El declive de Occidente
Tomás Molina
Las civilizaciones son artefactos históricos. Tienen fechas inexactas de nacimiento, de declive y de muerte. No es fácil, empero, saber si nuestra civilización florece o decae. Los prejuicios se interponen en el camino de un juicio probo. Aquí nuevas músicas nos parecieron síntoma inequívoco de declive; acullá transformaciones en la moral nos parecieron signos de una próxima muerte. Pero el error interpretativo nos acosa por todas partes: lo que ayer nos parecía una innovación artística decadente hoy resultó una renovación total; la transformación moral que producía repulsión en realidad fue el preludio de un nuevo amanecer.
Quizá es posible recurrir a una hipótesis que, aunque inexacta, permita juicios menos arbitrarios. Las razones internas por las que una civilización decae son dos: nadie cree en sus valores o sus valores no le permiten enfrentarse con éxito a las dificultades que se le presentan. En efecto, una civilización en la que nadie cree tiene poco tiempo de vida. Templos, ciudades, palacios y sistemas políticos solo se llenan de vitalidad cuando la gente cree en ellos. Pero una civilización cuyos valores ya no le permiten enfrentarse exitosamente al universo circundante también carece de un futuro promisorio, incluso (o sobre todo) si los hombres confían en ella.
¿Cree en sus valores Occidente?
¿Son útiles todavía los valores occidentales?
¿Está Occidente en declive?
I
Toda civilización se fundamenta en una visión de mundo o Weltanschauung, que, a su vez, se sustenta más hondamente en una jerarquía de valores. Las civilizaciones, en efecto, no resultan del desorden, del capricho o de la horizontalidad axiológica. Una civilización solo puede formarse política, social y jurídicamente cuando ha establecido que ciertas cosas son más importantes que otras. Pero toda jerarquía ordena los entes que la componen a partir de un principio supremo.
El presente, el pasado y el futuro de una civilización solo son entendibles con referencia al valor supremo que la estructura.
Pero las civilizaciones no escogen sus valores en un empíreo mítico. Todas optan por ellos en las siniestras tolvaneras de la historia. Aquí la supervivencia obliga a la adopción de este valor; allá los conquistadores obligan a este otro; acullá un poeta y un profeta me deslumbran con su voz y su prédica. La civilización del occidente medieval, verbigracia, fue un parto violento después del agotamiento, la decadencia y la guerra de la Antigüedad tardía. Las invasiones bárbaras y el cristianismo son su partida de nacimiento. Sus valores nacen con la lucha, la fe y la vendimia.
El Occidente moderno a su vez nace de las ruinas del medioevo. Pero puesto que una comprensión cabal de nuestro valor supremo solo es posible atendiendo a su origen y desarrollo, es preciso explicar por qué y en qué condiciones nace.
II
Después de un milenio la civilización medieval fue testigo del marchitamiento de su jerarquía axiológica. Los valores fundamentales sobre los que el hombre medieval construía su universo dejaron de ampararlo. Lo que antes parecía hecho de granito resultó ser polvo en el camino de la historia. Revoluciones en el pensamiento, la sociedad y la política abrirían el espacio para nuevas formas de ser-en-el-mundo.
Primero, Ockham llegó a una conclusión fulminante. Dada la absoluta e ilimitada capacidad de Dios para crear o destruir lo que quiera, el mundo en el que vivimos carece de una razón suficiente que lo justifique. Existimos solo porque Dios lo quiere, pero Dios puede dejar de quererlo en cualquier momento. Nada nos garantiza que todo seguirá como está, ni que tendremos una vida en el más allá, pues para Ockham Dios no nos debe nada y no nos puede deber nada. Dios es incapaz de sostener las promesas que justifican el orden social.
El valor que fundamentaba la civilización medieval recibió un ataque devastador.
Empero, después de Ockham todavía era posible sostener que si bien Dios no era confiable, por lo menos éramos el centro del Universo. De tal modo, cabía esperar que fuéramos razonablemente importantes. No obstante, Copérnico eliminó cualquier esperanza en esa dirección. No solo Dios no nos debe nada: tampoco nos hizo importantes. ¿Qué hacer entonces?
En el espacio de unos pocos siglos el universo del hombre medieval se hizo cada vez más insostenible, más débil, más precario. Los góticos arbotantes no podían sostener más las paredes metafísicas de aquel mundo. Por las agrietadas bóvedas catedralicias se infiltraban ya la lluvia, la nieve y el viento.
