Luis Eduardo Lucero García: Un bagaje de ilusiones perdidas
Álvaro Pablo Ortiz
Álvaro Pablo Ortiz
Devuelvo mi memoria a la convulsionada década de los ochenta. Me encuentro conversando con “Lucerito” en el patio central del Colegio Mayor el Rosario y como había sucedido en otras oportunidades.
Sus apreciaciones sobre la vida en general y ya más particularmente, sobre el arte, la filosofía y la historia, evidenciaban a un ser humano superior cuya mirada sobre el diario acontecer se asimilaba a su calidoscopio.
En un país de regiones como el nuestro, Eduardo, era oriundo de la caracterizada población de Ipiales. Era pues nariñense. De ese Nariño de alucinante topografía, que en pocas épocas pretéritas hizo de la defensa de España una religión, una lanza, un grito y una feroz guerra de guerrillas, frente a la cual las huestes patriotas –durante mucho tiempo impopulares a los ojos de la población civil-, tuvieron que huir en desbandada ante el arrojo suicida de Agualongos y Mercharcanos. En esa denodada resistencia frente a la naciente república, y que tendrá su última expresión bélica, según algunos historiadores en la denominada “Guerra de los Conventos” hasta 1843, no faltó el lema resonante e irradiador de “¡¡Santiago y cierra España!!”, lema que también se asentó en comunidades indígenas como fue el caso de México. Aquel que había sido según la tradición evangelizadora, posteriormente sepultado en Compostela y finalmente por haber auxiliado a los cristianos viejos de la Reconquista. Ahora Santiago Apóstol se encontraba del otro lado del Atlántico; ahora su nombre adquiría –teniendo a los desfiladeros del Guiatara-, como testigos de excepción, una profunda resonancia.
Ese fue el escenario regional que enmarcó la infancia de Luis Eduardo Lucero. Más adelante su anhelo más grande tendrá un feliz cumplimiento: ingresar al Colegio del Rosario fundado por el arzobispo Cristóbal de Torres en 1653. En sus exigentes y severas aulas trazará su parábola vital; de las facultades de Jurisprudencia y de Filosofía cumplirá un destino puntual y manifiesto. En ese sentido, no vacilo en afirmar que desde siempre Luis Eduardo estaba destinado a las humanidades. En efecto, y a modo de solución para su insatisfacción vital, Luis Eduardo se convirtió en el más asiduo visitante de la biblioteca de la Universidad del Rosario y en un compulsivo comprador de libros de segunda mano tanto en el centro de la ciudad como en Chapinero. A lo anterior deben agregarse sus expediciones a los anticuarios. Era ya lo dije, un hombre que no disimulaba su perdurable amor por el saber. Pero sobre todo, era un hombre bueno. Sus ojos jamás traslucieron una mala pasión, una doble vida, una doble moral, una propensión a la ira o a la envidia. Por el contrario, era recto como la más recta de las vigas, fue altivo sin incurrir en la fanfarronería, obediente sin incurrir en esa obediencia en la minusvaloración de sí mismo, respetuoso sin concederle a ese respeto por el prójimo y por las instituciones, espacios al servilismo. A la manera de un monje cartujo o budista, evitó con humildad encomiable cualquier tendencia a la auto referencia o al narcisismo. Era natural y espontáneo, dando a impresión sin proponérselo, de asemejarse por momentos, a un águila en permanente estado de tensión. Ciertamente me queda claro, nos queda claro, que su lectura del mundo y de su alma mater –a la que amó con devoción suprema-, había tenido el vigor y la locura propias de los corazones románticos e intrépidos; no en balde desconfíó de las victorias fáciles y de la cultura del confort, a diferencia de tantos otros que hoy son legión. No se doblegó ante el eslogan y ante la frase de cajón, ante la ramplonería y la ordinariez reinantes. En ese sentido, él también habría podido pronunciar como precoz y magnífico escritor que era, parte del discurso que le brotó a Albert Camus, de su intensa y dramática vida interior – tan escaza y tan acorralada en nuestro medio-, al recibir el Premio Nobel de Literatura:
“El escritor en todas las circunstancias, enfrentado a una existencia oscura o provisionalmente célebre, golpeado por los hierros de la tiranía o libre durante algún tiempo para expresarse, puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva que la justifique, con la única condición de que acepte las dos cargas que constituyen la grandeza de su oficio: su permanencia al servicio de la verdad y de la libertad. Y como su vocación se justifica al reunir el mayor número posible de hombres en esta tentativa, no puede aceptar la tentativa y la servidumbre, las cuales imperan haciendo proliferar las soledades más terribles. A pesar de las debilidades temporales, la nobleza de nuestro oficio estará siempre en dos arduos compromisos: la negativa a mentir y la resistencia a la opresión.“ (Discursos Premios Nobel, 2003: 58)
Desde esa temprana vocación de escritor, Luis Eduardo Lucero colaboró asiduamente desde 1983 hasta 1988 en la Revista del Rosario, fundada en 1905 por Monseñor Rafael María Carrasquilla, dándole con ese gesto, el honroso valor de ser la revista universitaria más antigua de Colombia. Sus lecturas y su capacidad de escuchar tenían en Luis Eduardo la misma calidad de exigencias y atención suprema que manifiesta su escritura. Entre artículos encaminados la mayoría de ellos a preservar “el sentido de lo histórico” sobre el que ha hecho una bandera nuestro actual rector, doctor José Manuel Restrepo Avondano, se destacan por su calidad magisterial los siguientes: “Autonomía y patronato: un forcejo de siglos”, “Declaración de corazón maltrecho”, “Hace 75 años; la estatua del fundador”, “Lo que puede encerrar un cuadro”, “Santamaría en el Rosario”, “Una ciudad en busca de pintor.”
