Sobre baños y dolores
Por:Amira Abultaif Kadamani
Foto:Milagro Castro
Cultura y sociedad
Por:Amira Abultaif Kadamani
Foto:Milagro Castro
Cuando a los 22 años, Immaculée Ilibagiza, una joven ruandesa que estudiaba ingeniería eléctrica y mecánica en la Universidad Nacional de Ruanda, decidió visitar a su familia en su pueblo natal, durante las vacaciones de Pascua de 1994, el horror trasformó su vida para siempre. El 6 de abril de ese año, el avión en el que viajaban el presidente ruandés y su homólogo burundés, ambos de la comunidad hutu, fue derribado sobre Kigali, la capital de Ruanda.
En represalia por ese doble asesinato el gobierno ruandés emprendió el exterminio de los tutsis, la tribu a la que se le culpó del atentado y a la que pertenecían Ilibagiza y su familia, 60 DIVULGACIÓN CIENTÍFICA quienes automáticamente se convirtieron en blanco de los escuadrones de la muerte, que no dejaron aldea exenta de matanzas.
Para proteger a su única hija de violación y homicidio de los extremistas, el padre de Ilibagiza le pidió que corriera y se refugiara en la casa de un pastor amigo, quien la acogió junto con siete mujeres más y las escondió en el baño de su casa. Para evitar levantar sospechas selló ese habitáculo y no le contó nada a su propia familia. Y así, dentro de un baño de un metro cuadrado, permanecieron las ocho mujeres acurrucadas y en silencio durante 91 días, a la espera de que cesara la brutal pesadilla.
Al final de su dramático enclaustramiento, y con solo 29 kilos de peso entre pecho y espalda, Ilibagiza salió para contarle al mundo sobre la hazaña de su supervivencia y cómo, con el bálsamo del tiempo y el regocijo de su fe católica, encontró el consuelo y la paz interior para perdonar a los asesinos de sus padres, dos de sus hermanos y su pueblo.
Su relato ha servido de inspiración para millones de personas en el mundo, incluida Ángela Santamaría, quien por más de un lustro se ha dedicado al trabajo con comunidades indígenas desde el Centro de Conflictos y Paz y el Centro de Estudios Interculturales de la Universidad del Rosario. Esta abogada, con maestría en filosofía y doctorado en sociología, se amparó en la sobrecogedora experiencia de esas ruandesas dentro de un diminuto baño para crear un espacio semejante e invitar a decenas de mujeres indígenas a que indagaran y, si querían, compartieran sus propias historias de sufrimiento y dolor.
Este proyecto tuvo su origen en un proceso de catarsis de Santamaría y su búsqueda de mecanismos para abordar sus conflictos y penas en un incesante trabajo interior. Aquí, el contexto y los detalles de esta exploración íntima e intimista.
La investigadora Ángela Santamaría comenta que las mujeres indígenas “son la representación de la madre Tierra, la naturaleza. En la mayoría de las culturas son ellas la expresión humana de la fuerza espiritual y la Tierra como planeta y elemento energético”.
Divulgación Científica: ¿Cómo surgió ‘El baño de los Recuerdos’ a manera de instalación de arte?
Ángela Santamaría: Incursioné en un taller de creación con una maestra de arte contemporáneo: Rita Miranda. Nos reuníamos todos los lunes en un proceso de búsqueda interna y de construcción de nuestras propias memorias de dolor. Empezamos a elaborar varios objetos y a trabajar en mis memorias dolorosas frente a la discriminación vivida siendo madre adolescente.
A través de las piezas que creamos empecé a profundizar en todas mis experiencias de abandono y de violencia. En ese caminar elaboré un vestido que simboliza la resignificación de la experiencia de mi primer matrimonio y lo vinculé al relato estremecedor de Immaculée Ilibagiza, el cual leí mientras desarrollé el taller. Me conmovió su resistencia y los lazos que construyó con las otras mujeres, y eso fue entrelazándose con mi historia personal y me inspiró a crear una instalación artística con la ilusión de reproducir esa experiencia con mujeres indígenas.
Construí un baño portátil y lo llevé a diferentes poblaciones indígenas de la Amazonía para que las mujeres de comunidades nativas ingresaran y compartieran sus experiencias basadas en el dolor y las violencias a la que habían sido sometidas. Así, a través de este baño del recuerdo creamos un tejido en el que expusimos no solo nuestros sufrimientos sino los regalos que llegaron con cubrir nuestro poder político y espiritual. La instalación se convirtió en un trabajo colaborativo de sanación.
¿Cómo era físicamente la estructura del baño y qué objetos tenía?
Lo que hice fue reproducir en una estructura muy sencilla de PVC las medidas del baño en el que Immaculée estuvo recluida, la cubrí con cortinas plásticas —un elemento que conlleva a un mundo de insinuaciones y atisbos— y en su interior puse varias piezas: mi vestido de novia creado en el taller, velas, plantas medicinales, tabaco y un altar con fotografías que recolecté en un recorrido por distintos lugares del país que evocaban diversas violencias contra las mujeres.
¿Cómo fue la reacción de las mujeres indígenas?
