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Álvaro Pablo Ortiz: un maestro (un amigo) único e irrepetible

Juan Esteban Constaín Croce

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“fue soldado excepcional, señor prudente y justo…”
Álvaro Mutis, Funeral en Viana

En La granja de los animales, la famosísima y aterradora distopía y fábula de George Orwell, hay una frase que revela la trampa y la falacia del discurso democrático cuando en él se agazapan los déspotas para erigir sus brutales tiranías: “Todos los animales son iguales, pero hay unos que son más iguales que otros…”. En el caso de la humanidad uno podría darle varias vueltas de tuerca  a esa idea y decir lo contrario, que los seres humanos somos siempre distintos siempre: de eso se trata todo pero hay unos que son más distintos que otros. Los ‘raros’, los llamó en un libro muy bello el poeta nicaragüense Ruben Darío: personajes irrepetibles y únicos que parecen sacados de una novela, incluso si se piensa en su indumentaria y su apariencia, su estampa, sus maneras; almas marginales y heroicas, románticas, que viven según un código de honor que nadie más tiene ni puede imitar, por eso las vemos atravesar el mundo con asombro y maravilla mientras lo van dotando de un significado excepcional, una hondura, una belleza y una dignidad que al final, se diría, son casi la justificación de que nuestra especie exista. Así era Álvaro Pablo Ortiz, quien murió hace un par de semanas en Bogotá, la ciudad en la que también nació y a la que una vez, en un mensaje de voz que me puso hace un año y que atesoro como todos los recuerdos que viví a su lado, llamó “un rugido y un pugilato”, luego de una de esas descripciones magistrales suyas que eran un prodigio de humor y de elocuencia, de ternura y de resignación.

Bastaba ver a Álvaro Pablo, su imagen de hidalgo y de rabino, su semblante de Don Quijote más joven con un maletín de cuero lleno de libros, un cigarrillo siempre en la mano, el humo lo perseguía y le daba un halo de misterio y de importancia, para reconocer en él todo lo que era: un maestro y un sabio, un hombre noble y bueno como pocos, el mejor de los amigos. Casi siempre exhibía una espesa barba de la que sólo se despojaba si alguien le había adjudicado más años que los que en realidad tenía; al otro día llegaba afeitado y azul, sonriente y lozano, como si nadie se hubiera dado cuenta. Justo la barba le daba un toque venerable y serio de viejo erudito (me habría matado por decirle viejo, se habría cogido la cabeza mirándome aterrado, me habría dicho que  le estoy haciendo un “flaco favor”; lo siento mucho, ‘ciuda’ querido), por eso tanta gente le profesaba un cierto temor reverencial y él lo sabía y se sobreactuaba y disfrutaba mucho haciéndolo, entonces se llevaba las dos manos a la solapa de su chaqueta impecable y de pana o de paño, levantaba un dedo y hablaba con una entonación y una prosodia perfectas y un lenguaje riquísimo, cultivado en sus insaciables y deslumbrantes lecturas, muchas de ellas de una época más parecida a la de su papá que a la suya, de ahí que no fuera raro oírle adjetivos como ‘contumaz’ o ‘inconsútil’, o ex-presiones que además llevaban un dejo del acento santandereano de sus mayores, como cuando una vez le oí decir una noche en el apartamento de María del Rosario que estábamos comiendo y varios nos excedimos con una pizza que había y él nos reconvino y nos puso en nuestro sitio y apenas exclamó, le oí decir: “Carajo, juepuerca, esto no es el Bucarica…”.

