¿Quo Vadis país?
Jairo Hernán Ortega Ortega, MD
La primera vez que recuerdo haber escuchado sobre las consecuencias de la violencia en Colombia tenía cinco años. Mi mamá nos relataba, a mis hermanos y a mí, porqué tuvieron que abandonar todos sus bienes y tierras de Chiquinquirá en la época llamada La Violencia.
Quedó impreso en mi memoria que la madre de mi madre, la abuela Cristina, a quien no conocí, murió muy joven por un cáncer de seno como consecuencia de haber ocultado el revolver de mi abuelo Marco Antonio entre sus mamas. Atribuyeron al frío del arma haber originado el tumor letal.
El revolver tuvo que esconderlo porque en el camino hacia Bogotá, huyendo de la violencia en el campo, un retén policial los detuvo para requisarlos. El abuelo Marco Antonio andaba armado porque era lo que correspondía en esos días, para proteger a la familia. Afortunadamente los alevosos uniformados respetaron la condición de mujer de la abuela Cristina, pero en especial su altivez, elegancia, gallardía y porte de gran señora que con la mirada penetrante de sus profundos ojos negros dominaba toda situación. A ella no se atrevieron a requisarla.
Ya con “uso de razón” los hechos que rememoro sobre la falta de paz en el país eran los narrados por los abuelos Marco y Simón acerca de grupos, unos azules y otros rojos, que por buscar el poder se enfrentaron en luchas fratricidas que rayaron con lo apocalíptico al usar métodos como algo que denominaban “el corte de franela”. Seguido de relatos sobre leyendas de bandoleros. Aunque también referían que antes de eso sucedió una larga guerra llamada “de los mil días”. Otro violento conflicto entre hermanos.
Mi padre, Hernán, las mañanas de domingo, después de leer, de cabo a rabo, El Tiempo y El Espectador, muchas veces se explayó en contarnos sobre el día en que un 9 de abril de 1948 mataron a un gran líder que permitía avizorar mejores rumbos para la nación; un magnicidio que, aseguraba, fue el pivote que cambió el panorama nacional y nos llevó a continuados enfrentamientos, entre hermanos, que lamentablemente aún perviven.
En el bachillerato experimenté de cerca los avatares de este crónico mal cuando se supo que un grupo de jóvenes rebeldes había muerto al explotarse el carro bomba que iban a colocar en la antena repetidora de Chocontá. Parquearon en una estación de gasolina cuadras antes del objetivo y se detonó la carga mortal antes de tiempo. Dos de ellos eran compañeros del colegio, de quienes nunca sospechamos pertenecieran al movimiento guerrillero que por esa época levantaba simpatías entre el pueblo y la juventud.
Siendo más grande pudimos experimentar el terror cerca a nuestras puertas, la violencia se tomó las ciudades con feroces, indiscriminadas e inhumanas bombas que por orden de un capo del narcotráfico colocaban hasta en los Centros Comerciales donde las víctimas fueron familias, madres de familia, padres de familia, hijos, niños, niñas, adolescentes, celadores, estudiantes, parejas de novios, abuelos, en fin, por causa de esos artefactos explosivos sólo murieron inocentes. Sangre triste, sangre que se lloró.
Y vinieron los asesinatos de grandes líderes de la libertad de prensa, en especial de quien era faro en esa oscuridad, el director del diario liberal El Espectador. Seguido de la ejecución de magistrados, jueces y procuradores. Se colmó la copa cuando quien por fin iba a lograr la presidencia de Colombia, y en quien se veía la capacidad y el poder de llevar el maltrecho barco a puerto seguro, fue acribillado con las mortales balas de las ametralladoras automáticas en la Plaza de Soacha.
Después de todos esos horrores los políticos parecieron entrar en razón y conformaron un triunvirato muy particular, copresidido por un adalid liberal, otro conservador, y otro salido e las huestes guerrilleras que habían pactado una paz. Se emite desde allí una nueva Constitución que pareció ser la luz al final del túnel.
