Una escritura más allá de los géneros. Entrevista a Sergio Chejfec
Andrés Felipe Escovar
Andrés Felipe Escovar
La relación de Sergio Chefjec con lo que escribe no es natural: se aleja de la escritura a medida que incurre en ella.
A diferencia de otros autores, los entornos académicos no le son hostiles ni los defenestra; es más, muchas de sus cavilaciones emergen en un registro que se disemina por textos especializados, de modo que las imágenes que brotan en los nódulos textuales ponen tensan el arco de una ficción cuyo eje argumental no se agota en acciones y tramas.
El escritor argentino vino a Bogotá con ocasión del XLII Congreso del Instituto internacional de Literatura Iberoamericana, en donde fue uno de los nombres más esperados en la cita. Nos reunimos en la universidad Javeriana, poco antes del inicio del segundo día del evento. Bebimos un café y conversamos.
-¿Tienes una idea exacta del momento o del proceso por el cual surgió tu interés por escribir?
-No se trató de un momento sino que fue una derivación en la juventud o la adolescencia. Desde los doce años hasta los 18, tuve un interés marcado por la escritura; la literatura, en general, fue intermitente. Siempre me consideré una especie de escritor un poco tardío; publiqué mi primera novela entre los 33 y 34 años… no importa mucho eso pero, comparado con otros autores, creo que fui un poco tardío y se debió a esa situación en que mi interés por la escritura y literatura no fue prematura ni natural.
No provengo de una familia, como es el caso de otros escritores, dotada económicamente ni vinculada a la cultura ni tenía muchos libros en casa. Eso hace que tienda a separar a los escritores que tienen una relación natural con la escritura mientras que hay otros que establecen una especie de combate con la escritura porque no tienen y ello implica una relación con altibajos. Sin hacer un juicio de valor sobre esas dos posiciones, sin querer decir que una vía es más eficaz o mejor que la otra, me parece que es un dato. Yo siento que pertenezco a esa segunda familia.
Comienzo en la adolescencia. Leo, más que literatura, libros de política, de ciencias sociales. Mi juventud pertenece a los setenta: ingreso al secundario en el 72; es una década muy politizada en Argentina y muy marcada por la dictadura en su segunda mitad. Para mí, la lectura era teórica de izquierda, de marxismo; leía de una manera absolutamente impune libros que me atraían por el titulo o por el grado de profundidad teórica que podrían prometer pero no porque los entendiera. Creo que eso fue dándome una especie de hábito de la lectura un poco bizarro en el sentido de que hubo cierto aprendizaje estético vinculado con la literatura que yo leía, que no era una literatura literaria sino teórica, y que no pasaba por su valencia estética sino por su vinculación con los argumentos, con el desarrollo conceptual, con la coherencia con el tema, con el punto de vista. Todo esto me marcó para después elegir la literatura. Para mí la literatura es un campo de tensión; tendí a tener, junto a la idea de narración, una noción un poco ensayística donde las ideas, aunque no pertenezcan al mundo material o de la historia sino a un mundo conceptual, tienen un estatuto similar a otras categorías más naturales para la narración como la intriga, los personajes, el avance… etc.
Yo entro a leer ficción a los 17 años, con textos quizá más duros como los de Kafka: algún tipo de literatura europea de menos acción. Kafka para mí fue una especie de ídolo en la adolescencia (lo sigue siendo ahora pero de otra manera). Lo leí en traducciones; para mí tenía una capacidad de irradiación muy grande porque me sentía compenetrado con esos climas creados en sus libros de personas absolutamente incomprendidas que están obligadas a vivir en un medio que no les pertenece espiritualmente.
