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Editorial: La fe: ¿moverá montañas? (Escolio a un texto explícito)

Luis Enrique Nieto Arango

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Jorge Luis Borges, en un relato titulado Ulrica publicado en El Libro de Arena en 1975, hace una alusión a nuestro país que conviene recordar:
«Nos presentaron. Le dije que era profesor de la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.
 

Me preguntó de un modo imperativo:
¿Qué es ser colombiano?
No lo sé-le respondí-Es un acto de fe.»

Borges debía intuir bien a Colombia: a los 14 años, aprendiendo latín en Suiza, leyó la traducción que don Miguel Antonio Caro hizo de La Eneida de Virgilio. Su madre, Leonor Acevedo, le leía el Nocturno de José A. Silva y versos festivos de José Manuel Marroquín como La Perrilla. Con interés y admiración leyó María de Jorge Isaacs y con renuencia a Vargas Vila.

En tres ocasiones, 1963, 1967 y 1978, visitó Bogotá y en el Teatro Colón, al tiempo con dos Rosaristas-Dario Echandía y Alberto Lleras-, recibió el doctorado Honoris Causa de la Universidad de los Andes.
En Medellín, en un homenaje con el Gobernador de Antioquia, prefirió entretenerse oyendo historias de tango y malevos paisas, en lugar de atender los discursos de rigor.

En un poema, dictado a Álvaro Castaño, en 1963 y a hurtadillas de su madre, publicado en El Otro, El Mismo de 1964, menciona su paso por Colombia.

En El Libro de los Seres Imaginarios, publicado en 1967, exhorta a los colombianos a que le informen sobre esos seres, existentes en el país.

En 1982, una postrera visita a Bogotá, anhelada por Borges -siempre enamoradizo-para reencontrarse con una mujer que lo había hecho suspirar, se frustró debido a un accidente sufrido en un hotel de Madrid.
Jorge Gaitán Durán lo llevó al comité patrocinador de la Revista Mito; Álvaro Castaño grabó su voz en la emisora HJCK ; Gloria Valencia lo entrevistó para un documental; Juan Gustavo Cobo Borda y Mauricio Botero lo frecuentaron en Buenos Aires. Todos ellos sin duda permitieron que la aguda inteligencia de Borges se formara un acertado criterio sobre esta esquina del continente, donde, según dijo, «se toma en serio la literatura».

Por todo eso, y mucho más, la frase de Ulrica, un cuento en que fulge el amor humano-tan presente en su poesía pero casi inexistente en su prosa-no puede interpretarse como una boutade-a las que Borges era tan proclive-o como un mero recurso literario ya que la tumba en que reposa el argentino, en el cementerio de Plainpalais, en Ginebra, Suiza, ostenta está inscripción, acordada con su mujer María Kodama: «De Ulrica a Javier Otálora».

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La decisión de llevar hasta su último destino, el monumento funerario, la memoria de este relato en la mención a ser colombiano como un acto de fe, no puede pasar desapercibida entre la vasta y compleja obra de alguien que, mediante la literatura, logró escudriñar y acaso desentrañar los más hondos misterios de la humanidad y el cosmos.
 
En el día de hoy, que un virus, invisible y humilde como todos los virus, nos ha colocado en pie de igualdad a todos los humanos, víctimas indistintas de una pandemia letal e irremediable, quedan al descubierto todas las carencias, debilidades e inconsistencias de una sociedad lastrada por un pasado colonial, el cual todavía gravita en una nostalgia de la hegemonía política y la intolerancia religiosa que ha permitido la permanencia de una sociedad que sobresale, por índices objetivos como el coeficiente de Gini, entre las más desiguales del mundo.
 
Con un territorio más extendido que la capacidad del Estado para ordenarlo y dirigirlo, la Nación Colombiana bien ha podido ser apodada por un expresidente, López Michelsen, El Tíbet suramericano o por otro, Lleras Restrepo, un país desencuadernado. Otro dirigente, que no llegó a la presidencia pues como tantos otros fue asesinado, Jorge Eliécer Gaitán, consideró nuestra patria irremediablemente escindida entre el país nacional y el país político.
 
Está tradición de la pobreza en todos los órdenes casi con seguridad fue captada por Borges, significando que únicamente la fe del carbonero, a la que se refiere Unamuno en La Agonía del Cristianismo-simple, sencilla y que no exige pruebas ni argumentos-ha hecho posible imaginar, con más candor que realismo, un país viable y sostenible que, en la cruda realidad de lo profundo, está reclamando a gritos, sofocados por el miedo, la violencia o, lo que es peor, por la ignorancia provocada por la publicidad engañosa, un cambio rotundo para alcanzar los niveles de equidad y participación real, exigidos por la genuina democracia.
 
A esa desigualdad, heredada de un rígido sistema de castas, se une una economía dependiente de la exportación de materias primas y de recursos no renovables que acentúa, cada vez en mayor medida, la brecha existente entre los pocos que tienen mucho y los muchos que no tienen nada.
 
La informalidad y la ilegalidad aprovechan un sistema tributario ineficiente, incapaz de contribuir a la redistribución de la riqueza.
 
La sempiterna y ubicua corrupción, aupada por la violencia política y el narcotráfico, omnipresentes desde hace más de medio siglo, facilita mantener sobre Colombia esa Aurea Mediocritas que el Profesor Jaime Jaramillo Uribe, en un revelador ensayo señaló, hace ya tiempos, como la característica dominante de nuestra personalidad histórica.
 
Actualmente se especula sobre si la crisis que, sin pensarlo, nos ha atropellado, hará que el país político reaccione, corrigiendo el rumbo que hasta ahora, por inercia y llevado por la entropía, ha mantenido y que nos acerca al desastre o, por el contrario fiel a la historia, va a continuar por el mismo camino para perpetuar un fracaso que solo la ingenuidad y la fe no permiten advertir. 
 
Las inmensas montañas, los obstáculos que se interponen entre los colombianos y separan a las grandes mayorías del estado de bienestar al que por su dignidad tienen derecho ¿Se removerán para dar lugar a un nuevo país?.
 
He aquí la gran disyuntiva que se nos presenta. El pesimismo, abonado por 200 años de reincidencia en la injusticia y la discriminación, hace pensar que todo seguirá igual o, que en virtud del gatopardismo tan presente en nuestra historia, todo cambiará para continuar igual.
 
Algunos pocos soñadores utópicos, entre los cuales pueden contarse los académicos, al estilo de Javier Otálora, el supuesto profesor enamorado de Ulrica del relato borgiano, basados en el conocimiento de una realidad innegable, albergan, albergamos, una esperanza de que, esta vez sí, esa fe que hasta el momento ha logrado mantener la ficción de un país justo y en desarrollo, torne hacia un compromiso con el Bien Común, distante de los intereses mercantilistas, inmediatistas e individuales, que siente las bases de una nueva sociedad, en la cual las generaciones venideras tengan «una segunda oportunidad sobre la tierra».