Ellas entraban por grupos de nueve y ninguna aguantó más de tres minutos; se salían muy rápido al pensar en esas mujeres ruandesas que tuvieron que llorar juntas, menstruar juntas, dormir juntas, respirar juntas… todo. Trabajamos en la sensación de ahogo, la angustia y el encierro.
Recuerdo mucho a Guaira Jacanamijoy, del pueblo inga y líder de las mujeres en Caquetá, porque comenzó a fumar tabaco para limpiar el dolor de las ruandesas, el mío y el de las otras mujeres allí. Fue un ejercicio de sanación colaborativa muy bello. Tener tantas historias de sufrimiento apeñuscadas era apabullante; no obstante, también era conmovedor e impulsor de la acción, porque siempre terminábamos pensando “qué hacemos”, “cómo resolvemos esto”. También me impresionó que la mayoría de las mujeres insistieron en que las blancas también sufrimos. En el imaginario colectivo suele existir la idea de que las mujeres, cuando tenemos ciertos privilegios, no sufrimos y no tenemos conexión con las demás. Sin embargo, creo que logramos trabajar mucho el tema de la empatía. Al salir del baño, cada una diseñaba un retablo con dibujos que contaban su historia; yo los recolectaba y los colocaba en el altar que había dispuesto dentro del baño.
Mujeres indígenas de 14 comunidades de Caquetá y Amazonas participaron en el proyecto compartiendo sus experiencias basadas en el dolor y la violencia.
¿En cuántas poblaciones estuvo la instalación y durante cuánto tiempo?
Visitamos Florencia (Caquetá) y Araracuara (Amazonas). Participaron indígenas de 14 comunidades (Piratapuyo, Piapoco, 63 Puinave, Desana, Curripaco, Guanana, Cubeo, Kamentsa, Huitoto, Miraña, Ticuna, Cocama, Yanacona y Carapana), y en cada una la instalación permanecía una semana. Cada dos o tres meses regresábamos al territorio; en total hicimos cinco visitas a cada población.
En este proyecto ejecutado entre 2010 y 2015 participaron ocho docentes de la Universidad del Rosario de distintas áreas del conocimiento (cuatro mujeres y cuatro hombres); todos hacemos parte de la unidad llamada UR Intercultural, dentro de la cual está la Escuela Intercultural de Diplomacia Indígena, el organismo desde donde trabajamos con las comunidades en los territorios.
Este proyecto surgió de un proceso de catarsis suyo. ¿Qué la motivó a querer hacer lo mismo con mujeres indígenas y a involucrar su historia personal?
Antes de trabajar con los demás debía experimentar en mí misma para determinar cómo podía generar un mecanismo de diálogo alrededor de esos dolores. La pregunta detrás de todo es cómo podemos juntarnos mujeres blanco-mestizas, indígenas, afro y de distintas procedencias. Eso es algo difícil. Mi inquietud era, y sigue siendo, cómo y desde dónde podemos unirnos buscando nuestras sinergias en vez de profundizar en lo que nos separa.
¿Por qué tiene un vínculo tan estrecho con las poblaciones indígenas?
Siempre ha sido un impulso ciego. Lo sentí desde los 13 años en el Liceo Francés, donde estudié. Allí tuve una clase muy bonita de arqueología que me permitió descubrir la antropología y los pueblos originarios. Pensé que, como en Colombia venimos de los pueblos indígenas, quería dedicar mi vida a ellos. Seguí ese impulso y tuve la gran fortuna de encontrarme con estudiantes indígenas en la Javeriana —donde cursé una maestría en filosofía— y luego en el Rosario. Después hice amistades con distintas mujeres indígenas y me comprometí con su lucha. Y hoy en día las relaciones más importantes de mi vida son con ellas, especialmente con mis grandes amigas Dunen Muelas, Fanny Kuiru y Obdulia Hernández.
¿Qué significan las mujeres indígenas en su vida?
Para mí son la representación de la madre Tierra, la naturaleza. En la mayoría de las culturas son ellas la expresión humana de la fuerza espiritual y la Tierra como planeta y elemento energético. Creo que por eso es la fuerza que tienen en sus luchas, así como su tenacidad y poder no solo en lo político, sino también en lo espiritual. Tienen la capacidad de estar ‘biocentradas’. Ha sido un camino de mucha admiración y fascinación con lo que históricamente han hecho.
¿Logró sanar sus propias heridas a través de este proyecto?
Sí. Fue muy bello haber creado esta instalación y compartir mi experiencia. Obviamente uno sigue viviendo y aparecen nuevos dolores, pero así es el trabajo interior: infinito. En su momento vi mi fuerza en ellas, todas mujeres rurales e indígenas muy aisladas, poco reconocidas, con poco apoyo y recursos, pero con una fuerza impresionante para seguir levantadas, con la cabeza en alto. Sus procesos de sanación y lucha son conmovedores.
“En el imaginario colectivo suele existir la idea de que las mujeres, cuando tenemos ciertos privilegios, no sufrimos y no tenemos conexión con las demás. Sin embargo, creo que logramos trabajar mucho el tema de la empatía. Al salir del baño, cada una diseñaba un retablo con dibujos que contaban su historia; yo los recolectaba y los colocaba en el altar que había dispuesto dentro del baño”.