¡No a la política del polizón climático!
Por:Amira Abultaif Kadamani
Foto:Ximena Serrano, Milagro Castro
Ambiente
Por:Amira Abultaif Kadamani
Foto:Ximena Serrano, Milagro Castro
China emite el 23,9 por ciento de los gases de efecto invernadero (GEI); Estados Unidos, el 11,84 por ciento, Rusia, el 4 por ciento e Indonesia, el 3,48 por ciento, según datos de Climate Watch de 2020. India no figura en esa métrica, aunque otras señalan que es responsable de cerca del 7 por ciento del total global. Entre tanto, la Unión Europea, que pese a estar constituida por 27 países se considera como un bloque porque tiene una política climática común y metas compartidas por los estados miembro, emite el 6,81 por ciento.
En ese top 6 de los mayores emisores se libra una puja intensa, como en muchos otros países, por alinear el crecimiento económico con la sostenibilidad ambiental. Una tensión que, a juicio del internacionalista Matías Franchini, es más aguda en India –con bajo PIB y amplios sectores de la población en la pobreza– y en China –una nación de ingreso medio–; mientras que en Estados Unidos y en la Unión Europea esa puja es de corte ideológico, siendo el primero un país en el que han prevalecido los incentivos para el desarrollo del bienestar individual, y la segunda, una región que desde su creación se constituye como la excepción a esa regla al darle preponderancia al bien colectivo.
En medio del fragor geopolítico han surgido diferentes argumentos frente a la crisis del clima, como que “hasta que el otro no se comprometa y muestre acciones reales, yo tampoco lo haré porque no me sacrificaré solo” o “esperemos a que el otro haga y yo me beneficie de ello”. Y ese pensamiento de ‘polizón climático’ encarna una doble tragedia: por un lado, ha hecho que la mayoría de las naciones se acojan esa lógica y se sientan menos responsables y, por el otro, ha conducido al dilema de la cooperación, como se le conoce en la literatura científica, y es que, con el mismo cálculo, nadie termina haciendo nada.
El planeta se recalienta a pasos acelerados. Según el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, por su sigla en inglés), entre 2030 y 2052 la temperatura global superficial estaría muy cerca de subir 1,5°C, lo que haría que la Tierra perdiera su estabilidad antes de lo previsto. Dada la contingencia, en 2015 se firmó el Acuerdo de París (AP), un marco normativo pactado por 196 países que, frente a las alertas del IPCC, definió unas metas de mitigación de las emisiones de gases de efecto invernadero que las naciones establecieron según criterios propios. A esto se le llamó las contribuciones nacionalmente determinadas (NDC, por su sigla en inglés) que, valga decir, no son vinculantes ni están sujetas a verificación de cumplimiento por parte de un órgano científico multilateral e independiente. Así mismo, ese año se perfilaron y acogieron los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que cimientan en la sostenibilidad el principio de acción de gobiernos, empresas, academia y organizaciones de otro orden.
Sin embargo, al cabo de los años los resultados han sido muy parcos, y a estas alturas esos compromisos adquiridos, conforme lo advierte la Organización de Naciones Unidas (ONU), solo alcanzarían a reducir un tercio de lo que se requiere para impedir que la temperatura suba 2°C en 2100. “El panorama de la gobernanza ambiental, a casi siete años de la firma del AP, y la adopción de los ODS se muestra heterogéneo, ambiguo y, a la postre, negativo”, afirman Franchini, docente de la Facultad de Ciencia Política, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario, y su colega Ana Carolina Evangelista, profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Pontificia Universidad Javeriana.
Los países de América Latina y el Caribe son un reflejo claro de ese escenario. Para Franchini, quien durante más de una década ha investigado la gobernanza ambiental global y las políticas del cambio climático, “viendo en panorámica, el grado de compromiso de la región por mitigar la crisis climática es de bajo a medio, y dado su nivel de emisiones (8 por ciento) se concibe como un actor moderadamente conservador dentro de la gobernanza climática”.
Por supuesto, no es una conclusión halagüeña, teniendo en cuenta que la atmósfera es un bien colectivo mundial y menos aun sabiendo que la mayoría de la población de esta parte del mundo, con 660 millones de personas, está en alto o extremo riesgo climático, particularmente el Caribe, el Golfo de México y ciertas zonas de las montañas de los Andes. La vulnerabilidad está dada no solo por la exposición física a eventos climáticos cada vez más intensos, sino por unas limitadas capacidades de adaptación, según lo expresa Franchini en un estudio publicado en 2021 en Oxford Research Encyclopedia of Politics, en el cual analiza el desempeño de distintos países latinoamericanos y caribeños para combatir la crisis climática, sus políticas nacionales y sus compromisos internacionales.
