Los rastros malignos de la pureza: una reflexión en torno al carrobomba del ELN
Felipe Cardona
Felipe Cardona
“Cuanto más puro eres, más sucio eres”. Un postulado controversial, la excusa perfecta para que afilemos las uñas.
El que asalta nuestra integridad es el filósofo estoniano Slavoj Zizek; derrotismo nórdico dirán unos, broma de mal gusto, dirán otros. Los más sensatos le darán el beneficio de la duda y continuarán la lectura, para minutos más tarde, encontrarse con una mancha de café en el blanco inmaculado de su camisa.
Se trata de eso que pasamos por alto. En las pantallas que nos rodean se replica la misma historia: Un hombre temerario, perteneciente al grupo guerrillero del ELN, se inmoló en un carro bomba acabando con la vida de veintidós policías de la Escuela General Santander. No salimos del asombro y nos preguntamos sobre las motivaciones siniestras que llevaron a este hombre a optar por la acción humana más repudiable.
Nadie conoce los últimos pensamientos del suicida, pero es inevitable pensar en los fantasmas que rodearon sus acciones. Algo que sale a relucir en una primera instancia es su pertenencia a un grupo ideológico con una iniciativa concreta: La revolución de las clases populares a través de un levantamiento armado. El estallido se trata entonces de una acción política, una empresa trascendental en beneficio de los oprimidos, de los que nunca fueron escuchados. Allí está el individuo impotente que lucha, el hombre que, como afirma Erich Fromm, “se venga de la vida porque ésta se le niega”. Esta es su forma de expresarse, no tiene otra porque fue vedado para crear. Si ha de nominar no le queda otro camino que arrojarse al precipicio de la destrucción.
Es así como Alias “el Mocho”, inundado de un sentimiento que lo excede, estalla su vida en mil pedazos. La causa revolucionaria lo ha llevado a la cumbre, es probable que se convierta en un mártir para sus camaradas desde el mismo momento en que los noticieros difundan su rostro y su legado. Ahora sí nos suena más cercana la premisa de Zizek, encontramos que la fe en una buena causa llevó a este individuo a los extremos más horrendos de su humanidad.
Llegados a este punto encontramos que detrás de los cuerpos mutilados se esconde una justificación ideológica. La detonación supone una acción perpetuada por un funcionario de las ideas, ideas que por lo general siempre tienen su origen en las formas más altas de la cultura: Se lucha por la igualdad, por la nobleza, por Dios, por el Estado. Sin embargo, un solo hombre no puede con el peso de los conceptos y siempre termina degradando la dimensión universal de una idea a su propia particularidad. Por tanto, no hay afirmaciones propias, simplemente ideales que se ajustan a mi visión del mundo, ideales que nunca nos abandonan y determinan cada una de nuestras decisiones.
Esta sobreestimación de los ideales llevada a su extremo desemboca en una negligencia hacia las cosas más próximas, y esta falta de empatía hacia la vida es lo que origina las acciones malvadas. Se trata de una cuestión de enfoque que viene imperando desde las cumbres del pensamiento: si damos un vistazo a la filosofía, encontramos en que se trata de una disciplina que reivindica las soluciones del alma y del intelecto, pero deja de lado las cuestiones vitales. Epicuro, uno de los pocos filósofos que nada a contracorriente, advierte que es este afán por indagar hacía lo transcendente lo que ocasiona todos nuestros males: “Si es que existen dioses, no se ocupan de nosotros”.
El mal es entonces una expresión del ser hacia afuera, los individuos malvados generalmente no tienen intimidad, García Lorca los describe muy bien en su poemario de Poeta en Nueva York: “Son seres sin desnudo”. Viven en la abstracción, evadidos de las responsabilidades sociales. Las ideas los llevan a asumir una posición que no les corresponde. Además, abstraerse es la forma más eficaz para evadir toda culpa o remordimiento en caso de cometer alguna barbaridad: La causa no proviene de mi vida íntima y acabar con la vida de varias personas es llanamente un acto legítimo de guerra. Aquí el lenguaje, como abstracción de la realidad, resulta un arma infalible. No son muertos, son positivos, no son bombas, son actos de servicio. Todo puede conceptualizarse y la guerra no pasa de ser un inventario estadístico.
El Estado, que es la contraparte, tampoco se escapa de este círculo infernal de la abstracción. Para los políticos no existe un rostro particular en la masa anónima que defienden. Sus acciones también se amparan en principios universales, conceptos que garantizan el orden y el equilibrio social. Apuestan también por el lenguaje, califican de terrorista una actuación que no está vinculada con la población civil. El objetivo es claramente fomentar la indignación del pueblo y alentar el sentimiento de inseguridad. No podemos estar tranquilos, en cualquier lugar nos pueden sorprender. A través de los discursos amplificados en los medios de comunicación, el estado persuade al ciudadano para que asuma una hostilidad reactiva hacia el enemigo.
Esta hostilidad con el tiempo se transforma en venganza, una forma de cohesión convencional: Sólo podemos curar nuestras heridas si vemos vencido al enemigo. Hacemos todo lo que esté a nuestro alcance, incluso llegar a los extremos del exterminio total de la contraparte con tal de sobrevivir. Este convencimiento transforma al mal en una acción necesaria y por tanto elimina todo signo de culpabilidad. Es entonces que llegamos al punto en que las bombas cayendo sobre el campamento guerrillero se convierten en una sinfonía balsámica para nuestros oídos.
Nos quedamos entonces con dos bandos que apuestan por lo mismo, que se juegan el destino de miles de personas, que persiguen el número antes que la dignidad humana. Dos organizaciones humanas con la idea de llegar a la pureza a través de una pavorosa depuración. En el fondo se trata de una cuestión de vanidad, una necesidad de protagonismo de la que difícilmente podamos escapar. Sin embargo, nos queda esa posibilidad de cuestionarnos, plantar esa semilla de la duda en nuestras acciones para así tener presente que nadamos en un mar de contradicciones y entender que en el fondo si queremos llegar a la pureza lo mejor es no anhelarla.