Después quise hacer antropología pero, finalmente, me derivé hacia la carrera de letras en la UBA. Eso, de alguna manera, tuvo que ver con que yo tenía ejercicios narrativos medio privados. No me sentía capacitado para nada ni comprometido con una vocación, que sentía borrosa para mí, y pensé que la literatura era un escenario adecuado porque entendía que no me exigía mucho, me contenía, incluso mis fallos, mis propias fluctuaciones de interés y desinterés. Luego se fueron conformando las cosas y me fui comprometiendo con mi propia escritura; conté con la suerte de encontrar una serie de amigos en Letras con los que tuve una afinidad muy fuerte y siento que ese grupo me ayudó mucho para sostenerme. Además, fui afortunado por tener una formación paralela de la universidad que en ese momento estaba colonizada por la dictadura: tomé cursos privados con Beatriz Sarlo y su manera de leer la literatura fue decisiva porque me enseñó a escribir de una manera a partir de cierta forma de leer el trabajo de los demás. Así que eso fue como una deriva, no marcada por muchos hechos concretos sino una especie de navegación un poco incierta pero que únicamente puedo reconstruir de manera direccional porque hago la mirada desde el presente… seguramente en esos momentos no iba para ningún lado.
Hasta que publico mi tercer libro, ya escrito en Venezuela, que se llama El aire, sentía que seguir en el campo de la literatura abandonarlo. N o había nada garantizado. Posiblemente por esa relación no natural con la literatura.
-¿Qué indicios hallas en la escritura que te permiten colegir que un escritor tiene una relación natural o conflictiva con ella?
Me resulta en este momento complicado hablar de indicios pero te puedo hablar de ejemplos porque, a través de ellos, transmites una idea. Los escritores que más a mano en mi memoria están son Levrero, Lorenzo García Vega y Néstor Sánchez. Son casos extremos y no quiero decir que haya dos grupos extremadamente polarizados: no encuentras a medio ejército de escritores a un lado y otro en el bando opuesto; hallas una especie de abanico, de grados de negociación en esa tensión. Por ejemplo, en el caso de un escritor argentino como Luis Gusmán, te encuentras con libros que representan un grado de armonía o concordia con la escritura y otros que son muy conflictivos. También está el caso de Renato Rodríguez, venezolano. Son escritores no muy conocidos y encuentras un montón en los sesenta y setenta que hacen escrituras absolutamente irregulares en el sentido que son atípicas, por momentos son novelas o relatos fallidos pero, a través de esos “errores”, encuentras una riqueza donde está mezclada la figuración del escritor, las expectativas estéticas, un deseo de incorrección, un deseo literariamente alternativo y contestatario, una manera de escribir contra un stablishment que está vinculado con la armonía, con el equilibrio, la claridad, escriben incluso contra el boom.
Los resultados son como cosas medio rengas y esa renguera, a veces, me resulta fascinante porque creo que la literatura se enriquece cuando se equivoca, en la falla. Tengo una vara un poco flexible; de pronto no me gustan mucho las literaturas correctas, perfectas, bien armadas y siento atracción por los escritores un poco incompletos, fallidos, incorrectos, difíciles de entender, que construyen bizarros.
Esta admiración no se traduce en que quiera escribir como ellos. Afortunada o infortunadamente, me interesa hacer otro tipo de cosas pero tengo esa extraña devoción por ese tipo de escritura que se representa desde un margen… pero no un margen desde el cual blandir una voz alta sino un margen en voz baja, de bajo perfil, eso es lo que me fascina. Esto no quiere decir que sea dogmático porque hay ciertas literaturas que quieren representar en conflicto con la escritura pero no me gustan o no las encuentro de mi interés.
-¿En qué consistió el cambio que se dio en tu vida como escritor con El aire?
El cambio a Venezuela. Salgo de Argentina en el año noventa; hacía una semana que había salido la primera novela (Lenta biografía) y, meses después, apareció la otra (Moral) pero ya estaba fuera y me puse a escribir, en Caracas, El Aire. Lo hice con mucho entusiasmo. Para mí esa novela es una especie de consecuencia de la impresión, del choque representado por la mudanza.