Aparte de lo anterior, Luis Eduardo tuvo a su cargo la “Reseña de actividades del Colegio Mayor”. Podemos decir sin exagerar, que gracias a su impecable y riguroso comportamiento discursivo, “Lucerito” se convirtió en el brazo derecho del director de la revista del Rosario para esa época, y quien llegó a tener figuración nacional: Alberto Zalamea. En cumplimiento justamente con unos encargos editoriales de Zalamea, como era recoger el material para el próximo número de “Nova et Vetera”, fue como este rosarista ejemplar se encontró, cuando todo parecía sonreírle a su favor, cara a cara con la muerte. Visitante recurrente de “Antigüedades Cancino”, escuchó un tiroteo prolongado entre la policía y lo que parecía ser un grupo de atracadores. “Confundido” por las autoridades como integrante de la banda, este entrañable ipialeño fue acribillado por las autoridades, quienes acto seguido le colocaron entre sus manos un revolver.
El amarillismo y la morbosidad tan caros a ciertos medios de comunicación hicieron en 24 horas que el cadáver de Luis Eduardo hiciera el tránsito de quien era incapaz de hacerle el menor daño a nadie, a “jalador de carros”, a ser calificado como “hampón” y como “peligro para la sociedad”.
Todo lo acontecido en ese fatídico mes de mayo de 1988, parecía haber salido de la pluma de Kafka o en su defecto, de la de Edgar Allan Poe. La tergiversación de los hechos, los descalificativos y la perversidad no se hicieron esperar. En gesto contrario y valiente ante este acto infame, todo el conjunto de la Universidad del Rosario protestó y exigió justicia para uno de sus mejores hijos. Entre las numerosas voces que exigieron verdad y justicia, se destacó la del señor rector, doctor Roberto Arias Pérez, seguida por distinguidas personalidades como Vladimiro Naranjo Mesa, o como el ya citado Alberto Zalamea, y varios diarios de cubrimiento nacional como lo fueron El Tiempo y El Espectador. También se sumaron a este clamor, sus compañeros y compañeras de promoción.
En mi concepto, quien mejor resumió esta tragedia fue nuestro capellán emérito y colegial honorífico Monseñor Germán Pinilla Monroy cuando decía:
“Todo en Luis Eduardo Lucero García fue paradójico. Saltaba de alegría casi infantil cuando hallaba entre los libreros de la calle 19 un raro ejemplar agotado, una lámina antigua, pero con la misma alegría y desinteresada generosidad los regalaba a quien mostrara particular interés en ellos. Pero todo acabó. Abruptamente, “a la hora menos pensada” como dice el Evangelio. Veinticinco proyectiles segaron su existencia en un episodio espantoso para el que clamamos se haga luz y verdad. Acababa de concluir sus estudios de Jurisprudencia y preparaba con ilusión su grado. Se le abrían promisorios campos de trabajo. Sus padres y hermanas, (era el único varón), tenían en él fincadas sus esperanzas. El Colegio del Rosario cuna de la República, con su Facultad de Jurisprudencia reclama por la vida y la honra de uno de sus mejores hijos. Que su sacrifico no sea inútil. Y que el señor de la misericordia y la justicia le conceda lo que su noble vida mereció”. (Pinilla, Monroy, 6, 1988:171).
Por cierto, en estos días, el director de la Unidad de Patrimonio Cultural e Histórico de la Universidad del Rosario, doctor Luis Enrique Nieto Arango, me comentaba que una de las hermanas de “Lucerito”, en magnífico ejemplo de perdón y olvido, es hoy funcionaria de la Policía Nacional, de la misma policía que públicamente, en gesto que la honra, admitió su error y le pidió perdón a la ciudadanía por la que vela continuamente. Por mi parte, le debo a Luis Eduardo numerosos diálogos que contribuyeron a mi crecimiento y enriquecimiento personal. Ambos coincidiríamos en que uno solo debe arrodillarse ante Dios, ante la inteligencia y ante la belleza. Él ya lo cumplió con creces. Qué bueno sería que el centro editorial de nuestra Universidad acogiera la idea de publicar los escritos de Luis Eduardo Lucero García.
Paz en su tumba.
Bibliografía: