La chicha salió del closet
Luz Clemencia Pérez
Luz Clemencia Pérez
Prohibida por Bolívar en 1.820; rechazada para darle paso a la cerveza alemana, declarada antihigiénica y embrutecedora en los años 30; incitadora y culpable de la violencia en el 48, la chicha, fermento de maíz amarillo preparado por los indígenas con fines rituales y consumido por ellos como alimento, preparado en moyos de barro y más tarde, a finales del siglo XVIII, en cantinas y ollas de dudosa limpieza, en habitaciones de ranchos con escasa ventilación y olores fétidos, salió del closet.
Esta herencia ancestral, mezcla de maíz y fermento, acompañó las gestas de la independencia. En las chicherías se planeaban importantes hazañas y se gestaban los grandes triunfos; allí nacían los elocuentes discursos y los héroes anónimos. La chicha unió a negros, mulatos y blancos en un país que aún no existía y en el que, sin saberlo, se comenzaba a buscar lo que hoy conocemos como “identidad”.
Pero la chicha peleó contra el poder religioso, contra los poderes económicos y contra los poderes sociales hegemónicos. Adriana María Alzate, en su artículo “La chicha: entre bálsamo y veneno. Contribución al estudio del vino amarillo en la región central de la Nueva Granada, siglo XVIII” (Revista Historia y Sociedad, Medellín, 2006), hace un juicioso recorrido de la historia de esta bebida, contando cómo se forjó una campaña de desprestigio contra ella. Estudios posteriores han analizado cómo, en los últimos años, han comenzado a aparecer procesos que están generando un cierto “renacimiento” de esta tradición.
Quizás uno de los más importantes es el Acuerdo 121 de 2004 “Por el cual se establece el festival de la chicha, la vida y la dicha de la Perseverancia, como patrimonio cultural de Bogotá”, el cual alzó las ruanas que aún quedan y sacó a la luz el tan preciado “whisky de los pobres” que, escondido y en silencio, los acompañó con timidez durante estos largos años de persecución y destierro. El festival, realizado anualmente en el barrio La Perseverancia en el mes de noviembre, ha buscado mostrar cómo esta bebida siguió viva durante todos estos años, y ha tenido un efecto multiplicador, pues cada vez es mayor la población interesada en esta tradición.
Después de tan largos años en el ostracismo, tenemos que preguntarnos qué ha cambiado hoy. Un diario nacional mostraba cómo ha tomado fuerza la chicha y otras bebidas similares en diferentes zonas del país. Es posible, decía la prensa, que se deba a su bajo precio. En otro lugar se lee que los jóvenes quieren recuperar las costumbres ancestrales y que son los que más están consumiendo chicha y guarapo los fines de semana. Lo que es cierto es que hay una búsqueda de una cierta “identidad”, a través del reavivamiento de lo que las políticas han llamado las “manifestaciones del Patrimonio Cultural Inmaterial”.
Sin embargo, casos como el de la chicha siguen siendo problemáticos. Sigue siendo una bebida preparada artesanalmente, que no se prepara bajo las normas del INVIMA, que sigue siendo una bebida “de pobres”, que emborracha y cuya comercialización no está en manos de ninguna gran empresa.
¿Qué irá a pasar ahora? ¿Iremos a repetir la historia? ¿Será que la iglesia comenzará a arremeter en contra de la chicha? ¿Las grandes cervecerías y establecimientos le pedirán al gobierno una reglamentación o cierre de los lugares en donde se vende este licor? ¿Será que los vecinos de la Macarena, cercana a la Perseverancia, o los de la Candelaria, en donde está el Chorro de Quevedo, se van a quejar por el ruido y las borracheras? ¿Será que el Ministerio o la Secretaria de Salud expedirán extensas normas, exigencias y circulares para la preparación y venta de la dorada y otrora perseguida chicha?
Aunque muchas situaciones que se generaron a principios de siglo XX –que eran sintomáticas de un país extremamente católico donde las clases populares no tenían voz- no se repetirán, hay otras situaciones, en particular aquellas que tienen que ver con las normas de salubridad, que siguen estando a prueba.