Salir de una ciudad plana como Buenos Aires y llegar a una ciudad con tantos desniveles como Caracas, donde las colinas y cerros hacen que la fractura social sea muy visible mientras que mi ciudad de nacimiento tiene todo horizontalizado y entonces tienes que viajar y trasladarte para ver las brechas, hizo de este traslado una cosa revelatoria. Por un lado, yo sentía que la Argentina se dirigía hacia eso, hacia una profundización y una quiebra de la estructura social que iba a derivar en una exclusión del 40% o más de la gente, como ya pasaba en otros países latinoamericanos y, por otro lado, sentía que esa combinación paisajística de pobreza, verde y de informalidad que me representaba Caracas era muy impactante. El aire tiende a tramar esas dos experiencias, no de manera testimonial sino sublimada. Dejar el país a mi me confirmó que podía seguir escribiendo porque, en gran medida, sentí que era mucho más estimulante para mi escritura estar fuera de Argentina.
-¿Qué ocurrió con la lengua que aparece en tu escritura?
No fui indemne al cambio de ambiente lingüístico. Me sentí afortunado por el hecho de vivir en Venezuela en el sentido que pude ir a un país que no estaba separado de Argentina en términos de la brecha tercer mundo/primer mundo, no tuve que cambiar de idioma pero reconocí naturalmente que el venezolano era un castellano que, siendo parecido al castellano argentino, era muy diferente, sobretodo en esa cosmovisión implícita que está inscripta en cada lenguaje de cada comunidad, es decir, el que pasa por las reglas de cortesía hasta las palabras más sencillas para referirse a los acontecimientos más cotidianos como un café o el clima… como la temperatura del idioma.
Lo que ocurre es que, como yo nunca escribí con la idea de reproducir una lengua coloquial, callejera o idiosincrática, para mí el lenguaje, quizá como derivación de esa relación con la escritura, fue una especie de construcción privada a realizar en mis libros; para mí escribir la primera novela fue una forma de adquirir una lengua literaria que me sirviera para continuar con la escritura. Me cuesta mucho no vigilar lo que escribo en términos de tono y registro, incluso dese el punto de vista más lexical, de manera que si yo uso algún venezolanismo no es que se me haya escapado sino que es una especie de acto de deliberación para hacer un guiño, brindar un homenaje o fijar un compromiso afectiva con la lengua que estoy hablando.
No siento una sujeción con la lengua que escribo sino, más bien, necesito entender mi propia escritura como un acto de la voluntad y una voluntad controlada. Eso no quiere decir que no haya cosas que no pueda controlar pero creería que ese efecto del contexto y de la vida venezolana en mi escritura no fue un efecto espontáneo sino que también fue calibrado en el buen sentido de la palabra. También me pertenece el castellano venezolano, tiene ecos y reflejos y resonancias de cierta parte de la realidad, por eso encuentro que a veces me gusta poner frases o alusiones o palabras que remiten mas a la experiencia venezolana, para mí es una manera de tributo, no quiero dejar de tener una relación de empatía en la medida que no tiendo a autorizar escenarios ni acciones con un sentido realista.
-A la hora de escribir, ¿piensas en realizarlo desde algún género concreto?
A veces pienso que escribiré un ensayo y termina saliendo una novela, como el caso de Mis dos mundos y el de Baroni, un viaje. Ahora estoy pensando que es un caso más frecuente de lo que yo pensaba en un primer momento. Pero por ejemplo, cuando decidí escribir un poema hace no mucho lo hice con la idea de que fuera un poema pero lo comencé a escribir en prosa… es una pequeña crónica y una vez que la tuve escrita la separé en verso.
