Ciencia y (buena) filosofía: un diálogo necesario
Guillermo Guevara Pardo
Ciencia y filosofía han estado íntimamente relacionadas a lo largo de la historia del pensamiento humano; ambas comparten, con el mito y la religión, la misma semilla. Son hijas del ansia por conocer. En la Antigüedad y hasta el Medioevo eran una sola y el mundo natural se pensaba como filosofía.
Sin embargo ambos sistemas se han distanciado. La ciencia ha explicado cada vez con más profundidad las causas de los fenómenos naturales y permitido a la humanidad la práctica del control de la naturaleza. Sus resultados han cambiado la manera como pensamos el mundo y nuestro lugar en él. La revolución científica la llevó a romper con las explicaciones mitológicas y religiosas y la alejó de la filosofía, rompimiento que le dio a la ciencia la independencia necesaria para estudiar la naturaleza. Terminó bajo la esclavitud del mundo preguntando por el cómo de las cosas, por el mecanismo; el por qué quedó como tema de la especulación filosófica. Quienes se dedicaban a indagar sobre los misterios del Kosmos, dejaron de ser “filósofos naturales” y se convirtieron en “científicos” (palabra acuñada por William Whewell en 1840).
A pesar del alejamiento de esas dos ramas del “árbol del bien y del mal”, la relación entre ciencia y filosofía siempre ha sido necesaria. Hay momentos en los que el diálogo entre científicos y filósofos se debe profundizar, como ahora, cuando algunos investigadores de la teoría de cuerdas han planteado que si alguna teoría física es suficientemente elegante y explicativa, ella no necesita ser sometida a la prueba experimental, que bastan los argumentos filosóficos y estadísticos para probar su veracidad.
No es esta la primera vez que se plantea tal exabrupto. En la década de los años 1930, por ejemplo, Arthur Eddington, uno de los científicos más destacados de ese entonces, intentó establecer una conexión entre microfísica y cosmología tratando de encontrar una relación entre constantes cosmológicas y atómicas. Dicho intento lo llevó a plantear la existencia de un «número cósmico» (N) definido como la cantidad de electrones (o de protones) que hay en la porción observable del universo, cuyo valor calculó en aproximadamente 1079. El fundamento filosófico de su programa lo indujo a identificar el mundo objetivo, no con el de los fenómenos físicos que se estudian experimentalmente, sino con el mundo de la consciencia y lo espiritual. De aquí que considerase las leyes de la naturaleza como construcciones subjetivas de los físicos: “Todas las leyes de la naturaleza que se suelen clasificar como fundamentales pueden predecirse totalmente a partir de consideraciones epistemológicas. Corresponden a un conocimiento apriorístico y son, por tanto, totalmente subjetivas”.
Para este científico el acuerdo con los experimentos no tiene gran importancia, ya que su teoría “no se apoya en […] comprobaciones experimentales… Debería ser posible juzgar si el tratamiento matemático y las soluciones son correctos, sin buscar la solución en el libro de la naturaleza”. A pesar de tan contundente afirmación, Eddington dirigió la expedición para comprobar la curvatura que puede sufrir un rayo de luz cuando pasa cerca de un cuerpo masivo (fenómeno predicho por la Teoría de la Relatividad General de Einstein), durante el eclipse de sol del 29 de marzo de 1919. Sir Arthur, contradiciendo su concepción filosófica, encontró que “el libro de la naturaleza” confirmaba la brillante predicción del genio de Ulm.
El hecho de que la teoría de cuerdas al día de hoy no pueda ser contrastada experimentalmente, no significa que la verdad de esa teoría dependa únicamente de la consistencia matemática o de argumentos estéticos: “Hasta que los partidarios de las cuerdas no interpreten propiedades percibidas del mundo real, simplemente no están haciendo física”, escribió el físico estadounidense y premio Nobel Sheldon Lee Glashow en su mordaz crítica a los teóricos de cuerdas por intentar sustituir la noción empírica de verdad por consideraciones puramente estéticas. Por su parte el físico teórico Steven Weinberg, también laureado con el Nobel, apunta: “La teoría de cuerdas, por ejemplo, que describe los diferentes tipos de partículas elementales como modalidades distintas de vibración de diminutas cuerdas, es muy hermosa. Es una teoría coherente desde el punto de vista matemático, por lo que su estructura no es arbitraria, aunque en gran medida está fijada por el imperativo de la coherencia matemática. Así, posee la belleza de una forma artística rígida: un soneto o una sonata. Por desgracia, la teoría de cuerdas no conduce a ninguna predicción que pueda ser comprobada de manera experimental, y, como resultado, los teóricos (o al menos casi todos ellos) todavía no tienen claro que la teoría de hecho pueda aplicarse al mundo real”. Esas propuestas rompen con siglos de tradición filosófica que define el conocimiento científico como esencialmente empírico. Aceptarlas es negarle a la ciencia la posibilidad de describir la realidad; significa además abrir de par en par las puertas a las seudociencias, que pedirán entonces ser tratadas en pie de igualdad con la ciencia.
