —escribe Ernesto Sábato— que en el interior de los Tiempos Modernos, fervorosamente alabados, se estaba gestando un monstruo de tres cabezas: el racionalismo, el materialismo y el individualismo. Y esa criatura que con orgullo hemos ayudado a engendrar ha comenzado a devorarse a sí misma. Si como #LaHumanidad recuperamos el verdadero sentido del religare podremos defendernos colectivamente del monstruo señalado por Sábato, y las religiones del cristianismo mucho podrían hacer.
La historia ha llegado a un punto —escribió Rabindranath Tagore en 1917—en que el hombre moral, el hombre íntegro, está cediendo cada vez más espacio, casi sin saberlo, al hombre comercial, el hombre limitado a un solo fin. Este proceso, asistido por las maravillas del avance científico, oscurece su costado más humano bajo la sombra de una organización social sin alma.
No se enseña la Humanidad en los colegios, mucho menos en las universidades. Solo se enseñan la técnica y el comercio, las finanzas y la tecnología, el más rabioso pragmatismo ausente de toda reflexión teórica y mucho menos filosófica sobre el origen de las cosas, sobre el sustrato cultural que determina todo, como si la simple vida cotidiana no fuera un ejercicio de alta complejidad que debemos aprender a mirar como un entramado doble de verdades aparentes y determinantes subyacentes que definen su dinámica esencial.
El siglo que hoy avanza ciego hacia un abismo de tinieblas y de química procaz ha devenido en una humanidad simple y estática, carente de religión y de ética, de moral y de arte. De la Humanidad. Que es capaz de declarar que es feliz debido a que puede ver televisión; y puesto que nadie le dijo jamás que podía serlo mucho más si leía libros vive el perverso eufemismo del ‘entretenimiento’ como si fuera ‘el arte’. La triste humanidad de los medios visuales, alienación criminal de una manera de negar el espíritu y la complejidad que laten por dentro de nuestra esencia pura.
El segundo peldaño bien podría ser la consideración de que es necesario deponer definitivamente el dualismo mente cuerpo en beneficio de la idea de que la mente y el cuerpo no constituyen compartimientos estancos mediante los cuales funcionamos como individuos, sino que son por el contrario vasos comunicantes que sólo pueden funcionar armónicamente si estimulamos permanente sus niveles de interrelación.
El mundo debe girar en torno de la vida en su amplio y complejo conjunto evolutivo, y no de una sola de sus formas, así en ella resida la conciencia y por ende capacidad de darse cuenta de los peligros en virtud de la facultad anticipatoria del cerebro humano. Pero, me pregunto ¿De qué nos ha servido la evolución del cerebro que anticipa, el neocortex? ¿De qué nos sirve conocer la amenaza creciente a que estamos sometidos como especie y como cultura, si no hacemos nada para reaccionar?
Es necesario restituir los vínculos perdidos entre los sistemas naturaleza, vida y Tierra para recuperar —y merecer—nuestro sitio en la historia. Comprender, comunicar y enseñar que los seres humanos no estamos por encima de la Tierra, ni tampoco por encima de las otras formas de vida, sino que somos un solo sistema interconectado que no se puede sostener sino a partir de sus complejos flujos de energías.
Solo si atendemos la intrincada red de relaciones que nos envuelve podremos identificar los riesgos que hemos engendrado como cultura y sabremos como detenerlos. Solo si rectificamos nuestro puesto colectivo en ese sistema podremos encontrar entre todos una nueva manera de religarnos con el mundo.
Profesor de la cátedra de cambio climático de la Universidad del Rosario. Autor de numerosos libros y artículos sobre la crisis climática. Director general de KLIMAFORUM LATINOAMERICA NETWORK -KLN- Correo: director@klnred.com Twitter/Facebook: @Guzman-Hennessey
[1] El “averroísmo” data del siglo XII, y fue una tendencia herética de la Iglesia, retomada por la Universidad de París en el siglo XIII.