Cuatro golpes hicieron imposible cualquier reparación del universo medieval: el ascenso del capitalismo, el predominio de la burguesía, la Reforma y la consolidación del Estado moderno. En efecto, el capitalismo hace obsoletas las relaciones feudales con la urbanización de la sociedad y el predominio del trabajo asalariado. La aristocracia pierde terreno frente a una burguesía que asciende con sus riquezas hasta el pináculo de la escala social y luego expande su ethos por todo el cuerpo político. Así, los valores guerreros y estamentales que habían predominado dieron paso a los valores comerciales del mundo moderno. Por otro lado, la Reforma acaba con la unidad religiosa y metafísica de Europa; además, su propio desarrollo teológico termina por abrir el campo al liberalismo y el secularismo. Finalmente, el Estado centralizado de la modernidad hace innecesario que los campesinos sean protegidos por señores feudales y, por tanto, los deja sin función legítima.
La Revolución francesa no mata la civilización feudal, sino que meramente se encarga de sus ritos mortuorios. Abolidas las condiciones históricas que hacían posibles los valores medievales, el feudalismo auténtico había perecido mucho antes de 1789. En aquel año solo quedaba un cadáver insepulto que exigía una funérea fosa.
La civilización medieval decayó y murió porque se hizo imposible creer en sus valores. Por eso, ella misma se transformó en el mundo moderno. Ninguna otra civilización le impuso al hombre medieval la modernidad: él mismo abandonó la Edad Media con el transcurrir de los siglos. Pero nuestra civilización es igualmente mortal. ¿Estamos acercándonos a su fin?
III
El hombre no vive cómodamente en la intemperie. El universo hostil lo obliga a construir moradas: sistemas metafísicos, ciudades, familias y civilizaciones. Toda morada, empero, tiene fecha de caducidad. Las familias mueren, las paredes de los templos se agrietan y los sistemas metafísicos finalmente ceden ante las imprecaciones de los siglos. Después del desmoronamiento de la morada medieval, sin embargo, el hombre europeo no podía meramente reconstruir lo que había perdido: debía buscar un nuevo hogar.
Si en las condiciones históricas y metafísicas del final de la Edad Media era cada vez más difícil que Dios fuera el pilar de la civilización occidental, si era cada vez más difícil que Dios fuera el dador de sentido, de autoridad y de luz, había que buscar otra fuente. Devolver la rueda de la historia era impensable. El desarrollo del cristianismo hacía imposible una regresión al paganismo. Pero si el hombre ya no podía confiar en los dioses debía confiar en sí mismo. Su nueva morada se levantaría con sus propias manos.
El valor fundamental de la civilización moderna es la autonomía humana.
La modernidad es perpetuo movimiento sobre un inmóvil principio; vuelo de pájaro sometido a un rígido itinerario; proteica criatura que tolera todo cambio, excepto el de su valor supremo.
Todas las creaciones políticas, jurídicas y metafísicas propiamente modernas se desprenden de aquel valor fundamental. Capitalismo, comunismo, ciencia, Ilustración y democracia sostienen que el hombre se basta a sí mismo para descubrir la verdad y crear un orden social óptimo.
Dios es recluido en la cómoda privacidad del hogar.
El hombre se da a sí mismo su ley, su orden y su autoridad.
IV
La autonomía, aunque suprema, necesita de otros valores que la hagan realidad. El hombre solo puede ser autónomo si se le dan el régimen político, los derechos, las libertades, las riquezas y la igualdad que necesita para serlo. En efecto, el hombre solo puede ser autónomo en un régimen democrático, libre y próspero en el cual ninguna voluntad se impone sobre la suya, excepto por mera conveniencia.
Un Occidente floreciente no disputa su valor supremo, sino la forma de alcanzarlo. Los liberales proponen un individualismo donde, mediante la disminución del Estado, la democracia y el intercambio en el mercado, los sujetos alcancen el mayor grado de autonomía posible de acuerdo a los principios capitalistas. Así, solo minimizando al Estado y maximizando al mercado podrá el hombre elegir auténticamente su propio destino. Los comunistas proponen el desmantelamiento de las estructuras capitalistas y liberales para crear un nuevo hombre que sea verdaderamente autónomo, i.e., que no sea un esclavo del mercado y las corporaciones. Así, desembarazándose del capitalismo podrá el hombre elegir auténticamente su propio destino.
Liberalismo y comunismo sirven al mismo valor, aunque mutuamente se acusen de no defenderlo fielmente.