Detrás de esa coraza dura e histriónica se escondía el más bondadoso y frágil de los seres, una especie de niño que igual podía disertar dos o tres horas sobre La decadencia de Occidente o Los siete pilares de la sabiduría y lanzarse a comer sin medida helados y gomas, comparando siempre su ración con la del que tuviera al lado. Era la misma gula, la misma fruición, para usar palabras que sé que le causarían mucha gracia, con que frecuentaba las librerías de viejo de la ciudad, donde era a la vez admirado por sus conocimientos insondables y su carisma y temido por su ojo rapaz para detectar, de un solo golpe, la joya que nadie más había visto y que él se llevaba feliz junto con veinte cosas más que leía esa misma noche “en diagonal”, como le gustaba decir, subrayando párrafos enteros para ver si ese libro le interesaba o no o le enseñaba algo nuevo, y después, ya con los días, iba decantando esa biblioteca y la iba desmenuzando con calma y curiosidad, nunca he visto a nadie que leyera con más pasión y voracidad que él. Durante muchos años hice a su lado ese periplo que empezaba en el centro donde nuestros amigos los hermanos Gamboa, en la librería Templarios, para luego llegar, al caer la tarde, donde don Guillermo Martínez en Trilce, un gran poeta y librero, muerto en 2016, del que Álvaro Pablo se hizo confidente de verdad. Allí podía pasar horas enteras fumando, tomando café, viendo libros, conversando; por alguna razón muy particular, sin duda su bondad, era como un imán para toda clase de orates, a los cuales ahuyentaba pero muy lento y muy despacio y gentil, a un costo psíquico altísimo y heroico. Entonces me decía alzando los hombros: “Qué hago, ciudadano: yo los atraigo…”.

Esa es otra de sus facetas que recuerdo con más afecto y nostalgia, la de su esoterismo y su intuición; o algo así. Le encantaban el tarot, las runas, los amuletos; tenía la idea ––no hay día en que yo no la recuerde con una sonrisa de oreja a oreja, porque además es brillante y cierta–– de que hay seres humanos que son como “dráculas energéticos” que se nos acercan y nos dejan descargados y exhaustos, “quedé enfermo”, decía él. Y sin embargo su prestigio y su talento como profesor eran tan grandes que siempre se lo veía por el Claustro rodeado de discípulos que lo seguían a todas partes con fanatismo y devoción, muchos de ellos lo imitaban y asumían sus gestos, sus palabras, sus ideas, hasta su forma de caminar y de vestir. Álvaro Pablo Ortiz era un maestro en el sentido más alto y más bello de la palabra porque no sólo enseñaba en el salón de clases, y ahí era un espectáculo verlo por su elocuencia y su erudición sin límites, sino también, y a veces mucho más, por fuera de él, donde ejercía una influencia vital más que académica hecha de ideas provocadoras, recomendaciones bibliográficas, confidencias sentimentales, solidaridad con las angustias y perplejidades de sus estudiantes, que por eso lo adoraban y lo hicieron, por aclamación, el más emblemático y popular de los profesores del Rosario. En ese sentido la suya era una idea pedagógica y filosófica como de la Antigüedad, en la que la enseñanza es un destino, una vocación que se vuelve la vida entera y por eso mismo el maestro se compenetra con sus estudiantes tanto que los hace parte fundamental de su familia, de su ser.

También en eso era un anacronismo Álvaro Pablo Ortiz, el último vestigio de tiempos pasados, quizás tiempos mejores, que con él mueren de manera definitiva e irremediable. Porque su idea del saber y la cultura, una idea providencial y reveladora para tantas generaciones de rosaristas que nunca lo olvidarán, dista mucho de lo que hoy es la carrera académica, y esa es la razón, no hay que negarlo, por la que en sus últimos años una cierta amargura, agudizada por la pandemia y sus estragos, empañó la que había sido la mayor dicha de su vida que era dar clases y estar en la universidad, pasearse por el Claustro como una de sus figuras tutelares desde la madrugada hasta la noche, aunque ahora su nombre ya está en la leyenda y en la historia de ese Colegio Mayor al que quiso como nadie y al que le dio todo lo que fue. En ninguna otra parte gravita tanto el pasado como en el Rosario, y Álvaro Pablo ya habita allí, en esa especie de eternidad de la que tantas veces fue el mejor intérprete y mentor: Nova et vetera, siempre antigua y siempre nueva, su memoria brilla hoy al lado de la de tantos maestros que honraron con su ejemplo no sólo ese oficio maravilloso sino también el espíritu y el legado de una institución que, desde 1653, está enraizada en lo más profundo de lo que es Colombia, la otra gran pasión que atizó sus desvelos y reflexiones como profesor, pensador y escritor de altísimo vuelo y prosa vehemente y luminosa.

