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Tragedia antigua

a W. H. B

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El sol parece un bombillo que se triza en las láminas verdes y transparentes de las reglas de 20 centímetros, en las pupilas laceradas por el juego de los espejismos.

Ciertas veces me asusto porque el resplandor dura demasiado. Todos los ruidos se agolpan, hasta silba el viento que no corre, que se quedó a vivir en las alas de los pájaros. Estoy cansado. Tengo hambre. Hay sangre en mis labios resecos, hay sudor inmóvil en mi sien y manchas amarillas en la camisa blanca (qué dirá mamá).

Entra la mujer seda lisa. Entra la mujer no sonrisa, la mujer parquedad, la mujer cara de muerto en ataúd, la mujer ojos de muerto que se abren en lo oscuro del ataúd. Este es el momento en el que reina el silencio. 25 fogatas se extinguen. Aquí es donde yo empiezo a crepitar.

Miedo.

El papel quedó justo en la punta de los dedos. Desde aquí percibo su fondo cuadriculado, las letras en mayúscula, el temblor de su mano. Aquel papel fundamental y decisivo lo estuvo planeado desde hace más de una semana. No había recreo en que no me hablara de él. Yo sé que lo escribió desde que teníamos cuatro años. Ya tenemos ocho y su mano sigue temblando. Desde aquí la veo. Lo imagino en su casa, ya con la noche caída, debajo de las cobijas como en una cueva (tenemos varias, todo depende de cuál sea el juego, de quién sea el héroe y quién el villano), un pequeño paréntesis donde el corazón le bate al mismo ritmo que cuando somos linces o guepardos o meteoritos destruyendo esta pelota azul. (Yo he puesto mi mano en su pecho. Yo sé cómo bate su corazón).

No sé cómo pudo agarrar una hoja y ponerse a escribir.  No sé cómo las ensoñaciones de manos juntas, de besos tímidos, dulces, con sabor a fresa, así fuera solo en la mejilla, no le fueron inundando la voz y las pupilas hasta el mareo y el sudor frío, hasta el desmayo. Seguro hubo desmayo o vómito. Cuando menos un dolor agudo, navaja afilada, ráfaga de metralletas en las tripas que se enfrían.

La clase está ahora en pausa: el juego de la estatua y la penitencia, el papelito colgado de las uñas. Ahora ambos tiritamos. Era el momento preciso, el instante indicado para llamarla y verla voltearse con la prontitud e inocencia que solo pueden ser de ella, sentir cómo se clavaba su mirada y atreverse a sacar, desde los pies, la gallardía acumulada, guardada como provisiones para este invierno. Tardó mucho. No comprendió que la vida es un interruptor que se prende y se apaga. Yo sí que lo comprendo. De haber actuado con prontitud, la clase seguiría su curso, su rotación de trompo que nadie lanzó.

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Yo he visto cómo espía sus piernas. Tengo que confesar que yo también lo he hecho. Para que me entiendan un poco, y aquí transcribo lo que me dice mi amigo enamorado, lo que sucede es que sus piernas son dos líneas paralelas que no se tocan, que no se cruzan, que se extienden como flechas hasta los ojos y de vez en cuando lo rozan en el pecho y dejan a su paso un trazo de sangre que desciende presuroso hacia su ombligo y acontece que algo arde, que el dedo que atraviesa presuroso la llama de una vela se queda inerte en todo su centro. Él me dice que siente que también es cera que se derrite. Lo que aún no entendemos es que no hay vela, que no hay llama. También es cierto que nos hemos sorprendido, no sin algo de rencor y recelo, observando el lugar donde comienzan.

Todo esto parece completamente injusto.

Desde aquí puedo ver que está furioso. Desde aquí alcanzo a vislumbrar los reclamos que se suceden como golpes de un boxeador de peso pesado, los pelos de la nuca que van cayendo sin que el los arranque rabioso, las devoradas uñas que sangran solas. Yo lo llamo cobarde, lo llamo tardío, lo llamo aguacero que no cae, cielo negro que no se derrumba, lo llamo llovizna que cesa en menos de un milenio.

Cuántas veces no he sido el genio que le concede sus deseos. Cómo quisiera serlo en este momento y otorgarle invisibilidades, cegueras momentáneas, incluso la mía, cegueras suficientes para dejar el trozo de papel alado dentro de aquella mano; concederle  tiempo detenido, algo como una fotografía, para que la profesora no descubra el rostro de la derrota. Durante todo este rato he visto cómo, agazapado, venado huerfano, el papel se ha ido encogiendo, hundiéndose detrás de un telón color piel que se cierra con movimientos sumamente calculados. Esto seguramente también lo practicó. No sé si lo logre.

Si esta señora lo llega a ver se lo arranca de las manos y lo lee en voz alta, con buena entonación (como debe ser), para toda la clase. Esta señora no se anda con cuentos o contemplaciones. Tantas veces jugamos a ser escaladores que caen de espaldas; tantas veces nos preguntamos si transitando una cuerda floja se valía tiritar…

Ambos estamos tiritando, pero él es el que transita la cuerda.

Yo hace rato la besé.