Álvaro su vida y su siglo
Álvaro Pablo Ortiz
Sin incurrir en exabruptos, podemos afirmar que la biografía –de la mano de lo que también podría ser una historia política del siglo XX en Colombia y una crónica emparentada con el ensayo– hecha por el reconocido escritor y columnista Juan Esteban Constain Croce, quien con este notable esfuerzo logra ya no el preámbulo de la consagración literaria, sino la consagración misma.
Álvaro su vida y su siglo”, afortunado título, que será el faro que ilumina las más de cuatrocientas páginas con que Constain se propuso, con éxito, auscultar la parábola vital del dirigente político Álvaro Gómez Hurtado nacido en Bogotá el 8 de mayo de 1919, en el hogar formado por el líder del conservatismo, Dr. Laureano Gómez Castro y su esposa Doña María Hurtado de Gómez.
En este ausucultamiento, su autor atrapa a toda clase lectores, tanto al lector elaborado como también al que no lo es. Loable propósito que demuestra lo que la soberbia y el ego desaforado de un numeroso grupo de académicos, que para ser más explícitos, “son legión,” se niega a aceptar: que el rigor investigativo se resquebraja y sabe que más bien gana, y mucho, si va acompañado de un estilo ameno y de un lenguaje inteligible, grato para la vista y el oído. Eso es exactamente lo que sucede con el texto que estamos comentando: nos atrapa, ¡y de que manera! Desde la primera página hasta la última. Sin incurrir en la detestable e irresponsable tendencia, tan lamentablemente difundida en nuestro país, de acudir frente a los colombianos representativos al uso y al abuso del escarnio o de la adulación, Juan Esteban Constain humaniza a Álvaro Gómez Hurtado, lo convierte en un ser de carne y hueso, le hace también exclamar como exclamaba Ortega: “yo soy yo y mis circunstancias.” Lo convierte en un hijo de su tiempo, en un hombre de su siglo, en un hombre que no le tuvo miedo al cambio cuando de cambios valiosos se trataba. Haciendo gala de su espíritu crítico y negándose como escritor a menoscabar su independencia mental, intenta con gran valentía moral desmontar la leyenda negra que todavía sigue merodeando y dando réditos políticos cuando los nombres de Laureano Gómez y su hijo son evocados.
Del primero, gentes de probada valía profesional e intelectual como el Dr. José Francisco Socarrás quien un texto de su autoría titulado “Laureano Gómez psicoanálisis de un resentido,” no vacila en colocarlo en pie de igualdad con “Torquemada,” o casi al nivel de la caracterización que hacía el hoy revaluado Cesare Lombroso, sobre el “criminal nato.” Otros, con irresponsabilidad suma le atribuyen la autoría intelectual del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el más formidable conductor de multitudes que haya tenido, y que sigue imbatible hasta la fecha, en toda nuestra existencia republicana. Desde luego, resulta más fácil incurrir en tamaña transgresión al sentido común, que admitir que Laureano Gómez y Jorge Eliecer Gaitán se admiraban mutuamente.
En el caso de Álvaro Gómez, la precariedad y perversidad en siniestra simbiosis, se quedan únicamente con el Álvaro Gómez juvenil para enrostrarle sus, presuntas o reales, simpatías hacia la falange española y hacia el General Francisco Franco, al lado de unos mal disimulados afectos por una Alemania a la que su canciller Adolfo Hitler empujaría a ejecutar actos de la más extrema indignidad, primero con la S.A, y luego con las S.S. Cierto o no, la persona inteligente evoluciona, a no ser que la psicorrígidez le domine por completo su cotidianidad, y Álvaro Gómez era inteligentísimo, tenia sentido del humor, era un esteta, un artista, incluido su gran talento como escritor. De no haber sido por su inclinación a la política –indesmentible herencia de su padre, al igual que su vocación periodística– habría sido un escritor de alto vuelo. Su texto más conocido: “la revolución en América,” lo demuestra con creces. Esta reflexión también es válida para políticos como Alberto Lleras Camargo, Alfonso López Michelsen y muchos otros. El mismo Laureano escribía brillantemente.
Hay además en la vida de Álvaro Gómez Hurtado un hecho inusual, que por lo mismo no cobija a la mayoría de los hijos de padres ilustres. Serlo, implica muchas veces, carecer de identidad propia, o vivir bajo la sombra de ese padre o de esa madre sobresaliente. Estar sometido hasta el final de los días a soportar comentarios como: “No me digas que eres el hijo de…”, “no me digas que eres la hija de…” Muchos de esos hijos que sienten su individualidad menoscabada hubieran preferido para contrarrestar este drama, a padres de imbecilidad normal. Álvaro Gómez, por el contrario, en un reto nada fácil, logró brillar con luz propia, en medio de fuertes manifestaciones de autonomía personal.