No hay que olvidar la popularidad que en su momento tuvo el físico teórico estadounidense Fritjof Capra con su libro de 1975, Tao de la física, donde sostenía haber encontrado una profunda relación entre la mecánica cuántica y el misticismo oriental, como el budismo Zen. En esta misma línea mística Gary Zukav, en su texto, The Dance Wu Li Masters, publicado también en la década de los años 1970, le atribuye conciencia a los fotones (las partículas de la luz) pero se niega a aceptar la existencia de los átomos: “Los átomos nunca fueron en absoluto cosas “reales”. Los átomos son entes hipotéticos construidos para que las observaciones experimentales sean inteligibles. Nadie, ni una sola persona, ha visto jamás un átomo”. Algo semejante sostenía el positivista Ernst Mach, para quien como “los átomos no pueden apreciarse por los sentidos…son cosas del pensamiento”. Con ese tratamiento filosófico la física pasa a ser un reflejo de la mente humana, en lugar de la descripción de fenómenos conformados de campos y partículas cuya existencia es independiente del sujeto que los investiga.
Ciencia y filosofía dialogan, a pesar de lo que piensa, por ejemplo, Martín Zubiria en su análisis del tratado aristotélico Sobre el cielo, donde sostiene que “…entre ciencia y filosofía no puede haber diálogo posible”. Además supone que “…cada vez que las ciencias positivas y la filosofía se juntan en connubio”, la filosofía termina asumiendo “una posición “servicial” frente a los saberes positivos e incluso “técnicos”, con la pretensión de auxiliarlos en la tarea de determinar sus respectivos estatutos epistemológicos”. La valoración de Zubiria no puede ser más injusta con el papel que la filosofía ha jugado en la historia de la ciencia. Quien haya leído Azar y necesidad de Jaques Monod o Dialéctica de la naturaleza de Federico Engels, por citar dos ejemplos, no podrá dejar de apreciar la riqueza que gana la explicación científica cuando ella es sometida al escrutinio desde un sistema filosófico; nadie podrá alegar que Monod y Engels utilizan la filosofía como una lacaya de la ciencia. ¿O es que, por ejemplo, en el sueño de una teoría del todo en la física, como búsqueda de unidad y simplicidad en la naturaleza, la filosofía no tiene nada que decir porque esa es una empresa que le compete más a la ciencia? Y ¿no tienen que entrar a dialogar científicos de la biología y filósofos cuando Thomas Nagel, de la Universidad de Nueva York, propone tener en consideración la posibilidad de la existencia de leyes naturales teleológicas?
Cuando Ignacio Morgado, profesor de Psicobiología de la Universidad Autónoma de Barcelona (España), plantea: “El mundo es una ilusión creada por el cerebro…Nada de lo que hay aquí está realmente fuera, todo son ilusiones creadas por nuestro cerebro” y, Albert Einstein defendía que: “La creencia en un mundo exterior independiente del sujeto preceptor, es la base de toda ciencia natural”, ¿no hay dos hombres de ciencia anclados en los campos filosóficos irreconciliables del idealismo y del materialismo? El hecho de interpretar el mundo (y de intentar transformarlo) en cualquiera de sus dimensiones, implica necesariamente adoptar una posición filosófica.
Los logros de la ciencia pasan por el crisol del análisis filosófico y la filosofía es una guía para la acción en la investigación científica. El científico debe atreverse a la elucubración filosófica y el filósofo adentrarse en el campo de la ciencia: cuando un presocrático, como Tales de Mileto, se preguntaba por el origen de todas las cosas planteaba una pregunta de carácter filosófico y de naturaleza científica. Nicolás Copérnico puso a la Tierra y demás planetas a girar alrededor del Sol y desató una revolución en la esfera de la ciencia que tuvo significativas repercusiones filosóficas. Otro caso es la idea de “selección natural”, que tanta atracción ejerce sobre científicos con inquietudes filosóficas y sobre filósofos interesados en los resultados de la ciencia. Agreguemos los debates filosóficos que generan los insólitos comportamientos de las partículas atómicas explicados por la mecánica cuántica, o los que suscita la ingeniería genética, especialmente ahora cuando se tienen tecnologías que permiten modificar el genoma humano de células enfermas, pero también el de óvulos y espermatozoides. Estos y otros ejemplos se han repetido a través de la Historia con Aristóteles, Demócrito, Lucrecio, Pitágoras, pasando por Descartes, Galileo, Kepler, Newton, Kant, Laplace, Darwin, Marx, Engels y tantos más, hasta llegar a Planck, Einstein e inclusive al muy renombrado y ahora cinematográfico Stephen Hawking.