Después de las primeras aperturas tras las cuarentenas, las economías retomaron la práctica de lo que sabían hacer a la vieja usanza.
En su evaluación, Franchini parte de dos ejes fundamentales: las trayectorias de las emisiones de GEI y el tipo de políticas públicas de cada país, tomando como referencia principal aquellos que tienen un mayor impacto en el agregado regional (que en su orden serían Brasil, México, Argentina, Colombia y Venezuela). Estas cinco naciones responden por el 80 por ciento de las emisiones regionales, y solo Brasil representa un tercio de ellas (ver recuadro con información relevante disgregada por país). Además, desde el Acuerdo de París, el nivel de compromiso climático de la región se ha deteriorado como consecuencia de la degradación de la gobernanza ambiental en Brasil y México.
Para el autor, las tres principales características del perfil emisor de la región son: las altas pero decrecientes emisiones derivadas de la agricultura y los cambios en el uso del suelo –principalmente por deforestación y cultivo en terrenos selváticos–, la relativamente alta pero menguante participación de fuentes renovables de energía en la matriz energética y unas emisiones provenientes de la agricultura más altas que el promedio mundial. De ahí que los mayores desafíos de la zona son controlar la deforestación, incentivar una agricultura más limpia y descarbonizar las economías. Sin embargo, una medida que no ayuda en ese sentido es que todos los países de esta zona del mundo están subsidiando los combustibles fósiles, incluso aquellos que han establecido impuestos de carbono, los cuales, de todas formas, son extremadamente bajos (van de U$1 a 3 de México hasta U$6 de Colombia, por tonelada emitida, comparado, por ejemplo, con U$140 de Suecia).
Frente a la gobernanza ambiental (todas las reglas, herramientas, prácticas e instituciones que conservan, protegen y también explotan el medio ambiente), Franchini resalta cómo en el último lustro esta se ha degradado entre los principales actores estatales. Brasil y México son los casos más sobresalientes: el primero, al estar liderado por un mandatario abiertamente negacionista de la crisis climática, y el segundo, dirigido por un gobernante que sostiene el petróleo como fundamento del desarrollo de su economía. Aunque estos dos países han tenido una postura más independiente que mancomunada en sus compromisos ambientales, no es una posición exclusiva de ellos. “Exceptuando algunos bloques de naciones centroamericanas y caribeñas, los países latinoamericanos no negocian juntos ni tienen posiciones similares en negociaciones de cambio climático por dos razones principales: sus intereses económicos y de política exterior son dispares, y sus estrategias de integración cambian con el gobierno de turno. Por ello, cualquier proyecto de integración es solo un mito”, explica Franchini.
Las acciones individuales suman, y mucho
Matías Franchini, profesor de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario, lleva más de una década investigando la gobernanza ambiental global y las políticas del cambio climático.
Si bien los Estados suelen ser los repositorios de todas las responsabilidades, esa adjudicación es parcialmente un espejismo que no se compadece con la realidad que nos muestra este nuevo periodo que vivimos: el Antropoceno, aquel determinado por el impacto que ha acuñado el ser humano sobre el medio ambiente.
Bajo esta perspectiva, no es un conjunto de poderes ni órganos de gobierno los que soberanamente fijan en términos absolutos el devenir climático, sino, mejor aún, las acciones individuales que se magnifican en sinergias.
Claramente, la reacción y capacidad de maniobra de los estados es insuficiente para ejecutar los cambios drásticos que esta crisis demanda, y en ese sentido es perentoria la intervención particular (incluyendo a agentes en varios niveles, como universidades, ciudades, regiones, movimientos sociales, partidos políticos, etc.).
La pandemia de la COVID-19 nos demostró no solo la interrelación de los asuntos globales, sino que las acciones individuales se contagian e inciden en nuestro futuro compartido. No obstante, esa fulgorosa conciencia de la pandemia en sus estertores fue solo “una golondrina que, efectivamente, no hizo verano”, como dice el refrán popular.
Meses después de las primeras aperturas tras las cuarentenas, las economías, como reflejo extendido de quienes las generan y las mueven retomaron la práctica de lo que sabían hacer a la vieja usanza, en medio de las limitaciones que continuaba imponiendo la emergencia sanitaria mundial.
Y hoy, dos años y medio después, la recuperación es evidente, pero no menos avasallante. “La economía global se ha recuperado de la recesión pandémica con algunas particularidades como el alto endeudamiento público, la disrupción de las cadenas de valor global y la alta inflación; no obstante, la estructura de estímulos que guía a los actores económicos continúa siendo el lucro a corto plazo sin mayores transformaciones en términos de sostenibilidad”, recalcan Franchini y Evangelista, en una publicación conjunta sobre la crisis ambiental, la pandemia y el conflicto geopolítico mundial de abril de este año.