No obstante, y lo reiteramos, no somos pocos los que pensamos que Colombia perdió un gran artista cambio de un gran hombre público. La vida enseña que no es posible tenerlo todo. Y, sin embargo, robándole tiempo a su intensa actividad pública lo empleaba no solo para escribir sobre los más variados temas, sino para pintar con singular maestría caballos. ¡Y que caballos! Como en alguna ocasión nos comentaba Enrique Gómez Hurtado, a nombre de esa noble inclinación, Álvaro vibraba con todas las fibras de su ser al contemplar por horas un caballo de Leonardo, o bien el del condotiero Colleoni de Verrochío, o el del Gattamelata de Donatello, o los embravecidos de la carga de Waterloo, o como los de perfil suicida tratando de impedirla ocupación de Polonia por cuenta de Wermacht. Amaba a los caballos –seguía relatándonos Enrique Gómez– le hacían la más singulares de las compañías. Obviamente desde esa perspectiva no podía faltar el caballo español, al que Álvaro, hispanista integral, le rendía el más elocuente de los homenajes. A unos y a otros, los estudiaba, gozando hasta lo indecible con la expresión altiva de sus poderosos músculos, hasta tomar la feliz determinación de pintarlo como los veía y los sentía.
Gómez A. (1996.) “fuga.” Tomado de: http://alvarogomezartista.blogspot.com/2011/11/alvaro-gomez-hurtado-el-…
Estos caballos, como quien no quiere la cosa, llegaron a ser tantos, que terminaron por derivar en una serie. Hoy son considerados por los críticos del arte como ejemplares valiosísimos, irreproducibles, estéticamente impecables y testimonio de la grandeza de alma y del “talante” de quien cayó sacrificado por creer que todo en la vida debería de apuntarle a lo puro y a lo bello. Sobre todo, a lo bello. Gracias a ese profundo conocedor del arte que es Felipe Domínguez Zamorano, se debe a que los caballos de Álvaro Gómez, a galope tendido, o convertidos en “pura fuerza de ser” sean hoy de dominio público.
Juan Esteban Constain no pudo conocer al político conservador. Todavía hoy se lamenta de ese hecho. Pero la divina providencia le compenso con creces ese vacío. Esa compensación fue la resultante de la maravillosa química que se dio entre el joven escritor y doña Margarita Escobar de Gómez Hurtado. Por vía de esa química, esta mujer, recientemente fallecida, inteligente, lectora voraz, católica ferviente y dueña de una voluntad inquebrantable, le abrió a este intelectual payanes las puertas de su alma de par en par. Le hablo de cómo era Álvaro Gómez como esposo, como padre de familia, como amigo, como diplomático, como político, como artista, como ciudadano. Le habló con devoción de su suegro, lamentando que el imaginario colectivo en oposición distorsionadora hubiese guardado únicamente el recuerdo, cierto o no, de un Laureano Eleuterio Gómez Castro culpable de la feroz violencia bipartidista de mitad del siglo XX.
Otra mirada ponderada y sobria como la que propone Constain en su texto, es la que debería de prevalecer, despojándose del rencor tan caro a la pasión enceguecida del militante, incluida la visceral detractación de algunos sectores del liberalismo, para anteponer esas andanadas a un Laureano al que ninguno de sus acérrimos enemigos pudo acusarlo jamás de corrupción administrativa, o negarle su condición de estadista. Darle actualidad incluso a sus contradicciones, debería constituir justicia elemental con este hombre que fue hechura de la orden religiosa que, desde su fundación en pleno renacimiento, y hasta la fecha, no solamente sigue siendo la vanguardia intelectual del mundo católico, sino también la más inteligentes partidaria de la glorificación de una diciplina de corte militar, de la “unidad en la diversidad” y de la voluntad de poder: la compañía de Jesús.
Aparte de Doña Margarita, sus hijos María Mercedes y Mauricio –este último pintor y periodista sobresaliente– fueron piezas claves para que Juan Esteban contara con más elementos de juicio en su loable empeño de ahondar en la parábola vital de Álvaro Gómez. Dos textos del político conservador escritos poco antes de su asesinato también le fueron de enorme utilidad a Constain: “Cartas a Margarita” y “soy libre” redactados durante su cautiverio que duró 53 días y que se inició el 29 de mayo de 1988 y cuya autoría asumió el M-19. Por cierto, ¿se imaginaría alguna vez el Dr. Álvaro Gómez que al momento de firmar la carta magna que todavía nos rige, estrecharía con fuerza la mano de uno de sus captores?, ¿imaginaría a su vez, Antonio Navarro Wolf que con el transcurrir del tiempo llegaría a ser uno de los alcaldes y gobernadores más brillantes, progresistas y pulcros del departamento que lo vio nacer, el departamento de Nariño?