PELIGRO POSMODERNISTA
La ciencia es el camino más expedito que tiene el hombre para alcanzar el conocimiento objetivo de la realidad material que lo rodea. La objetividad previene al pensamiento de la tentación de pretender ir más allá de la verdad científica para buscar inexistentes principios metafísicos «superiores». Sostener que en el ámbito de las ciencias naturales no es el experimento quien evalúa la veracidad o falsedad de una teoría, sino que sea la belleza interna (cualquier cosa que ello signifique) o el consenso de quienes más saben, es renunciar al principio de objetividad. Sin el recurso al principio de objetividad es imposible obtener un conocimiento fidedigno de las leyes que gobiernan el comportamiento de los fenómenos naturales y sociales. Además, permite el desarrollo tecnológico de los conocimientos logrados: la ingeniería genética, por ejemplo, es posible solo como consecuencia del cúmulo de conocimientos adquiridos sobre la estructura y función de la molécula del ácido desoxirribonucleico (ADN), que tiene una realidad objetiva, no es una creación de la mente, existe con independencia del sujeto cognoscente; esta tecnología facilita la manipulación de los genes, hace algo que la naturaleza nunca ha hecho: insertar el gen humano de la insulina en la intimidad del genoma de una bacteria y con esa elegante jugada, mejorar la calidad de vida de quienes sufren diabetes.
La peligrosa moda del relativismo filosófico riñe con el principio de objetividad al sostener, por ejemplo, que en el ámbito de la ciencia cualquier explicación es válida. Valga el caso del filósofo Paul Feyerabend para quien las proposiciones “la Tierra gira alrededor del Sol” y “la Tierra es una esfera hueca que contiene el Sol, los planetas y las estrellas fijas”, tienen el mismo grado de validez. Para el relativismo filosófico no hay “estándares objetivos y universales, todo vale por igual: la filantropía y el canibalismo, la ciencia y la magia, tu virtud y mi vicio”, ha escrito el físico y epistemólogo argentino Mario Bunge. A estas alturas del siglo XXI el pensamiento racional sigue siendo acechado por ese nuevo tipo de oscurantismo, que, adoptando formas sutiles y engañosas, valiéndose de un lenguaje complicado, barnizado con algunos conceptos científicos a veces distorsionados, pretendiendo cambiar la belleza por el experimento, adelanta desde el siglo pasado una cruzada en contra de la racionalidad científica.
Los científicos indagan sobre las causas de los fenómenos naturales valiéndose del siempre renovado método científico, apoyándose en el formalismo matemático, planteando teorías, concatenando observaciones y diseñando experimentos que terminan por respaldar o rechazar una hipótesis, en fin, haciendo lo que sea necesario para transitar por camino seguro hacia la verdad científica. La evolución de la ciencia ha permitido explicar más y más fenómenos con mayor precisión, es decir, con profundidad creciente: pensemos en la química de hoy y la que Lavoisier hacía en el siglo XVIII o, en la genética que Gregor Mendel descubrió en el huerto de su monasterio y los desarrollos logrados en la biología molecular o, en el hecho de que hasta hace unos pocos años no conocíamos ningún planeta más allá del sistema solar y hoy se han encontrado miles de ellos.
La ciencia es la forma más elaborada de organización de los conocimientos que la humanidad ha venido acumulando sobre el funcionamiento de la naturaleza y la sociedad. La ciencia no puede considerarse simplemente como “otro punto de vista”. La validez de sus hipótesis y teorías no dependen de la belleza que se pueda apreciar en ellas, de la fe o de la autoridad de un individuo, sino del veredicto de la práctica experimental, de su relación con los hechos: fue el experimento de Joseph John Thomson cuando descubrió el electrón, el que demostró que la secular creencia en la indivisibilidad del átomo, era falsa; fue el experimento bien hecho, el que definió que los neutrinos no pueden viajar más rápido que la luz, también fue con el experimento como se demostró la existencia del bosón de Higgs; fue el experimento el que definió sin lugar a dudas que los quarks eran los componentes de los diversos hadrones (protones y neutrones) y no un “elemento de cálculo” como inicialmente lo creía Murray Gell-Mann, quien propuso su existencia. Será el experimento el que defina si existen las partículas supersimétricas, o las ondas gravitacionales, o si la teoría de cuerdas es verdadera. Con los resultados experimentales en la mano el investigador hace predicciones sobre nuevos hechos: fue así, por ejemplo, como Wolfgang Pauli propuso la existencia del neutrino, John Couch Adamas y Urbain J. J. Le Verrier la de Neptuno y Dimitri Mendeléyev la de tres nuevos elementos químicos.
Ciencia y filosofía son caminos para desechar prejuicios y supersticiones, para lograr una visión racional de los fenómenos que suceden en el mundo natural y social. Esto hace parte de su grandeza. No importa que a veces el conocimiento científico y sus aplicaciones tecnológicas entren en contradicción con la dignidad humana y traigan consecuencias indeseables, como cuando la bomba atómica fue dejada caer sin misericordia alguna sobre Hiroshima y Nagasaki. La culpa no está en el conocimiento científico, recae en la forma de organización social que hoy tiene la humanidad. A pesar de todo eso, la ciencia ha hecho que nuestra vida sea mejor que la de todos los humanos que nos precedieron, quienes vivieron momentos históricos donde el saber científico era radicalmente inferior. Es entonces un contrasentido plantear la existencia de un mundo sin ciencia y sin los instrumentos tecnológicos creados con su ayuda.
BIBLIOGRAFÍA