Ideologías de una modernidad crítica de la hipocresía del pasado, ambas son incapaces de una coherencia perfecta entre idea y acto. Aquí, el liberalismo proclama la libertad mientras defiende con sus actos la servidumbre de los pueblos periféricos; allá el comunismo proclama la igualdad mientras sus líderes explotan a sus propios ciudadanos. Pero sus fallos son esperables. Las sociedades nunca están a la altura de sus ideales.
El esquema ideal de una civilización que actúa de acuerdo a sus valores de manera perfecta y consecuente es mero artefacto analítico. No hay civilización así, aunque los valores determinen su forma y funden su visión de mundo. La civilización totalmente transparente es imposible. Ser civilizado consiste en creer y actuar modestamente, sin fanatismo y sin escepticismo paralizante.
No obstante, las ideologías modernas lograron encarnar una parte muy grande de sus valores. Hoy vivimos en un mundo moldeado y regido por ellos. Nunca la humanidad había gozado de tantas libertades, de tantos derechos y de tantas riquezas. Aunque los valores modernos todavía no están universalmente aplicados (lenta y torpemente llegan a las mujeres, los pueblos periféricos y las minorías sexuales), se encuentran cada vez más expandidos por el globo. Independientemente de las fantasías que se alberguen, hoy una buena parte de la humanidad quiere una vida moderna, burguesa y cómoda. Creemos todavía en los valores occidentales aunque cotidianamente lo neguemos.
Los otros mundos con los que hasta hoy es posible soñar legítimamente no son más que variaciones sobre el mismo tema de la autonomía humana. En efecto, hoy se puede cuestionar el sistema desde la izquierda y la derecha, pero la primera solo presenta propuestas para una implementación más radical del principio de la autonomía humana, mientras la segunda presenta propuestas para una implementación más modesta, más restringida y más desigual.
No vivimos en una era posideológica (si tal cosa es posible). Al contrario, en nuestros actos hemos estado comprometidos con las ideologías y valores de la modernidad. En verdad, hasta las religiones alternativas, las filosofías de supermercado y los modos de vida antisistema prometen autonomía y liberación, aparte de aceitar cada vez mejor el funcionamiento del capitalismo. La Nueva Era es un negocio millonario que no pone en el menor peligro al sistema económico y axiológico en el que vivimos. La modernidad hasta ahora ha tenido la capacidad de fagocitar a sus supuestos adversarios ideológicos para ponerlos a su servicio.
And yet, and yet…
V
Autonomía significa darse su propia ley. Todo ser autónomo está obligado a principiar de nuevo: no puede recibir lo que no venga de sí mismo. Por tanto, en la modernidad las tradiciones y genealogías se convierten en un peso insoportable, excepto como parte de un exótico espectáculo turístico. “Antes todos estaban locos” resume muy bien la actitud moderna ante el pasado. Pero si ya no recibimos nuestro ser del pasado, entonces tenemos la obligación titánica de reinventarnos a nosotros mismos. Sostenemos sobre nuestros hombros la exigencia de nunca poder descansar lánguidamente sobre nuestros conocimientos, identidades y mundos recibidos. Por todas partes nos condenan a caminar hacia adelante rápido y sin descanso. El agotamiento es, así, la consecuencia natural de la autonomía moderna.
Pululan hoy los individuos profundamente cansados y perdidos que, sin embargo, solo saben curar su agotamiento con más trabajo. No es extraño, pues, que los lemas del moderno sean “desarrolla tu potencial” y “cambia tu vida”. El disfrute de lo recibido, la vida ociosa, la conservación del pasado o la contemplación del cosmos son actitudes cada vez menos legítimas. El filósofo es visto con sospecha en cuanto mero intérprete del mundo. Las humanidades solo son legítimas si colaboran con la enérgica tarea de cambiar la realidad. Todos estamos obligados a ser más de lo que somos ahora. No es coincidencia que en colegios, universidades, empresas, publicidades y oficinas gubernamentales encontremos los lemas de la modernidad.
¡Producid (y produciros) o seréis nada!, nos gritan desde todas partes.
Pero ese re-hacer constante del hombre amplía la cantidad de categorías ontológicas a las que puede pertenecer. Si ni siquiera es tolerable que la naturaleza nos imponga un orden, si nada nos limita, si somos, en fin, autónomos, podemos escoger entre infinitas posibilidades de ser. Pero la sociedad tiene una capacidad limitada para absorber y legitimar las categorías que se van abriendo y que se le quieren imponer. De tal modo, el cambio rápido excede las posibilidades mismas de la sociedad, provocando graves tensiones y malestares. No obstante, las salidas de esta situación son inexistentes bajo el paradigma moderno: hoy no se puede negar legítimamente ninguna consecuencia de la autonomía.
