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Error

Paulo Córdoba

MI PRISIONERO - Óleo sobre lienzo por Hermel Orozco

Es como si todo hubiera sido producto de un mísero error.

Todo el mundo ahora parece estar dispuesto a hablar de la reciente crisis que aqueja a la humanidad. Un virus, pobreza, hambre, ignorancia, atropellos por doquier. Las propuestas para solucionar los problemas no se hacen esperar: una vacuna en camino, supuestos subsidios suficientes, limosnas disfrazadas de auxilios económicos, educación virtual, autodenominados críticos de la realidad surgiendo como ratas desde cualquier rincón.

Todo el mundo está obsesionado con la actualidad porque la actualidad misma nos ha obligado a percatarnos de lo poco interesantes que son nuestras vidas. “Quédate en casa” no es solo un lema para salvar al mundo, es un llamado a vivir entre cuatro paredes que dicen mucho de cada quien. Cuatro paredes de las que nadie podrá escapar jamás.

Al final, la vida de cada ser humano se resume en cuatro paredes: las cuatro paredes de una casa, de un hotel, de un albergue, las cuatro paredes de un hospital, de un asilo, de un manicomio, incluso los cuatro muros, cercos o esquinas de un cementerio. Y no hay viaje capaz de librarnos de esas cuatro paredes.

Por eso el mejor dopaje que teníamos, el acto de viajar, no pasa de ser eso: la mejor de las drogas para escapar a la realidad de los cuatro muros del ser. Esa pequeña habitación donde se pasa hambre, se desea lo que no se puede tener, se llega a la locura, se llega al límite, se renuncia a todo, se toman algunos objetos y se sale de viaje. Incluso si el viaje consiste en ir solamente unas cuantas cuadras calle arriba del lugar donde se vive.

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La tentación de Cristo, Vasili Surikov (1872)

La obsesión actual con el encierro es la obsesión eterna con la soledad; no con la producción, la eficiencia, la avaricia o la evolución. En realidad, pocas personas salen de sus casas temprano en la mañana, todos los días, por esto último. Los motivos de la gran mayoría casi siempre están asociados a su relación con otros seres humanos: hijos que alimentar, un esposo o una esposa que conservar, cuentas que pagar, viajes que costear.

La situación de encierro a la cual se ha visto empujada toda la humanidad, sin embargo, ha prohibido casi en su totalidad esto último. Y no fue fácil para el mundo observar, sin poder hacer nada, cómo todo parecía una broma de mal gusto. Como si alguien, Dios o quien fuera, hubiera apostado nuestro destino con el diablo y lo hubiera perdido por error.

Ahora nos vemos obligados a pagar por algo que al parecer alguien más hizo. Así que maldecimos, nos enojamos, lloramos, nos quitamos la vida, le quitamos la vida a alguien más, y esperamos que ello acelere nuestro retorno al camino: al sendero con dirección al escape de nuestra mísera existencia.

Pero el mundo no puede parar mientras esperamos. “La vida sigue” dice una canción de mal gusto escrita en tiempos de desesperación y resentimiento, por un pobremente dotado guitarrista que nadie conoce. Por tal motivo, el mundo hace lo posible por adaptarse. Y las ofertas tampoco se hacen esperar.

Sería un peor error que la apuesta entre Dios y el diablo no surtir de cosas innecesarias al mundo. Una reconocida universidad incluso ofrece “internacionalización a distancia”, o sea, clases virtuales en universidades extranjeras, tomadas desde la comodidad de sus casas en Colombia. Lo interesante será ver cuántos compran esa idea, como los que compraron televisores para ver mejor sus programas favoritos, o los que deciden pagar cifras exorbitantes de matrículas para tomar clases que ya eran malas en su modalidad presencial.

Pero nada de esto le importa al sistema educativo colombiano, donde cualquier problema es catalogado como un simple error. Según las universidades, nadie está bien informado aquí. Los estudiantes nunca tienen razón. Por eso sus reclamos frente al actual gobierno, para que les cumplan lo que ya les han prometido, no son trascendentes. Por eso sus pedidos de ayuda para poder estudiar en tiempos de crisis no importan.

Y por si fuera poco, un buen número de “investigadores” que trabajan dictando clases en las más prestigiosas universidades del mundo, que ganan salarios exorbitantes, y que viven en casas ampulosas, salen a promocionar el cliché de “enseñar a fracasar”. Como si aprender a fracasar no fuera fácil. Como si la mayoría de seres humanos no fuéramos un conjunto de derrotas constantes y uno que otro logro por el que valió la pena seguir viviendo.

Pero es fácil hablar desde el pedestal de los que tuvieron algo de suerte, triunfaron y ahora se presentan como voceros del fracaso. No, aprender a fracasar no es difícil; lo difícil es aprender a triunfar. Porque a nadie le conviene que todo el mundo gane, a nadie le conviene que el fracasado, en medio su apetito por triunfar, logre triunfar. Porque cuando lo haga demostrará estar en una mejor perspectiva para explicar el fracaso que esos “expertos” de universidad, muchos de los cuales tan solo tuvieron algo de astucia para surgir.

En ese sentido, el error hoy sería escuchar solemnemente a esos aurigas académicos que dicen conocer bien a alguien con quien nunca han tenido contacto. A alguien cuya condición solo puede imaginar, soñar, en ocasiones dibujar pobremente en un pedazo de papel apostillado en registraduría, que le servirá para salir de viaje y escapar por un tiempo a la realidad de la cual es parte; pero que nunca vivió en su máxima expresión.

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Desesperación

Con la actual crisis, en todo el territorio colombiano se pueden evidenciar, con mayor precisión, las grandes desigualdades económicas y sociales que siempre existieron en el país. Por lo que no resulta para nada extraño que ahora empiecen a surgir supuestos voceros de los más necesitados. Eso hace que estas líneas sean aún más difíciles de escribir, pues es tanta la tinta que se ha regado para expresar “indignación” por algo que realmente no se conoce muy bien, que resultaría casi una tragicomedia insistir en ese tipo de retórica en un texto que tan solo pretende hablar de errores sin proponer ninguna solución.

No obstante, aún el burlador más feroz sabe sentir compasión. Y por cada vez que este burlador abre las cortinas de su cocina, y ve en la esquina a alguien rogando por comida, un abismo se forma en lo más profundo de su ser, donde los muros más altos le impiden huir hacia arriba, mientras la tierra bajo sus pies lo devora.
“El error está en no hacer nada”, dicen los “indignados”. Bueno, el error también está en creer que haciendo algo acabará el problema, respondo yo. La paradoja de este debate sin salida es que hay gente viéndolo desde una tribuna, como en las corridas de toros, los circos o el coliseo romano.

Mientras tanto, algunos salen a ofertar carreras universitarias virtuales y a distancia, debido a que el mundo no para y la vida sigue. Algunos abogan por enseñar a fracasar. Otros cuantos expresan su indignación en todas las formas posibles. Unos se enojan, otros maldicen, otros disparan, envenenan, ahorcan o abandonan. La mayoría no son más que una expresión de la renuncia a una vida en sufrimiento, donde ganar no fue posible y el encierro solo les recuerda exactamente eso.

¿Error? El error fue que Dios apostara el destino de la humanidad con el diablo. El error sería también que nos creyéramos eso. Que les creyéramos a los falsos profetas del fracaso sus ficciones. Que siguiéramos pensando que podemos escapar de lo único que no es producto de un error: nuestra vida condenada, por siempre, a cuatro simples paredes.