Viajar sin rumbo
Natalia Marentes Tovar
Y qué si mañana no se sabe qué será de nuestra vida, si hay que encontrarse de frente con la realidad. Y qué si toca migrar de repente y la historia cambia. Qué pasa entonces cuando no se espera nada, y al parecer, lo tienes todo. Ese también es un plan, aunque no el de todos. Pero es el plan de Melixa.
La Plaza de La Perseverancia está llena y la gente busca un lugar donde sentarse. Otros aún no saben qué comer, estorban el paso de los meseros, y de todo aquel que intenta caminar por el lugar en plena hora de almuerzo. A pesar de ello, Meli, con una sonrisa acogedora se abre espacio y va saludando al que llega: “buenas tardes, mi amor. Hoy tenemos huesos de marrano y ajiaquito”. Busca una mesa para el que le para bolas, les cuenta a los comensales qué hay de almuerzo, va a donde Esperanza, la propietaria del restaurante que lleva su mismo nombre, y hace el pedido. En menos de nada, llega con esos platos que, al ver desde lejos, es inevitable no antojarse.
Meli, la maracucha sonriente de la Plaza La Perseverancia. La de las dos trenzas y la cachucha de pa’ tras. La que es relajada, pero de carácter. “Cuando yo digo no, es no”, le dice a un muchacho que la estaba invitando a tomar el sábado en la noche. Meli, la que no sabía cocinar y terminó trabajando en un puesto de comida. La que vivía con la mamá en Venezuela y no hacía nada hasta el momento en el que le tocó migrar, la mantenida. Así cuenta ella su historia.
Las amigas de Tolú, el restaurante del lado, le regalan chocolates como si fuera su cumpleaños. Pero no, ella cumple el 13 de marzo y se va de fiesta con ellas. Ya está planeado. Las amigas cuentan que Meli es bien bacana, es una pelada de ambiente. Llegó hace poco, sin embargo, ha sabido ganarse el cariño de todos. Sale harto, pero con las amigas, no con cualquier “pendejo”. Ella no cree en el amor, para qué si nunca ha tenido pareja y no piensa tener. Así ha vivido bien.
Transeuntes en la plaza de mercado de la Perseverancia - Foto Foursquare
Dicen que ella es de las poquitas personas que se le puede acercar al mesero del Ceviche Atómico. Es un tipo serio, camina erguido, algo rígido, habla “golpeado” y es de pocos amigos. Entre esos, Meli. “Y es que con ella se habla chévere, se pasa bueno, pero no es de confiancitas”.
Meli está a punto de cumplir 27. Llegó a Colombia hace seis meses. Estuvo un tiempo en Ecuador. Luego, se fue a Brasil en busca de una nueva vida, pero el clima la espantó. Y eso es precisamente lo que le gustó de Bogotá: el clima frío. La prima la llevó a donde Esperanza, empezó como mesera y después aprendió a cocinar. Hace arepas, arroz y lentejas (aunque a veces se le queman). Doña Esperanza dice que casi no le deja tocar su cocina. Como toda buena cocinera, tiene su sazón y no deja que le metan mano a lo que hace.
Meli tiene tatuado el nombre de la sobrina en la mano: “Yohandri”. El jueves pasado se tatuó el nombre de la mamá en el brazo. Cuando le mandó foto a la mamá, doña Maigualida le dijo que no se rayara más, pero ella quiere llenarse todo el brazo. Tiene una cicatriz debajo de su boca, se cayó de una moto en Venezuela, antes estaba “motorizada”, dice. Es una de sus pasiones, aun así, no ha comprado moto porque eso significaría permanecer mucho más tiempo en Colombia. No es que no quiera quedarse, después de todo la vida la ha tratado bien, es que ella no sabe para dónde va, hoy puede estar acá y mañana tal vez no. Antes vivía tranquila en su país, más adelante, tuvo que empacar y empezar a viajar sin tenerlo planeado. Ahora, está acostumbrada a dejar que la vida la lleve, con sus afanes y su ritmo, sin preguntar mucho, sin resistirse tanto.
Ella vive sola y bien en una residencia. Trabaja en una plaza de mercado en un país que no conocía sino hasta hace unos pocos meses. Dejó a su madre, su vida entera, y partió sin saber si volvería… Ese es el plan de Meli.