Los problemas de todo lo anterior no son solo el mero recalentamiento de la capacidad transformativa de la sociedad y el cansancio del hombre. Lo más grave es que estamos perdidos. Aunque toda tradición es mezcla de esplendor y podredumbre, por lo menos podía darles a los hombres unas categorías ontológicas claras y distintas a las que pertenecer. La ansiedad de no saber qué rumbo tomar ni qué hacer eran impensables. El hombre tradicional tenía un lugar seguro y cómodo en la jerarquía ontológica de la sociedad, aunque materialmente no estuviera ni seguro ni cómodo.
En cambio, en la civilización moderna la seguridad ontológica fue intercambiada por la seguridad material. Puede que no sepamos de antemano quiénes somos, ni qué queremos ser, pero los frutos económicos y tecnológicos de la autonomía nos han permitido garantizar una seguridad material antes impensable. Pero, al mismo tiempo, nuevas hambres se despiertan, nuevos apetitos ontológicos aparecen en el horizonte. Y, además, cuando por fin decidimos qué queremos ser, descubrimos que no hay espacio suficiente para nosotros en la categoría que anhelamos: la cima ya está ocupada. La frustración, entonces, se suma al cansancio de la condición moderna. Tal vez el hombre moderno se ha librado cada vez más de la podredumbre de la esplendorosa tradición, pero al mismo tiempo ha terminado frustrado y cansado.
El debilitante aroma de la desorientación y la frustración invade los corredores de la civilización moderna.
Estamos cada vez más en la intemperie ontológica.
No todas las inseguridades, empero, son de un carácter tan abstracto. Los cambios rápidos de nuestra civilización provocan una acelerada pérdida del saber-vivir y el saber-hacer. El trabajador manual que es reemplazado por una máquina pierde su saber-hacer pues nadie lo quiere ya; pero también pierde su saber-vivir en cuanto ya no puede derivar su lugar en el mundo de su trabajo. Antes el mercado y la sociedad podían reconvertir al trabajador dándole otro saber-vivir y saber-hacer, o dándole un nuevo significado al que tenía, pero cada vez es más difícil que eso suceda a gran escala. Ya nada goza de estabilidad. Ni es aquel un problema exclusivo de los trabajadores manuales. Los profesionales también pueden ser reemplazados por máquinas y perder así su lugar en el mundo. El abogado mañana puede ser reemplazado por un software; el médico, por un robot; el profesor, por una grabación; su salón de clases, por un aula virtual; etc. La civilización occidental está produciendo cada vez más individuos rezagados y olvidados. Los campos industriales abandonados son solo el ejemplo más visible.
Estamos cada vez más en la intemperie económica y simbólica.
Al mismo tiempo que se enfrenta a masas excluidas de la dignidad del saber-hacer y del saber-vivir, la civilización occidental se enfrenta al reto de absorber a olas de migrantes que no comparten sus valores, ni mucho menos su valor supremo: la autonomía humana. Al contrario, dichos migrantes basan su visión de mundo en el valor contrario: el sometimiento de la voluntad humana a una voluntad trascendente. ¿Pero cómo negarles la entrada si reconocemos que son seres autónomos y con derechos? ¿Cómo absorberlos si ellos no se reconocen como seres autónomos? ¿Cómo contrarrestar, además, las ideologías radicales si Occidente no pisa ya un suelo firme? ¿Cómo sostener a Occidente si él mismo se da cuenta ahora de que su valor supremo no se sostiene en nada, ni siquiera en sí mismo?
En el campo del amor también abundan los problemas. En los países más avanzados el amor es cada vez más difícil, al tiempo que la soledad es cada vez más la norma. Se ha impuesto una autonomía absoluta que excluye cualquier contacto prolongado y amoroso con el otro. Hoy el otro es mero instrumento de mi placer, en el mejor de los casos. En el peor, ni siquiera hay contacto instrumental con el otro. Simplemente no hay contacto: la asexualidad solitaria crece en medio de un extraño silencio.
Por otro lado, vemos cada vez más individuos incapaces de cumplir las demandas del amor. Viven en un constante estado neurótico en el que rechazan a la persona que soñaban si la encuentran en la vida real. Así pues, imposibilitan ellos mismos toda relación satisfactoria. Finalmente, el libre mercado en el campo amoroso es tan brutal como el económico. Quien no cuenta con un capital simbólico atractivo vive en una triste soledad aunque quiera estar con otros. Hay cada vez más individuos, aunque invisibles para el gran Otro, que simplemente deben hacer la paz con el hecho de que vivirán solos el resto de su vida.
