El Ojo Vigilante: El Concepto del Poder en Foucault
Felipe Cardona
Se asume como un síntoma de la paranoia considerar que la normalidad es sospechosa. Al fin y al cabo en que puede afectarnos el hecho de vivir en un equilibrio que no en pocas ocasiones raya con lo apacible. Como hombres comunes, amigos del espectáculo, privilegiamos los excesos, nuestra prioridad es hallarle medida y justificación a lo inestable. En cambio poco indagamos sobre el gesto trivial, nos interesa que hay en la mente del parricida, pero nos parece irrisible considerar la opción de analizar el viaje que hacemos a diario desde nuestro hogar hasta nuestros lugares de trabajo.
Lo que no sabemos es que detrás de cualquier movimiento, por simple o inocente que parezca, actúa una fuerza que está más allá de nuestra consideración. Es lo que Foucault llama en su libro vigilar y castigar, una “disciplina”. Todos nuestros movimientos, ya sean gestuales o dialécticos tienen una dirección, una utilidad social; y lo que surge gratuito o espontaneo es tomado como insubordinación y por lo tanto es castigado.
Como sus antecesores, los filósofos existencialistas, Foucault enfocó todos sus esfuerzos en la condición humana. Su premisa de cabecera la tomó de Pascal: “no sirve de nada saber la definición del dolor si antes no se ha sentido”. Esta elección vital se hace tangible en su obra vigilar y castigar. Cuando el pensador elabora la noción de poder, deja claro que no le importa definir el poder, ya que la esencia del poder no nos afecta tanto como su forma de manifestarse.
Sólo cuando las nociones abandonan la cómoda posición de la abstracción y entran en juego, sólo cuando se tornan corriente e inundan los espacios de la vida, es cuando son valiosas y por lo tanto pueden ser objeto de estudio. Foucault, seguramente concibió la idea de su obra vigilar y castigar al darse cuenta de que su elección sexual lo marginaba del escenario social. Tuvo intrigas sobre los mecanismos de exclusión e inclusión social. ¿Quien puso las reglas y cómo éstas han cambiado con el paso de los siglos?
La respuesta a este ejercicio espiritual se convirtió en toda una genealogía de las prácticas del poder a lo largo de la historia. Con la escrupulosidad del relojero, Foucault fue descubriendo cómo a través de las épocas se fueron estableciendo mecanismos sociales de control cada vez más sofisticados. En un principio para atormentar al disidente se necesitaba del verdugo y sus herramientas de tortura. La exclusión se pagaba con la sangre, la quema o el desmembramiento. Ahora basta una mirada de condescendencia para neutralizar cualquier intento de rebelión. El juicio que en la edad media dependía del juez o una corte de inquisidores, ahora es responsabilidad de cada uno de nosotros, todos somos capaces de juzgar y vigilar al prójimo. El verdugo antes, repudiado por su oficio poco agraciado, hoy se sienta con tranquilidad en nuestra mesa, comparte nuestro techo, e incluso duerme en nuestra misma cama.
Desde que nacemos hasta que morimos, somos educados para ser dóciles y útiles. La sociedad, en una intención mancomunada por sobrevivir crea espacios cerrados para la instrucción. El éxito de la instrucción está en aislar al hombre de otros espacios, imposibilitar un escape, cerrarle las puertas para que pueda comparar los distintos espacios. En la primera etapa de la vida nos topamos con la escuela, ese lugar abstraído al mundo y la familia donde se lleva a cabo la invención del niño, un nuevo rol, un actor que conlleva a una mayor dominación.
El tiempo también es otra forma de dominación, el hecho de organizar los hechos en secuencia o en serie, de dividir las circunstancias en pasado, presente o futuro crea un ambiente de mayor control. Por ejemplo en la escuela, el uso de grados y la división en clases del estudiantado ayuda a la formalización del aprendizaje. Hay mayor posibilidad de fiscalización y vigilancia, enfocarse en detalle.
A partir de esta consideración, el pensador rompe con la idea tradicional de poder. Para Foucault el poder no es un patrimonio aristocrático, es decir, no hay dueños del poder, es algo que pertenece a los fueros íntimos del hombre. Lo que usualmente se denomina con el nombre de poder, no es más que control. Un rey puede controlar a su pueblo como le venga en gana pero eso no quiere decir que sea el más poderoso.
El poder se comporta como el adagio popular, no se sabe de dónde proviene ni donde termina. Satura todos los espacios, tanto los virtuales como los reales, nada escapa a su fluidez aterradora. Hay un ojo que todo lo vigila y a lo que nada escapa, como el de la novela de George Orwell, 1984, que llega a límites tan reprobables como el de violar el espacio legítimo de la intimidad para cerciorarse de que su régimen totalitario funcione a la perfección. Si no queremos ser gráficos y dejar a un lado la ficción literaria, basta que indaguemos en nuestro interior. ¿Acaso eso que llamamos conciencia es otra cosa que el gran ojo vigilante que todo lo ve? ¿Estaba tan lejos de la realidad el libro de Orwell? ¿No somos nosotros mismos nuestros peores verdugos?