A continuación, y por varias razones, me veo obligado a aceptar provisionalmente, a una de las cosas que más abomino: la autorreferencia. Hecha la anterior aclaración, procedo a hablar en primera persona: Conocí al Dr. Álvaro Gómez en la década de los ochenta gracias a la gentil mediación de Alberto Dangond Uribe. En un gesto quizás atrevido, le pedí que me firmara su ya citada obra “La revolución en América” La dedicatoria reza así: “Para Álvaro Pablo Ortiz, con la ilusión de haber encontrado una promesa.” Espero no haberlo defraudado. En esa misma década, conté con su visto bueno para colaborar en la sección cultural del periódico que ya no se denominaba “El siglo” A secas, sino el “El Nuevo Siglo.” Pero quizás el mayor voto de confianza fue haberlo reemplazado en su “catedra de cultura colombiana”, mientras durara su gestión diplomática en Francia. Desde el primer momento me cautivaron su sencillez, su pulcritud en el vestir, la serenidad, todo su ser transpiraba, en efecto, tranquilidad. La mirada entre noble y escrutadora, cuando hablaba, el formidable conversador que era refrendaba cada palabra movilizando al unisonó las manos de una manera pausada, armoniosa, equilibrada, serena…
“Juan Esteban Constain” (2018.) Tomada de: http://gerente.com/co/guias/juan-esteban-constain/
A su interlocutor –costumbre por completo atípica en nuestro medio– lo escuchaba con toda atención, con sincera atención. Entre sus defectos, no figuró jamás la impostación, o su equivalente, la sobreactuación, aunque bien pudo haber sido un gran actor. Por lo pronto su parecido físico con el del celebre actor norteamericano Humphrey Bogart, tan recordado de películas como “Casablanca” o como el “halcón maltes” en “verdad impresionante.” Todo lo preguntaba y todo lo quería conocer hasta en sus más mínimos detalles. Era un hombre extraordinariamente curioso. Todo lo que le llamaba la atención lo investigaba hasta el cansancio. Quizás por eso fue un gran político, un periodista excepcional y un catedrático como pocos. Hoy estoy plenamente convencido de que su suprema sencillez, se sabía haciendo Historia con mayúscula. ¿Y qué habría respondido si le hubieran preguntado cómo quería morir? Hubiera respondido con su voz entre gutural y profunda, enseñando, dictando clases ¡Y oh paradojas del destino! El 2 de noviembre de 1995, no caía “el régimen” que es un conjunto de complicidades que no tienen personería jurídica y “que no debería tener cabida sobre la faz de la tierra.” No, el régimen no era el muerto, el que moría vilmente asesinado era un colombiano ejemplar que en vida había hecho historia y que ahora moría segundos después de abandonar un salón de clases. De haber tenido la oportunidad les habría exclamado a sus victimarios: “ustedes no saben bien porque me matan, pero yo sé muy bien porque muero.”
Celebro, y conmigo muchos, la aparición de esta extraordinaria biografía, que con seguridad ya tiene y tendrá la más desafiante de las resonancias. Si Álvaro Gómez Hurtado hubiese podido leerla, de seguro, le hubiera dicho a Juan Esteban Constain Croce lo siguiente:
“joven, usted me reflejó en sus paginas tal y como soy, con mis luces y sombras, usted logró en lo que a mí refiere, un acuerdo en lo fundamental, pero lo que usted no logrará es tumbar el régimen. Por cierto, aunque exagerada, acojo con alegría la comparación que usted hace entre mis “cartas a margarita” y las “cartas a clara” de ese genio literario que es Juan Rulfo. Gracias, mil gracias. Con cartas o sin ellas Margarita sabe que me falta, tal como me faltaría el corazón que es todo suyo. Permítame también complementarle la referencia que usted hace en su libro, sobre mi afición casi clandestina por dibujar caballos: hace algún tiempo el caballo era el gran amigo del hombre. Era el amigo más útil. La colaboración entre el hombre y el caballo duro más de cinco milenios y terminó hace solo setenta años. Yo no había caído en cuenta ni de lo uno, ni de lo otro.
Algún día el hombre primitivo domesticó al caballo salvaje. Una estrella rara debió aparecer en el cielo porque al nacer esa amistad cambió el ritmo de la historia. El jinete y la bestia juntos achicaron el mundo. Esta amistad fue tan grande, que, al parecer, la naturaleza vaciló buscando una simbiosis de los dos: Fue cuando se imaginó la existencia del centauro. Pero era mejor la amistad que la simbiosis, podía más. Pasear, cabalgar contra el viento, cazar, “ganadear,” guerrear. Todo eso era nuevo y enloquecedor. El mundo adquirió la dimensión hazañosa del jinete. Parecía una amistad eterna. El cuidado del buen caballo era prioridad en los afectos familiares. Y el caballo viejo era objeto de gratitud… cuando todavía había nobleza, ser caballero no era solo andar a horcajadas. Había reglas, existían limites, se exigía compostura, se exigía integridad moral. El caballero se convirtió en un arquetipo. Esta amistad se hizo práctica a través de la fuerza. Vino el carro, vino el caballo de guerra, y la necesidad de la tracción y el transporte de la carga pesada, y los percherones”
Finalmente, esta biografía, está muy bien soportada a nivel documental y testimonial, da fe de un ser humano que un momento determinado le impuso su historia y su prestancia a Colombia. Normalmente el historiador o el ensayista toma temas por adhesión personal o de partido y no como profesional dispuesto a la objetividad y responsable interpretación. Y si por ventura tomamos los trabajos ajenos a las mismas academias, la tendencia a tomar partido como se dice coloquialmente para “afirmar” la línea política es todavía más frecuente. Por fortuna, este no es el caso de Juan Esteban Constain. La lectura de su biografía resulta por el contrario una experiencia fascinante.