Para mí no es decisivo el resultado final respecto de la idea original; hay cosas que empiezo como narraciones y terminan como una especie de ensayo. Hay un libro, Últimas noticias de la escritura, donde me propuse hacer un ensayo y terminé una narración, no es fijo, hay diferentes formas, muchas veces dependen del tipo de derivación que tiene el propio trabajo o el propio texto. Si la pregunta apunta a eso, me siento en general bastante cómodo cuando una misma narración oscila entre lo narrativo y ensayístico, pudiendo remitir en zonas a una cosa o a la otra o las dos cosas a la vez, es un formato donde me siento cómodo, quitándole a la comodidad cualquier aspecto utilitarista y reivindicándole a la palabra un sentimiento de satisfacción de sintonía.
-¿Tienes algún hábito en la consecución de tu escritura?
Depende de cómo sea el compromiso con lo que llevo escribiendo: si es fuerte, más concreto, más avanzado de una manera, sí. Pero ese hábito no se refleja en horarios específicos sino que es producto del propio desarrollo de la semana. Como doy clases medio año al año, depende del calendario de la época; la verdad que no soy de esas personas que se pueden aplicar a un trabajo continuo, concreto, a ciertas horas del día. Tiendo a trabajar más de mañana que de tarde pero el trabajo en sí es bastante disperso por cuestiones de compromisos o intereses.
-¿Guardas los borradores de tu proceso de escritura?
Trabajo sobre el mismo documento que se actualiza a medida que avanzas. No guardo versiones antiguas. Es un tema interesante… la idea de volver atrás es dificultosa, es un poco utópico, irrealizable, salvo si estoy en un momento muy avanzado y quiero hacer una operación de reescritura o recomposición. No puedo hacer esa cosa de ir salvando versiones previas porque la idea de cómo yo concibo la escritura propia no tiene que ver con la escritura propia mente dicha.
Para mí la escritura comprende una serie de acciones bastante diferentes pero todas solidarias: la corrección, edición, ampliación, la idea de reescritura. Hay escritores que escriben desde el comienzo hasta el final la historia y después la van revisando terminada, mis narraciones operan de otra manera: avannzan desde la mitad, desde un punto interior; hay un punto en el medio de un relato de diez o quince páginas que se expande, se va creando un sistema de digresiones, de expansiones a los costados; hay derivas, pero no es que hay una relación de avance de la intriga o de las relaciones de causa y efecto sino que la historia que ya está planteada, que se puede resumir en una frase más o menos corta, va teniendo situaciones que aparecen en el medio y van creciendo de manera corpuscular.
En ese sentido, la escritura es un conjunto de operaciones de intervención sobre lo ya escrito y, por lo tanto, incluyen la idea de reescritura pero también de corrección. Así que para mí es todo lo mismo y, por lo tanto, me es difícil tener versiones previas de algo que después se va a modificar desde cualquier lugar del texto.
-¿Qué escritura hubieses querido hacer?
Hay un escritor, Juan José Saer, con el que tuve una relación de máxima devoción durante muchos años. Una devoción a través de sus libros y como persona, sentí mucho afecto por él. El impacto producido por sus libros fue muy grande porque yo sentí que me ofrecían una especie de atajo; hablaban de parte de lo que yo quería hacer pero en mi cabeza no se había materializado ese deseo, me mostraban que era posible de escribir de una manera con la que yo me identificaba pero que no conocí hasta ese momento. Sobretodo, esa cosa tan saereana que hay en describir lo sensorial, los tiempos, las luces, el mundo de la naturaleza con esa especie de simultaneidad de cosas que ocurren en la cabeza de uno, por ejemplo, el recuerdo de mí mismo levantando el vaso de café para dar el útlimo sorbo aún presente en mi paladar mientras estamos hablando tú y yo. Este descubrimiento fue fantástico porque me facilitaba un trabajo que encontraba bastante incierto. Saer fue una forma de representar la naturaleza y lo real sin ser realist
¿Qué es el realismo?
Es algo muy vinculado con la convención literaria según la cual hay cosas que se tienen que representar de un modo de una forma específica para hacer de cuenta que están siendo un reflejo, una cosa mimética, de lo real. Hay un pacto según el cual un lector ideal de literatura cree que lo lee es real porque está escrito de una manera específica.