Estamos cada vez más en la intemperie erótica.
A los hombres perdidos, sin amor y sin dignidad, se suma otro fenómeno: el cambio climático, los refugiados, las tensiones entre grupos políticos, el reemplazo de los obreros por máquinas a gran escala, las inequidades, el terrorismo: hoy todos son problemas más difíciles que antes. Es posible que mañana la vasta mayoría de la mano de obra no calificada sea abolida por la tecnología. ¿Cómo tapará el Estado aquel problema antes de que las masas pierdan el control? ¿Podrá el mercado resolverlo sin conflictos? Es posible que mañana el cambio climático obligue a la evacuación de ciudades y países enteros. ¿Cómo nos encargaremos de aquello sin el caos de las viejas migraciones? No resultarán aquellos problemas en mayores tensiones étnicas, sociales y políticas? ¿Y no son aquellos problemas causados por la misma civilización moderna con su industria, su globalización, su capitalismo y sus Estados-nación?
Ayer podía pensarse todavía que, aunque el camino del progreso fuese difícil y lleno de luchas, finalmente llevaría a una arcádica armonía. Ayer era concebible que los problemas se arreglarían mediante una solución única: la eliminación de la propiedad privada, la profundización del mercado, o la modernización de los países. Hoy entendemos que el progreso es mucho más difícil y puede producir problemas más graves de los que pretende solucionar. Podríamos, pues, concluir que debemos prepararnos para más grandes luchas y sufrimientos. Quizá en eso consista el progreso mismo.
Pero en esta situación de desamparo existencial y profundización de los problemas las soluciones éticas no abundan. Carentes del suelo firme de la tradición, los ciudadanos hoy son presa fácil de las ideologías, del cinismo y de la estupidez. Profundizados los problemas, los ciudadanos pueden apelar a soluciones radicales que vayan en contra de sus propios valores fundamentales. La ideología cínica sería la encargada de aquello: “Sé muy bien que tienes derechos, pero pasaré por encima de ellos porque soy un ser autónomo con derecho a…”. Barridos los restos y tabúes de las viejas religiones que evitaban una autonomía totalmente corrompida por un egoísmo desaforado, hoy ya es fácil encontrarnos con el egotismo cínico.
Tal vez el Occidente moderno nos deje pronto de ofrecer un refugio ontológico, erótico, simbólico y político confiable.
¿Estamos acercándonos a una crisis equivalente a la del fin de la Edad Media?
Quizá la modernidad es un problema que excede a la misma modernidad.
En esta situación es preciso preguntarnos:
¿Cómo superar la situación sin renunciar a lo logrado?
¿Basta con seguir bebiendo las aguas de la modernidad actual para curarnos de nuestros males como piensan los liberales?
¿Podremos curarnos con una fuente moderna más pura y más radical como piensa la izquierda tradicional?
¿Tendremos que abandonar el valor fundamental de Occidente como piensan algunos posmodernos?
Pero si lo abandonamos ¿a dónde podremos ir? Los dioses han huido y el hombre habría aceptado que es incapaz de ser autónomo...
VI
El propósito que animó las anteriores líneas fue meramente el de plantear y contextualizar el problema. Las soluciones son algo de lo que carezco. Transmito solo mis perplejidades y mis preocupaciones.
Sobre el futuro:
Si Occidente logra superar sus retos en las condiciones axiológicas actuales podríamos presenciar el ascenso definitivo de la posthumanidad. La humanidad puede ser un recuerdo; el hombre puede morir, como ayer murieron civilizaciones, épocas, ciudades y templos. Un nuevo ser podría reemplazarlo.
Siempre sometido a las lacras de su sangre, a la avaricia del suelo y a los demonios de su biología, el hombre fue un animal acorralado. Pero el hombre moderno quiere escapar de sus ataduras naturales para realizar de manera más perfecta su pura y autónoma voluntad. La tecnología es el único límite auténtico que se interpone entre la voluntad humana y la realización plena de su autonomía. La tecnología le permitirá al hombre transformarse a sí mismo de maneras infinitas.
La posthumanidad es el futuro de un Occidente victorioso.
Ya es posible vislumbrar al demiurgo posthumano mientras se yergue con benevolencia divina y orgullo satánico.
Hoy más que nunca es necesaria la filosofía para pensarnos a nosotros mismos.
Vivimos en tiempos interesantes.