Pero la guadaña del terror y la intolerancia siguió cobrando factura asesinando líderes de los partidos comunistas, de los partidos de izquierda, de centro y de derecha; hasta candidatos presidenciales eliminaron. Todos debían morir ¿quién lo determinó? Mataron lo fundamental, rodeado de sus escoltas, cuando salía de dictar clases de una Universidad; mataron un fervoroso de la igualdad dentro de su carro, rodeado de sus escoltas, en un camino veredal de Cundinamarca; mataron a un comandante carismático, inteligente y pinta, rodeado de sus escoltas, dentro de un avión antes de decolar; mataron y mataron y mataron…
Parecía que el país ya estaba exangüe y nada más podríamos llorar, pero los colombianos pertenecientes a los grupos guerrilleros, de cualquier facción, todos, se idearon las pescas milagrosas, los secuestros, las torturas, las extorsiones, los vejámenes, las desapariciones, las ejecuciones y, lo que es imperdonable, las violaciones. No discriminaban en aplicarlas a seres humanos de cualquier edad, raza, género o condición social. Más aterrador aún, saber que los mismos métodos fueron replicados por otros grupos denominados paramilitares. E inconfesable aceptar que las mismas Fuerzas Militares del estado no se escaparon de las mismas prácticas. Qué lamentable para la patria.
En nuestro país todo parece tener acción y reacción, el principio de contrarios se cumple a cabalidad, el yin y el yan no se complementan, toda esperanza tiene su frustración y toda luz su oscuridad. Pareciera que vivir no se entiende sin matar, que el niño no tiene derecho de llegar sonriendo hasta la vejez, que nadie puede estar sano, que la felicidad se cubre de tristeza, que a los logros los supera la corrupción, que a la educación la supera la ignorancia, que al amor lo nubla el odio…
Eso es lo que siento cuando existen algunos, o muchos, compatriotas, hermanos de sangre, amigos del alma, compañeros de labores, vecinos de esquina, discípulos, condiscípulos, contertulios, familiares, conocidos y no conocidos, políticos y no políticos, acompañantes de viaje y seres de aquí de allá y de acullá, que no aceptan la batalla que se dio por la paz. Hay quienes no quieren una Colombia en paz, lo cual asombra incluso más allá de nuestras fronteras. La paz es tan valiosa que muchos están enceguecidos.
Independiente del método, de la acción y la reacción, de la contradicción, del sol y la sombra, deberíamos ser tolerantes. Ceder de aquí y de allá. Pedir y dar. Ofrecer a nuestro terruño, aunque sea, instantes de felicidad. Perdonar, así no olvidemos. Y de manera muy especial, permitir, a nuestros hijos, quienes serán los que heredarán lo bien o mal hecho por nosotros, que puedan llorar, pero también sonreír.
Hay muchas teorías sobre nuestra enquistada violencia, desde aspectos históricos, socioeconómicos, políticos, geográficos, etnológicos, religiosos, etc., etc., etc.…hasta psicoanalíticos. Concluyo que la respuesta está en dos teorías simples: una dada porque ignoramos y otra explicada a través de un cuento popular.
Ignoramos que Colombia tiene dos mares y tres cordilleras, y entre ellos amplios y fértiles valles, campos y llanuras; poblados de frondosos y diversos bosques, recorridos por briosos ríos, habitados por una magnífica, exótica y espléndida fauna y flora. Ignoramos que el país ocupa el 2° lugar en biodiversidad y estamos entre las 12 naciones más megadiversas del planeta, que sus mares suman más de 2.900 kilómetros de costa, que tiene islas hermosas, que tiene un estimado de 56.343 especies sin contar la enorme biodiversidad de microorganismos, que ocupamos el primer lugar en especies de aves y orquídeas; que somos segundos en el mundo en riqueza de plantas, anfibios, mariposas y peces de agua dulce; que somos tercer país en número de especies en palmas y reptiles, que ocupamos el cuarto lugar en mamíferos…todo eso y mucho más lo ignoramos.
En cuanto a la explicación dada por el cuento popular es la siguiente: ante todas las maravillas, arriba citadas, que Dios le otorgó a Colombia cuando la creó, los demás países, celosos, protestaron. El Señor, en su sabiduría, les contestó: tranquilos, dejen de quejarse, van a ver la calidad de … personas que voy a colocarle…
¿Quo Vadis Colombia?