Hay otra manera de concebir el realismo que tiene que ver con cierto espesor literario, relacionado con que legítimamente una obra tiene el derecho a reivindicarse como realista porque quiere aspirar a un sistema de interlocución con el lector o con otros libros para que lo tomen en serio. Pero esta es una manera de tomar el realismo un poco equívoca porque, en ese sentido, toda obra es realista; cuando uno habla de realismo se refiere a cierto tipo de literatura cuyo apogeo está ubicado en los siglos XIX y XX y cuya forma es la novela.
-¿Qué es, entonces, el fantástico? ¿Es la antípoda del realismo?
Yo creo que el realismo entra en juego, uno lo `puede comparar con otros formatos que son tributarios de él, como el objetivismo francés o cierta forma de la novela menos convencional que lo tienden a minar, a cancelar.
En cambio el fantástico pertenece a otro paradigma, en el sentido de que a veces te encuentras con relatos fantásticos que son más realistas que los modelos realistas convencionales porque, muchas veces, el fantástico tiene que ver con un golpe de efecto al final, con un cambio de punto de vista, con un trastrocamiento del sentido pero la base de esas narraciones, por ejemplo las de Cortázar en muchos de sus cuentos, siendo fantásticas son más realistas y costumbristas que las de Saer. Estas últimas, siendo realistas, establecen una pelea con el realismo como género, una pelea más interesante que la que establece Cortázar.
A lo mejor es equivocado lo que digo, es muy subjetivo.
-¿La novela convencional está agotada?
Para mí no está agotado nada necesariamente. Hay novelas que, siendo muy conocidas, tradicionales o convencionales, tienen una estructura muy misteriosa y particular y me gustan; por ejemplo, encuentras en un novelista como Simenon, que es el epitome de la literatura convencional o mas técnicamente planificada, unas fallas en el sentido de zonas de profundidad y complejidad y cierto tipo de coherencia y honestidad que, a veces, en literatura más ruptirista no hallas porque hay literaturas de ruptura que ponen más en evidencia el gesto y, al hacerlo, adquieren un matiz un poco impostado.
Para mí es muy difícil hablar si la novela se ha agotado. El término novela me resulta muy complicado porque puedes llamar novela a muchas cosas o reducirla a pocas o circunscribirla al siglo XIX; es decir, entender que, después de Joyce, Proust o Kafka, no hay novelas. Por eso me parece bien la idea de Saer cuando decía que no podía hablar de novelas sino de narración como una forma, como una especie de formato de la prosa que puede contener diferentes momentos y que puede amoldarse, no a un formato absolutamente implicado como forma de circulación y por lo tanto implicado con la forma comercialización como es la novela. Es decir, la narración es una forma de de escribir cierta relación con la escritura y con lo que se quiere representar.
Tú puedes ser de una extensión o de otra pero, al salir de la palabra novela y llegar a la palabra relato, estás en un campo más híbrido y te da más libertad para concebir lo que escribes. A mí me gusta más la palabra relato; la narración es demasiado genérica, con el relato me siento más vinculado porque transmite algo que quiero hacer en mis libros: poner en escena el acto de una emisión, como alguien que te está contando algo, que lo puede hacer en un idioma complejo pero es un acto conversacional. Para mí eso es un relato: como un cuento que te están echando.
Me despedí de Sergio preguntándome si lo volvería a ver. La respuesta se dio muy pronto: el lunes siguiente, en la resaca electorera que circulaba por Colombia, me crucé con él sobre la avenida séptima, justo en la plaza de Las Nieves. La naturalidad de sus pasos, mimetizados con los de los transeúntes bogotanos, pensé, era el sedimento de su vida, durante más de una década, en Caracas, una ciudad que también emerge entre la fatalidad de una cordillera. También reparé en que no se dirigía a mí con el vos propio de los porteños sino con el tú de nuestros países, haciéndolo portador de un dialecto en donde el río de La Plata desemboca en el Caribe.