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Fotografía: Verónica Ortiz

Yo lo conocí en septiembre de 2001, hace más de veinte años. Recuerdo cuando Enrique Serrano, otro maestro insuperable, me lo presentó y me dijo que era un profesor de historia “de otros tiempos”, valga esa ambigüedad que hoy me parece más hermosa que nunca. Nos hicimos amigos del alma desde ese instante y para siempre, con un afecto que “ni siquiera la muerte podrá detener”, como me escribió en una dedicatoria de un libro que aquí tengo a mi lado, una vez más, para paliar con su recuerdo el dolor que me produce la idea inconcebible de un mundo sin él. Nos empezamos a decir “ciudadano” el uno al otro desde una tarde en que estábamos en una de las bancas del Claustro y nos acordamos de la costumbre del liberalismo radical, heredada de la Revolución Francesa, de darle a todo el mundo ese título. A partir de allí muchos amigos se sumaron al ritual y Álvaro Pablo se quedó con ese apelativo de cariño y de respeto que, al menos entre los dos, usamos siempre y hasta el final. Durante años, pero muchos años, lo primero que yo oía el sábado o el domingo en la mañana era una llamada telefónica que sonaba a las 7 o a las 7:30: era él, por supuesto, con quien me quedaba comentando las incidencias de la semana, los libros que habíamos conseguido, los últimos gracejos de Alfonso Ricaurte o Noguerita, los relatos de Enrique, las fotos que habíamos visto el viernes donde María del Rosario (y nos había dado ataque de risa a los tres: ese fue otro ritual que compartimos hasta la última vez que hablamos, una semana antes de su muerte), las investigaciones de María Clara, los adorables y paternales careos a los que nos sometía Ovidio en el CIEC, la plata que le debíamos a Carmen Lucía, la suerte y las teorías de Mauricio en Cali, las profecías y sentencias de Radamiro, la hiperactividad de Adriana, las tertulias con Lorenzo y con Julián, la biblioteca del ‘Flaquito’ Sebastián en Sáname, la labia encantadora del costeño Andrés, la solemnidad jurídica y la lealtad de Freddy, los arequipes viejos que Leon de Greiff llevaba en el bolsillo, cosa que nuestro adorado Jorgito Arias de Greiff, ‘el comodoro’, negó hasta el cansancio.

Fue esa una época inolvidable y dichosa, una idea tan permanente y plena de la vida que nunca pensamos que fuera a pasar, “la nostalgia es cuando a uno le da tristeza acordarse de una alegría”, dijo una vez una de mis hijas. Pero pasó, como todo, y sin embargo quedaron los recuerdos, el afecto, la felicidad que nos daba reencontrarnos y evocar esos días sin tiempo. En el centro de ese sentimiento, como nuestro punto de referencia y nuestro vínculo más fuerte, estaba Álvaro Pablo, la certeza de que conocerlo y gozar de su amistad y su presencia era un privilegio, una bendición. Cierro los ojos y lo veo casi en cada momento que compartí con él: en su posesión como miembro correspondiente de la Academia Colombiana de Historia, esa noche en que habló, cual rampante orador de tribuna, de Agualongo y los desfiladeros del Guáitara; el día del lanzamiento de Librorum, cuando se paró en el Aula Máxima a aplaudir con una cara de orgullo que todavía me conmueve por su generosidad y su ternura; una tarde con sus hijos Verónica y Cristian Fernando en mi carro destartalado, un Escarabajo rojo modelo 66 al que él le puso el nombre de ‘Gregorio Magno’, comiendo helados mientras fumaba y nos mostraba un libro que después me regaló: la Historia de España de Marcelino Menéndez y Pelayo, ahí está esa dedicatoria suya que no paro de leer: “con un afecto irrenunciable al que ni siquiera la muerte ––y yo creo con la fe de carbonero en el más allá–– podrá detener…”. Allí mismo me escribió: “estaba en mi destino conocerte…”. En el mío también, ‘ciuda’ querido; por fortuna en el mío también.

Y no habrá día en que no recuerde con orgullo y gratitud, como la forma más feliz de celebrar su memoria, que mis días fueron también los de Álvaro Pablo Ortiz y que su ejemplo y su impronta quedarán para siempre en todos los que tuvimos la dicha de conocerlo. Saber, como un consuelo, que en el mundo que nos tocó en suerte todavía quedaban seres como él.