La chicha es, entonces, un examen para nuestras políticas patrimoniales. Por un lado están las normas y las exigencias sanitarias y por el otro están las tradiciones y costumbres de las comunidades. Este no es sino un caso de una tradición gastronómica que, a pesar de estar reviviendo, corre el riesgo de desaparecer si no se encuentran maneras de que la formalización no se convierta en una especie de prohibición. Avances, a nivel de políticas, se han hecho. La reciente “Política para el conocimiento, la salvaguardia y el fomento de la alimentación y las cocinas tradicionales de Colombia” (Ministerio de Cultura, 2012) o las acciones de Artesanías de Colombia para comenzar a reconocer el valor de nuestras tradiciones gastronómicas, son solo algunos ejemplos.
Y es que, finalmente, el Estado está reconociendo que la cocina colombiana lleva en su corazón frutos que enriquecieron al mundo, manjares que reyes y príncipes degustaron después de la llegada a América y que los conquistadores españoles llevaron al otro continente, como parte de nuestras riquezas, alimentos como el cacao, el maíz, la papa y muchos otros.
Estos alimentos, solos o transformados en la cocina, hicieron y hacen parte de nuestra identidad, de nuestro carácter de país. Podemos identificar épocas a través de la cocina y de las costumbres asociadas a ella; los olores y sabores nos traen a la memoria calles, casas, barrios, familias, amigos y fechas; fuera del país nos retorna a él. En torno a la cocina podemos recrearnos en veladas familiares y lamentarnos al ver la decadencia y el fin de algunas costumbres que estaban muy arraigadas y que eran un factor aglutinante. En torno a la comida y a bebidas como la chicha encontramos siempre grandes acontecimientos, hechos históricos, anécdotas políticas, leyes absurdas, acuerdos y ordenanzas arbitrarias que han pasado o que aún se mantienen.
Pero de nada servirá este reconocimiento, si no se articula adecuadamente con los lineamientos de los demás sectores del Estado. De nada servirá generar políticas o normas que fomenten el consumo de bebidas como la chicha, si no se generan, por otro lado, excepciones a las normas que regulan el consumo de alimentos o si no se encuentra la manera de llegar a un punto intermedio, pues la chicha nunca se producirá de manera industrial, igual que las empanadas o que muchas de las preparaciones que hacen parte de nuestra cocina. Siempre serán preparados artesanalmente pues hacen parte de la vida cotidiana de las comunidades. En eso reside su valor patrimonial.
Finalmente, detrás del fenómeno de la chicha hay algo más importante. Es el mensaje de un país joven que ahora pide políticas de estado que defiendan y salvaguarden su identidad representada en elementos casi desconocidos, que pide la conservación de sus riquezas culturales, materiales e inmateriales, que se siente orgulloso de lucir un morral wayúu y quiere conocer los sitios más apartados de su territorio, que se identifica con su música, con su baile, con su paisaje y su comida.
Al contrario de lo que pasaba en el siglo XX, la identidad de un país ya no es trazada por un grupo dominante. Hoy la identidad, esa palabra tan utilizada y maltratada, se distingue por una huella imborrable y propia, lleva en sus líneas una geografía con todo un contenido cultural que palpita a través de las costumbres heredadas y mantienen una tradición histórica que debemos conservar.
Colombia en su amplia geografía se da el placer de ofrecer, desde San Andrés y Providencia hasta Leticia, una variedad infinita de imágenes, de sonidos, de movimientos de cintura y de vibraciones, de palabras con ritmo y poesía, de canciones y versos, de sabores y olores. Ese conjunto de expresiones tiene su anclaje esencial en la vida de las comunidades, de ellas nacieron, con ellas crecieron y ellas mismas son su razón de ser; es la manera de decirnos colombianos y de identificarnos a través de una piragua, una cumbia, un mapalé, un Macondo, una chicha, un ajiaco, un champús o un arroz con coco.
Arrancar alguna rama de este árbol que nos hace sentir idénticos, hace que pierda valor y consistencia todo el tejido y enramaje que nos une y transforma el espíritu de la Nación. Eso es, finalmente, lo que nuestras políticas patrimoniales deben evitar.