Para estos investigadores “la lección más valiosa –y dolorosa– que la pandemia ha dejado para abordar la crisis ambiental global es que enfrentando crisis existenciales la humanidad es capaz de reaccionar, pero de forma tardía, costosa y excluyente”.
La ventana para moderar los efectos climáticos es cada vez más estrecha y la gravedad de los complejos retos ambientales imponen la necesidad de “una gobernanza global profunda y transversal que significa sustituir progresivamente el predominio de los intereses egoístas e inmediatos de las sociedades e individuos por la búsqueda de bienes globales de largo plazo”.
Es cierto que Latinoamérica y el Caribe arrastran desde hace décadas problemas de pobreza, falta de crecimiento, autoritarismo, inseguridad y violencia, entre otros, y la resolución de estas afugias hace que prevalezcan en la agenda social, política y económica. Pero ojalá no sea demasiado tarde para entender que, en el caso del desequilibrio ambiental, lo urgente es justamente lo más importante.
“La ambigüedad es el legado ambiental de Duque” (Juan, por favor poner este intertítulo con su texto resaltado con algo, la idea era que fuera recuadro, pero es muy largo. Entonces, resaltar con diseño)
Para el internacionalista Matías Franchini, la gestión del gobierno de Iván Duque en materia ambiental, en general, y climática, en particular, es ambigua. A finales de 2020, su administración presentó ante el Panel Intergubernamental de Cambio Climático una nueva contribución nacionalmente determinada que implica reducir el 51% de las emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, una meta bastante ambiciosa que causó sorpresa en el ámbito doméstico y foráneo.
Aunque, según él, no está del todo clara la base técnica para determinar dicha cifra y, más aun, su viabilidad, lo cierto es que generó un impacto positivo que le permitió a Duque proyectar al país como líder ambiental. “Sin embargo, hay una ambigüedad muy marcada: de un lado, un discurso internacional que presenta a Colombia como líder climático reconocido por la comunidad mundial, particularmente por Estados Unidos, pero de puertas para adentro vemos un aumento de los niveles de deforestación y de asesinatos de líderes ambientales, situación que vergonzosamente pone al país en el primer lugar; tampoco hubo grandes medidas de crecimiento verde en el paquete de recuperación económica por la pandemia y, adicionalmente, se mantiene el apoyo al fracking, que definitivamente no es una medida de liderazgo climático”.
Por su parte, para Germán Poveda, profesor de la Universidad Nacional de Colombia y exmiembro del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, desde 2015 la gestión de los dos últimos gobiernos es bastante pobre en términos climáticos: “Aunque Colombia se ha limpiado la conciencia diciendo que emitimos menos del 1% de los gases de efecto invernadero, ese argumento no es válido para haber mantenido por tanto tiempo unas políticas –reales, no en el papel– de inacción ante las amenazas, los riesgos y los impactos que nos está causando el cambio climático. Esa meta es muy tímida y tardía”.
Para este ingeniero y doctor en recursos hídricos, “hay buenos planes de adaptación escritos en el papel, pero su implementación hasta hoy ha sido más que precaria. Un estudio reciente elaborado por la Red Iberoamericana de Oficinas de Cambio Climático demuestra el poco avance en la implementación efectiva de los planes de adaptación contra el cambio climático en Colombia (…) que sigue deforestando sus bosques de manera esquizofrénica, sin entender, y, aún peor, sin valorar económicamente, los servicios ecosistémicos que nos proporcionan”.
Teniendo en cuenta que un tercio de las emisiones de Colombia se derivan de la deforestación, es allí donde debe estar el foco de su política pública para mitigar el cambio climático. Ahora bien, la pérdida abrumadora de bosque, particularmente en la Amazonía, es un problema que no surgió en el último cuatrienio y que se sabía que se agudizaría tras la firma del Acuerdo de Paz con las Farc –conforme lo advirtieron entidades ambientales de distinto orden y la propia administración de Juan Manuel Santos–. Sin embargo, no se adoptaron las medidas necesarias para contener o contrarrestar su impacto.
¿Y eso qué implica? “Controlar el territorio, que el Estado se haga presente, implementar el Acuerdo de Paz y establecer nuevos mecanismos para que las poblaciones que entren en economías ilícitas puedan tener sustitutos lícitos para su sustento económico. El asunto es de tal magnitud que uno podría decir que, si Colombia logra controlar o mitigar la deforestación podrá solucionar una serie de problemas históricos del país”, concluye Franchini.
Panorama de las cinco potencias climáticas de la región